“España nunca ha sido un país racista”, he leído y oído mil veces en periódicos, revistas, programas de radio y televisión y en tertulias familiares y de café. Hoy es evidente que el contenido de la frase no es cierto. España es un país tan racista como cualquier otro, sólo tuvimos que enfrentarnos a la realidad de convivir con millones de emigrantes para tener esa seguridad plena. Lo que sí se debe añadir es que el racismo no lo es tanto por razones culturales y raciales como económicas. Esta reflexión ha cobrado todo su sentido en estos tiempos de gravísima crisis económica. Ahora es cuando los subsidios, ayudas e incentivos de todo tipo a los emigrantes son claramente percibidos por los nativos españoles con el colmillo asomando.
A lo largo de los últimos lustros han sido millones los emigrantes que han llegado a España. La llegada coincidió con el mejor momento económico de nuestra historia reciente. ¿Coincidió o fue debido a..., y facilitado por...? No le demos más vueltas. Es la pescadilla que se muerde la cola. Una cosa conlleva la otra, una cosa es consecuencia de la otra. Durante el periodo de bonanza los emigrantes masivamente han encontrado trabajo en España, y ellos y sus hijos han disfrutado de un Estado de Bienestar que miraba hacia otro lado cuando se hablaba de los peligros del despilfarro generalizado: enseñanza gratuita para todos, ayudas al alquiler y compra de vivienda, créditos bancarios generosos, sanidad gratuita para todos, políticas que favorecían la llegada de familiares de los que aquí trabajaban (primos, hermanos, suegras, madres, cuñados...).
Pero además, los gobiernos españoles de la bonanza fueron hasta ahora muy proclives a la defensa incuestionable de los derechos de los emigrantes en lo tocante a sus costumbres y cultura. Cuando los emigrantes llegados a España eran europeos o hispanoamericanos, la integración cultural y social era más o menos rápida por razones obvias: cristianos, historia común, relaciones de vecindad, herencia grecolatina, incluso el mismo idioma. Sin embargo a España han llegado también cientos de miles de personas de otras razas, religiones y culturas con los que la cosa no ha funcionado. El problema, seamos claros, se ha producido mayoritariamente con los musulmanes, y entre estos, con los procedentes del norte de África: marroquíes, argelinos...
La laxitud de nuestros gobiernos y sus normas referentes a estos emigrantes ha generado un problema que ya es de importancia gigantesca. Los musulmanes en España (y estoy generalizando, claro) se han integrado sólo a medias. Se han adaptado perfectamente a las ventajas que ofrece el sistema, y han rechazado frontalmente los inconvenientes. Es decir, aceptan todas las ventajas económicas y ayudas que hasta ahora ha ofrecido el sistema, y se mueven como pez en el agua en los vericuetos administrativos para obtenerlas, pero rechazan de plano aquello que según su religión y cultura no es aceptable. Hasta aquí el asunto es más o menos tolerable. El verdadero problema estalla cuando utilizan las ventajas de la legalidad vigente, las ventajas que les otorga el sistema, para imponer su propia visión de la vida contra la visión cultural y religiosa de la mayoría de los nativos. Rechazan la integración pero exigen el respeto escrupuloso de sus particularidades, incluso cuando éstas atentan o son contrarias a la tradición social y cultural del país al que han emigrado.
Y es aquí donde el buenismo de nuestros gobiernos no ha sabido marcar la raya del límite y siempre ha dado un paso atrás cuando se trata de decir basta, de decir: “estas son las normas de esta sociedad, si las aceptas bien y si no las aceptas, tendrás que atenerte a las consecuencias”.
El último ejemplo del dislate al que hemos llegado es el referido al jamón, del que les supongo a la mayoría de ustedes perfectamente conocedores. El caso se produjo en Andalucía. Un profesor de enseñanza media habla del jamón en su clase para explicar no sé qué cosa. Explica cómo se cura, cómo se corta... Y un alumno musulmán interrumpe la clase para decirle al profesor que al hablar de jamón está atentando contra sus creencias religiosas y que no lo va a tolerar. El profesor le dice más o menos que cierre la boca y no diga tonterías. El chaval le cuenta el caso a sus padres musulmanes, y éstos, ni cortos ni perezosos, denuncian en comisaría el caso y logran que un fiscal se interese por el asunto. Pasados los días todo ha quedado en nada, como por otra parte era lógico. Pero lo interesante del asunto no es tanto su desarrollo como plantearse lo siguiente. ¿Cómo tiene amueblada la cabeza un chico musulmán hijo de emigrantes en la España actual para poner en marcha el proceso al que dio pistoletazo de salida? ¿Qué ideas habitan en su cabeza y la de sus padres? ¿Qué mentalidad lo domina? ¿Alguien le ha explicado en qué país vive? ¿Sabe que es miembro de una minoría dentro de un sistema democrático que protege sus derechos pero que le debería imponer unas normas a las que someterse? ¿Alguien le ha explicado que debe obligatoriamente someterse a una reglas y que si no quiere hacerlo, a lo que tiene todo el derecho, no tiene cabida en la sociedad española?
Está claro que convivimos con un monstruo cuyas reacciones son ahora mismo imprevisibles. Un monstruo al que los zarpazos de la crisis económica va a herir de manera profunda. Tenemos un problema.