Juan Antonio González Fuentes
No sé si será culpa del controvertido cambio climático, pero la realidad es que en Santander ya no llueve como antes. Llevamos unas semanas invernales de auténtica primavera, en las que a uno le dan ganas de coger la toalla y un libro, y abandonarse al calor del sol con la espalda apoyada en uno de los muros que delimitan las playas de El Sardinero.
Me he levantado por la mañana y contemplo desde la ventana de la habitación las aguas de la bahía devolviendo los reflejos dorados del sol, y contemplo las dunas de El Puntal como una promesa de goces múltiples, algunos secretos. Mientras me afeito, ducho y tomo el primer café de la mañana, dejo que algunos temas de
Chet Baker acompasen el ritmo del día que se inicia.
Ya en la calle, después de dejar que mi perro
Miller salude a todos sus congéneres del barrio, camino hasta la
Librería Gil en la plaza de Pombo. Descambio uno de los libros sobre dinosaurios que los Magos de Oriente le dejaron en mi casa a mi sobrino Dani, y compro
Elegía, lo último de
Philip Roth. Con el libro aún calentito en el bolsillo de la chaqueta, me siento en la mesa de siempre en la chocolatería Áliva, y desayuno café con leche y una ración de churros. Despliego sobre la mesa los periódicos y el suplemento de cultura de
El Mundo,
El Cultural, y mientras me pongo al día en ciertas noticias, mojo los churros calientes en el café templado.
En los periódicos hay espacios dedicados a la muerte del productor italiano
Carlo Ponti y de la actriz
Yvonne de Carlo. El primero ha muerto con más de noventa años, la segunda con poco más de ochenta. El primero visitó en vida el cielo carnal de su mujer
Sofía Loren; así que “le quiten lo bailao” y lo producido:
Desayuno con diamantes, Doctor Zhivago y mucho de lo mejor del cine de su país, mi amado
Fellini incluido.
Yvonne no me hacía mucha gracia como mamá con mechas en la
familia Monster, pero reconozco que su rotunda carnalidad, un tanto excesiva para mis entonces pocos años, sí me desasosegaba cuando la veía en las sesiones de tarde de los sábados interpretando películas de aventuras de los cincuenta con galanes como
Clark Gable o Rock Hudson.
Después del desayuno me espera el despacho y más tarde la clase de historia, donde estamos poniendo punto final a la desaparición de la URSS y a la era
Reagan, otro actor que trabajó, si no recuerdo mal, con la difunta Yvonne.
Tras acabar la hora larga de clase regreso al centro de la ciudad dando un paseo y atravesando el largo túnel de Tetuán. Me encuentro durante el paseo con esa tibieza del sol que anuncia pieles femeninas descubiertas y morenas, que promete aromas de broceadores y el sabor del salitre en la boca fresca que se besa. Y eso que estamos en pleno mes de enero.
Como más rápido que de costumbre, y paseo a Miller un poco con la lengua fuera, pues he quedado con un amigo al comenzar la tarde para visitar juntos a un escritor con el que tenemos que intercambiar unas palabras. Mi amigo,
Luis Alberto Salcines viene a buscarme a la hora indicada con su coche nuevo que, sin embargo, tiene ya un cierto aire destartalado. Luis me saca más de diez años, y a pesar de ese salto generacional, casi desde que nos conocimos, se ha creado entre nosotros una situación de entendimiento y complicidad de una naturalidad pasmosa, muy literaria y a la vez muy de chavales que se conocen desde la infancia. Y rememoro cómo esta amistad tuvo un momento clave en una larga conversación mantenida hace años en el café Gijón, después de presentar juntos una antología en el Círculo de Bellas Artes.
A los pocos minutos de andar motorizados, nos encontramos aparcando casi en la misma entrada del edificio en el que vive nuestro amigo escritor. Vive éste en una de las mejores zonas de la ciudad, muy cerca del Hotel Real, y a pocos metros en línea recta del viejo palacio montañés en que siempre vivió el viejo
Emilio Botín. Nuestro amigo escritor se llama
Manuel Arce, y no puede decirse que la vida le haya tratado del todo mal. Al entrar en el ascensor nos topamos con
Guillermo de la Dehesa, bancario internacional y vecino ocasional de nuestro amigo. Subimos en el ascensor principal, y en el cuartito alfombrado que hace de recibidor, ya nos espera Manolo con la sonrisa franca.
Manolo Arce tiene casi ochenta años, pero goza de una magnífica mala salud. Manolo es un nombre clave en la cultura santanderina del último medio siglo, y tiene también su importancia en la vida cultural y literaria española del mismo periodo. Fundador de la célebre revista y colección de libros
La isla de los ratones en los años 50, montó también en los mismos años una legendaria galería de arte de nombre
Sur (hoy óptica de igual nombre), en la que montó un negocio de arte que acabó haciéndole un hombre rico en dinero y relaciones. Candidato a la alcaldía de la ciudad hace años por el PSOE, fue durante décadas presidente del Consejo Social de la Universidad de Cantabria. El desarrollo de este apretado programa parece haber dejado en un segundo plano su intensa labor como poeta y novelistas, con bastantes títulos a sus espaldas y más de una adaptación cinematográfica de sus narraciones.
Adonais, Seix Barral, Planeta, Plaza & Janés han sido algunas de las casas editoriales o colecciones que han acogido sus creaciones, pero ya se sabe, cuando uno en España se convierte en un rico hombre de negocios parece que su carrera de escritor debe ser estigmatizada de algún modo, debe pagar la osadía.
Así, Manolo, llevaba casi dos décadas sumido en un cierto silencio como escritor. Cerró la
galería Sur y puso punto final en 1986 a su colección de libros
La isla de los ratones. El
Centro de Arte Reina Sofía le organizó una exposición de homenaje como galerista y se quedó con todo el fondo documental de la galería. En Santander, Caja Cantabria le organizó a su vez una macro exposición en torno a
La isla de los ratones, fruto de la cual es un catálogo hermosísimo y apabullante.
Ahora, en apenas años y medio, Manolo ha dado a las imprentas una antología de la poesía escrita en Cantabria a lo largo del último medio siglo, una novela con la que ha ganado en Oviedo el premio Emilio Alarcos (
El latido de la memoria, Sevilla,
Algaida, 2005), y la madrileña editorial
Visor acaba de terminar la edición de un espléndido facsímil de todos los números de la revista
La isla de los ratones. Además, Manolo está trabajando a marchas forzadas en la escritura de sus memorias, unas páginas que prometen ser francamente decisivas para conocer mejor la vida cultural española de los años 1950.
Nos sentamos en un inmenso sofá en el inmenso salón de la casa de Manolo. A través del inmenso ventanal contemplábamos la inmensidad de la bahía santanderina, tan beethoveniana y cercana que tenías la sensación de que podías atraparla con las manos y darle dos o tres bocados. Desde las paredes, colores enmarcados de Miró, Tapies, Vázquez Díaz, Quirós, o María Blanchard eran testigos de la charla.
En una mesa baja y lujosamente acristalada, frente al sofá, descansaba una gran cantidad de libros de esos que le llegan a Manolo regalo de instituciones, editoriales, etc... Cogí un volumen cuya llamativa cubierta es una foto del Nobel
Vicente Aleixandre. Se trataba de la más reciente edición del malagueño
Centro de la Generación del 27 que dirige el yerno de Manolo, el profesor
Julio Neira: el epistolario entre Aleixandre y
Jaime Siles. Manolo me dice que en el libro me citan, bueno, que citan mi edición en
DVD de las poesías completas de
José Luis Hidalgo en una nota a pie de página.
Junto a ese libro epistolar se encuentra también la recientísima edición facsimilar de todos los números de La isla de los ratones que acaba de hacer Visor. La edición es hermosísima, elegante y generosa en tamaño y calidades. Vaticino en voz alta, con el comedido asentimiento del propio Manolo, que el libro va a ser clave para quienes estudien el periodo.
La charla prosigue durante más de dos horas, y está salpicada de anécdotas y de comentarios de Manolo en los que aparecen nombres como los de
Cela, Quasimodo, Moravia, Cirlot, Blas de Otero, Claudio Rodríguez o José Hierro. Al final de la tertulia es
Juan Ramón Jiménez quien nos observa con ojos inquisitivos desde el blanco y negro de una foto dedicada a Manolo Arce.
Nos despedimos, y en la misma puerta, con un Quirós espléndido que confraterniza con un curioso
Álvaro Delgado, Manolo deja en nuestras manos sendos ejemplares del último libro que editó su colección ratonil: las cartas y poemas de amor de Juan Ramón y
Zenobia Camprubí, en edición de
Ricardo Gullón. Bajamos en el ascensor y entramos en el coche ya con cierta prisa: en pocos minutos debemos estar en la emisora de radio, pues es jueves y tenemos nuestra tertulia radiofónica habitual. Ante los micrófonos hablamos de Carlo Ponti e Yvonne de Carlo, de la película de
Sofía Coppola sobre
María Antonieta y de la imprescindible
Banderas de nuestros padres de
Clint Eastwood, de libros, teatro y exposiciones. Después la tertulia prosigue en
La Repanocha, pero con un café caliente entre las manos.
Ya por la noche, antes de meterme en la cama y despedir el día, leí unas páginas de
Elegía de Roth y escuché muy bajito algunas canciones en la voz y la trompeta de Chet Baker, quizá con la idea de hacerme la ilusión de encontrarme en la prometedora noche de un
loft neoyorkino, y de repente me vinieron a la mente las formas del cielo palpable de los pechos desnudos de una joven Sofía Loren, y las miradas abandonadas de Yvonne de Carlo haciendo de esclava libre en una plantación de tabaco sureña. Y aún no sé por qué razón, confieso que me costó un rato largo conciliar el sueño.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente .