Creo que en estas mismas páginas escribí hace tiempo sobre
un cuento de Winston Churchill que me impresionó. No recuerdo el título del relato, sí el volumen en el que lo que leí: un libro de formato pequeño editado por Siruela en el que
Javier Marías publicaba una selección de cuentos fantásticos y de terror.
La historia encerrada en el breve cuento de
Churchill, apenas cuatro páginas si no recuerdo de todo mal, es sencilla. Noche de luna llena. Un gran barco navega plácidamente en medio de un mar exótico y oriental. Un pasajero contempla la inmensidad del océano en cubierta. Por un golpe de mar o algo parecido el pasajero cae por la borda. Cuando sale a la superficie contempla aterrado cómo el buque se aleja rápido sin que nadie en su interior se percate de él. El terror y la angustia se apoderan del náufrago. Grita pidiendo auxilio inútilmente. La luces del barco van desapareciendo poco a poco. La inmensidad del océano y las pequeñas olas encierran la tragedia. Y cuando la angustia llega ya al paroxismo, en su cercanía el náufrago ve cómo se va acercando, rompiendo la superficie en calma del mar, la aleta de un tiburón.
Winston Churchill
Este cuento y su recuerdo siempre me han producido un notable sensación de angustia. Pues bien, estos días me ha vuelto a la memoria al enterarme de la increíble y verdadera historia de
William Jocelyn Honeywell, relatada en su día por el periodista
Olivier Merlin. El británico William cayó de noche por la borda de un trasatlántico en medio del océano sin que nadie se percatase del hecho. Ante la tragedia, el británico, haciendo bueno el tópico de la flema, decidió comenzar a nadar siguiendo la supuesta dirección del navío y con la esperanza de tomarse con alguna embarcación que lo pudiese salvar. Pues bien, así sucedió tras doce horas de natación sin descanso. William Jocelyn Honeywell fue rescatado exhausto, pero “coleando”, nunca mejor dicho.