Juan Antonio González Fuentes
Me quedo en Santander el fin de semana. El verano ha llegado así como de sorpresa, y después de unas semanas grises y tristes, el sol y el calor llegan por fin a todos los rincones y la gente sale en furiosa estampida hacia las playas y las terrazas.
Mientras el verano se hace fuerte, yo me dediqué a repasar escenas de películas favoritas en el dvd el pasado viernes por la anoche. Creo que estuve casi hasta las tres de la mañana entretenido en semejante trabajo, y desfilaron por las líneas de mi televisor fragmentos enteros de
Río Bravo, Fort Apache, Cantando bajo la lluvia, Un americano en París, La dolce vita, Eldorado... Además, como postre, vi entera
El chico de
Charles Chaplin, en la copia que de casi toda la filmografía de Chaplin ahora ofrece los jueves el diario
El Mundo, y que esa misma mañana me había conseguido mi quiosquero favorito. Hacía algún tiempo que no veía nada de Chaplin, y la verdad es que volvió a conmoverme y a divertirme durante toda la película.
El argumento de
El chico es, más o menos, el que sigue: una madre soltera está desesperada porque no puede mantener a su hijo recién nacido. Después de pensarlo, y desecha por la tristeza, decide abandonar al bebé en el interior de un lujoso coche aparcado justo delante de una gran mansión. Pero nada más hacerlo, dos delincuentes roban el coche, y al darse cuenta de que en el asiento de atrás hay un niño, abandonan el bulto en una esquina de una sucia y polvorienta calle de las afueras de la ciudad. La madre en el intermedio recapacita, y decide volver a por el niño, pero al llegar hasta el lugar en el que lo había dejado, se entera de que el coche ha sido robado con el niño dentro. Se desmaya ante la puerta de la mansión en la que creía haber abandonado a su hijo. Charlot, el vagabundo, pasea por las calles de la ciudad y se tropieza con el niño llorando. Lo recoge, y durante unos instantes intenta deshacerse de él de cualquier manera, pero no lo logra. Al final, incluso se planeta tirarlo por una alcantarilla, pero ante la sonrisa del niño se lo piensa y lo lleva a su destartalada casa, una habitación donde reina la más absoluta miseria. Pasan cinco años, y el vagabundo Charlot cuida con esmero del niño y lo quiere, y éste lo adora a él. Viven contentos y felices queriéndose los dos y viviendo juntos en la habitación donde reina la pobreza de solemnidad. Trabaja el vagabundo como cristalero, negocio en el que le ayuda decisivamente el chico rompiendo previamente a cantazos los cristales que luego su padre postizo repone como si nada. No es fácil la vida así: la policía siempre anda al acecho, y el resto de los convecinos no lo ponen nada fácil. Pero el chico y el vagabundo son felices. La madre del niño se ha convertido en el transcurso del tiempo en una famosa actriz millonaria. Recorre la chica los barrios pobres de la ciudad repartiendo juguetes y cariño entre los niños pobres, acordándose siempre de su propio hijo. Una mañana la madre y su hijo coinciden sin ser conscientes, claro, de los lazos que los unen. La madre le regala juguetes al niño y se percata de que éste esta enfermo. Avisa a un médico, quien se presenta en la casa del vagabundo, confirma que el niño está enfermo y decide tomar cartas en el asunto avisando a un orfanato. Con los días el niño se recupera, y cuando está casi curado llegan los responsables del orfanato y se lo llevan por la fuerza ante la desesperación del vagabundo, quien lucha contra todos por retener al niño. El chico llora de manera desgarradora al darse cuenta de que lo arrancan de los brazos del ser al que más quiere. El vagabundo se zafa de todos los que lo tenía sujeto, y emprende una persecución en busca del niño por los tejados del barrio. Al fin alcanza el vehículo en el que se llevaba al niño y lo rescata entre abrazos y lloros. Los dos deciden pasar la noche fuera de casa, y duermen en una especie de hogar del transeúnte. Pero el dueño del local lee un periódico en el que se ofrece un rescate por la singular pareja. Percatándose de que los que duermen a pocos metros son la pareja que se busca, se lleva al niño en brazos aprovechando que todos están dormidos y lo lleva a una comisaría próxima. Charlot el vagabundo despierta en mitad de la noche y se da cuenta de que el niño ya no está. Lo busca por toda la habitación, lo busca por las calles desiertas..., hasta que llega a su antigua casa y agotado se duerme en junto a la misma puerta. Charlot tiene un extraño sueño, del que le despierta con violencia un policía. Mientras tenía lugar el sueño, la madre del pequeño se había presentado en la comisaría y desvelado al niño toda la verdad. El policía que ha despertado al vagabundo lo introduce en un coche que le conduce a una gran mansión. El policía acompaña al vagabundo hasta la puerta de la casa y llama al timbre. Abre la madre, y detrás de ella aparece feliz el niño que se lanza en los brazos del vagabundo, a quien la chica invita a entrar en la casa con una gran sonrisa. Fin. Todo esto lo cuenta Chaplin con orden y concierto en menos de una hora de reloj.
Contado así, tal como es, por otra parte, el argumento es el propio y característico del más manoseado y previsible folletín. Ni siquiera el más trillado y sonrojante culebrón venezolano se atrevería hoy a plantear una trama de tal calibre almibarado y demencial. Pues bien, la película de Chaplin funciona hasta extremos difíciles de imaginar.
Chaplin maneja como nadie los elementos característicos y determinantes del género al que pertenece su película
El chico y buena parte de su cine: el melodrama. Chaplin sabía perfectamente bien que las historias de niños abandonados funcionan siempre, al igual que las de las mujeres también abandonadas y entregadas, sin embargo, con absoluto sacrificio al amor; o las de personas humilladas y despreciadas que acaban pudiendo tomarse cumplida venganza; o las historias de familias separadas que se buscan por encima de cualquier dificultad, o...
¿Por qué siempre funciona el melodrama cuando lo hace? La respuesta no es fácil, evidentemente, pero creo que tiene mucho que ver con los sentimientos primarios que a casi todos se nos despiertan y nos conforman para siempre durante la infancia, cuando somos niños y el mundo entero, la vida, es lo que sucede entre las cuatro paredes de nuestra casa, el colegio y unas cuantas calles del lugar que habitamos. La niñez es un melodrama en el que con rapidez inusitada se mezclan la tragedia con la alegría desbordante; lo fantástico, imaginativo y alucinante con la realidad cálida del abrazo de una madre. La infancia, repito es melodrama, e inconscientemente aceptamos de buena gana el melodrama, regresamos a él, siempre y cuando quien nos hace llegar de nuevo a él se lo tome en serio, no se ponga por encima y se burle.
La clave de un buen melodrama siempre está en que su autor y quienes lo hacen posible no se coloquen por encima de la historia, no adopten una postura de suficiencia con respecto a lo que cuentan. Esta fórmula mágica se la oí contar en una entrevista a
Pedro Almodóvar, quizá el autor de melodramas más brillante del cine español junto a
Buñuel. Y Almodóvar la había aprendido a su vez de
Douglas Sirk, el director de cine alemán que en el Hollywood clásico rodó algunos de los melodramas más hermosos, apasionados y delirantes de la historia:
Obsesión, Sólo el cielo lo sabe, Hoy como ayer, Escrito sobre el viento, Ángeles sin brillo, Tiempo de amar y tiempo de morir, Imitación a la vida...
Chaplin nunca se colocó con soberbia por encima de lo que contaba, se lo creía de principio a fin, no como persona tal vez, pero sí como artista, como narrador de historias en imágenes.
La cuestión es que el sábado por la mañana bajé a comer a casa de mi madre, donde todos los sábados comen también mi hermano, mi cuñada y mis dos sobrinos, niños todavía. Los dos niños venían de haber pasado unos días en Eurodisney con sus padres, y la niña, no habiendo cumplido aún los diez años, ya ha estado varias veces en Londres y en París, y también recientemente había pasado casi diez días en Madrid con mi madre, su abuela, conociendo la capital del reino. Sin embargo yo estaba convencido de que aún ninguno de los dos había visto nunca una película de Chaplin, que ninguno sabía quién era Charlot. Acerté de pleno.
Antes de comer les pregunté, y ninguno había oído ni siquiera hablar de Charlot. Me lancé al vacío y les dije que le iba a enseñar quién era Charlot, que prestasen un poquitín de atención sólo un rato. Mi madre y mi cuñada me miraron como quien mira a un loco peligroso. ¿Les vas a poner una película muda, en blanco y negro, y de Charlot? ¡No aguantan ni dos minutos!
Bien, no sólo vieron entera
El chico, de principio a fin sin pestañear ni moverse del sofá, es que se rieron en los momentos divertidos, cogieron todos los chistes visuales, quedaron maravillados con el niño..., y en los momentos más puramente melodramáticos, los de la separación por la fuerza de Charlot y el niño, se quedaron en un silencio sobrecogedor, no abrieron la boca, y sus ojos se volvieron agua a punto de desbordarse. Acabada la película se pasaron unos minutos imitando los andares de Chaplin, cogieron el paraguas de la abuela y lo usaron como Charlot su bastón. Vamos, que jamás de los jamases olvidarán ya quién es Charlot, y con él, inconscientemente, la enorme fuerza que tiene el melodrama en estado puro, contado con pasión, inteligencia, finura, arte y nunca infravalorándolo, viéndolo y contándolo así, como por encima del hombro. Pongan un Charlot en su vida, nadie lo olvidará
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.