Mi amigo
Dámaso López García, decano de Filología de la Complutense de Madrid, ha escrito una reseña de la última novela de mi amigo
Enrique Álvarez:
Garabandal, la risa de la Virgen (Tantín, 2010), sobre la que también
ya ha escrito un artículo
Juan Manuel de Prada. Yo intimé con Enrique Álvarez gracias a Dámaso, ambos amigos desde hace décadas. Pues bien, aquí quiero dejar constancia de la reflexión crítica de mi amigo sobre la novela de mi amigo. Y también quiero recomendarles la novela de Álvarez. ¿Hay mejor manera de comenzar la terrible cuesta de enero que nos espera que tomando el famoso café del lumbrera ministro Sebastián y leyendo sobre milagros? Les dejo con las palabras de don Dámaso (López García):
“Unas apariciones lumpen...?» «¿Otra novela de Enrique Álvarez...?» La casta de bienpensantes (casta que incluye algunos memos egregios que reservan el fervor de sus facticios éxtasis literarios para la lectura de las églogas menores de
Keats o para los sonetos inconclusos de algún poeta catalán de quinta fila), como digo, esa casta habrá decidido, tras hacerse preguntas como las que abren esta reseña, que no merece la pena leer
Garabandal, la risa de la Virgen, la última novela de Enrique Álvarez. Los miembros de esa casta se equivocan. Como suelen.
Al lector que se acerque a esta novela le será de gran interés dejar de lado las equivocaciones más elementales. Si desea equivocarse, puede hacerlo a lo grande. Puede, por ejemplo, sin justificaciones, no estar de acuerdo con la novela, puede decir que no le ha gustado, pero, para ello, tendrá que leerla. La mala noticia (es decir, la buena) es que acaso, después de leerla, ese hipotético lector no sabrá cómo decir que, en el fondo y en la superficie, la novela le ha gustado. Porque hallará motivos abundantes para que éste sea su juicio.
Después de leer
La metamorfosis de
Kafka, los lectores suelen dejar testimonio de su perplejidad cuando se preguntan por la metamorfosis más significativa: ¿la del individuo que se convierte en escarabajo?, ¿la de la familia que se convierte en torturadora y verdugo de su pariente, por muy escarabajo que aquél sea? Tras la lectura de
Garabandal, la risa de la Virgen, el mismo lector sentirá una tentación parecida: ¿qué es más sorprendente o más milagroso, si se prefiere el vocabulario del autor, que unas niñas de un pueblo de la alta montaña digan que han visto a la
Virgen María o que en España, decenio de 1960, todas las familias, que poseyeran un televisor o pudieran verlo en casa de algún vecino, estremecidas de placer e intriga, se sentaran plácidamente ante la pantalla del nuevo aparato a contemplar en una mini-serie televisiva los milagros y apariciones de Belfegor? La novela no resuelve esta perplejidad, porque una novela, en su justificación íntima, no se escribe para resolver ninguna incertidumbre, sino para mostrarla, para mostrar toda suerte de incertidumbres. Las buenas novelas así lo hacen.
El narrador ha elegido las apariciones de la Virgen ante cuatro muchachas de San Sebastián de Garabandal, en 1961, para levantar una suerte de mapa moral y sentimental de la España del momento de las manifestaciones incipientes de lo que en el siglo XXI será el pan de todos de cada día. Sin embargo, el interés de la novela no es documental, aunque sea documentalista la minuciosa exactitud con la que los personajes, los acontecimientos y al ambiente de la época se evocan en ella. La «
chica ye-yé», de
Conchita Velasco, la canción
'Si yo tuviera una escoba', los cómicos
Franz Johan y Gustavo Re se asoman a las páginas de esta obra. Sólo faltan 'Matilde, Perico y Periquín' y la 'Canción del Cola-Cao', pero podrían haber estado, si el interés del autor hubiera sido nostálgicamente documental. La Televisión, el gran invento de la época, puede servir para presentar en esta novela una serie sobre Belfegor, el fantasma del Louvre, cuyo protagonista es un «fantasma negro y muy espigado que llevaba máscara de cuero y deambulaba por la noche por el Louvre», págs. 228-229.
Es muy sencillo, hay un canje de valores: el español medio prefiere los milagros
high-tech de la televisión antes que los milagros low-tech de las apariciones tradicionales. El único miembro de la familia santanderina protagonista de la obra que se resiste a los encantos del seductor Belfegor es Casto, quien, educado en la estética ochocentista, dedica sus ocios a escribir un libreto para ópera inspirado nada menos que en la obra de
Pereda Sotileza. Un libreto que obtuvo la aprobación de
Leopoldo Rodríguez Alcalde.
Enrique Álvarez: Garabandal, la risa de la Virgen (Ediciones Tatín, 2010)Las páginas de esta obra no buscan la complacencia de la ñoña nostalgia. Ni mucho menos. La televisión es, sin duda, el más poderoso medio de ilusionismo; la televisión es algo que puede arrinconar en cualquier desván, de cualquier manera, otras formas de ilusión o de esperanza. Pero, ¿estará seguro el lector que en ese desván no se han arrinconado algunos otros modos y medios de convicción cuya pérdida habrá que lamentar?
La novela de Enrique Álvarez,
Garabandal, la risa de la Virgen, además de atesorar muchas otras virtudes, compara un pasado que quizá tuvo sus sombras, pero que tenía su semilla de verdad, con un presente que no tiene menos sombras, pero en el que aún no ha brotado la semilla de su verdad. Ésa es la nostalgia de esta novela. La del futuro. La de la decepción ante unos cambios que glorificaron lo material y desdeñaron las convicciones.
La nostalgia de un mundo que no sabe lo que ha perdido porque no tiene noción de la pérdida. Ocupa las páginas de esta obra la crónica de un desistimiento colectivo. El pasado, como enseña el ángel de la historia de
Walter Benjamin, es aquel lugar del que se debe huir con un estremecimiento de horror. En 1969, sin salir del decenio del que se ocupa Enrique Álvarez, el escritor
Max Aub escribió un diario,
La gallina ciega, en el que reflejó sus experiencias de viaje por España, tras veintinueve años de ausencia en el exilio mexicano. Su diagnóstico fue poco caritativo: España se había achabacanado: su estética era zafia; su cultura, inexistente; su juventud, ignorante; sus ideales políticos, acomodaticios; sus ilusiones, puramente materiales...
Enrique Álvarez no dice cosas muy diferentes, lo dice de forma sosegada, lo trae a la mirada del lector, lo señala, apenas mostrando un leve estremecimiento de sorpresa (el
shock of mild surprise, de
Wordsworth), tanto más hondo cuanto más inadvertido pase para el común de los lectores.
Belfegor, en la tradición cristiana, es también un demonio de muy antigua estirpe, de origen babilonio, nada menos: tienta a los humanos con la promesa de riquezas y, no menos interesante, con la seducción de los más ingeniosos inventos. Su reinado parece que va a ser duradero.