Juan Antonio González Fuentes
Cenando con
Ella hace unos días en un restaurante madrileño de comida oriental de cuyo nombre no puedo acordarme y que ahora, al parecer, está muy de moda, sorprendí en la mesa de al lado la siguiente conversación en la que un anciano oriental le contaba en correcto español a un grupo de jóvenes hispanoamericanos la siguiente historia:
Hace doscientos años el emperador de la China,
Qian Long, decidió visitar la zona sur de su vasto imperio navegando en un barco, y decidió además hacerlo disfrazado de marino para no ser reconocido en los distintos puertos en los que él y sus marineros iban a ir recalando.
El transcurso de la larga travesía fue muy apacible y carente de contratiempos, pero un día, cuando ya estaban llegando a su destino final, se desató una tormenta de carácter mágico, y unos diablos muy especiales, llamados diablos de agua, convertidos todos en animales de las profundidades marinas (cangrejos, caballitos, estrellas de mar, y peces de todas las clases), subieron nadando hasta la superficie del océano y se incrustaron en el casco del barco imperial con la intención de hundirlo en lo más oscuro y tenebroso de las aguas.
Ante la tragedia que se avecinaba, el emperador Qian Long se despojó del disfraz que vestía y desveló a los diablos transformados en habitantes del mar su verdadera identidad, prometiéndoles a todos que, si no hundía el navío y permitían que llegara a su destino final, transcurrido un plazo de doscientos años todos ellos se reencarnarían en oficiales.
La promesa sedujo a todos los diablos monstruosos, y tomándole la palabra al emperador Qian Long, se desincrustaron de las heridas maderas del barco imperial y regresaron nadando en grupo a las profundidades del mar del que habían surgido tan enfadados. La terrible tormenta marina, con sus rayos y sus truenos, fue apagándose poco a poco y el emperador Qian Long pudo proseguir su camino de nuevo sin el menor contratiempo.
Pero la palabra de un emperador, y más si el emperador es chino, es una palabra sagrada que debe cumplirse si no se quieren sufrir las funestas consecuencias. Así, transcurridos exactamente los doscientos años apalabrados, los diablos de agua salieron del oscuro mar para hacerse visibles en la tierra china como oficiales, como oficiales del nuevo ejército comunista a las órdenes de
Mao.
Esa es la razón por la que cada vez que Mao y sus huestes celebraban un acto público al aire libre en Pekín, del azul cielo chino caía lluvia a cántaros. Y esa es la razón por la que muchos pekineses siempre creyeron que los comunistas habían llegado al poder en China: por una promesa imperial realizada dos siglos antes en mitad de una tormenta en el proceloso mar que baña las costas del más grande imperio que jamás vieron los tiempos.
Una vez terminado el relato, pensé mientras llevaba a la boca un sabroso arroz, que quizá la temporada de sequía que está asolando grandes áreas de China, se deba a la actual relajación de las autoridades comunistas, y al disgusto de los diablos de mar convertidos en oficiales que ya no son convocados con tanta frecuencia a manifestarse en las anchas calles de Pekín. Pero este es otro cuento que quizá le ceda al anciano oriental para que lo cuenta en otra cena madrileña.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.