En torno a los ríos brotan la cultura y la civilización. Sólo en el contexto de un mundo culto y civilizado se entiende el apunte del poeta
Paul Valéry: “Hay que reservarse tiempo para el espíritu. Para el espíritu hace falta
tiempo perdido”. Valéry le da así un nuevo sentido a la búsqueda del tiempo perdido de
Proust, un escritor que intuyó como nadie la pujante tiranía de un mundo ajeno a los tiempos perdidos, un mundo (el muestro de hoy de manera radical) que repudia y condena perder el tiempo, que ya no tolera la sutil música del silencio y la calma (por favor, lean
Tiempo para callar de
Patrick Leigh Fermor, me estarán eternamente agradecidos) .
A este respecto escribe
Marc Fumaroli el siguiente párrafo en su reciente y revelador libro
París-Nueva York-París. Viaje al mundo de las artes y de las imágenes (Acantilado, 2010): “El hombre moderno atareado, tal como lo vio Kierkegaard, se parece a esa mujer que en el incendio de su casa arriesga su vida para salvar las tenazas de la chimenea. Los negocios, tanto los de la ciudad como los del comercio, de la agricultura y de la guerra (los
negotia, la
labor, la
militia, todas las formas de la
vita activa de los romanos), el trabajo asalariado de los modernos que ha liberado a la humanidad del trabajo servil, sólo tienen sentido en el descanso y el ocio fecundo que los griegos llamaron
schole, los romanos
otium…” (pág. 41).
Junto a los grandes ríos se posibilitó plena la
vita activa civilizada, cuyo sentido último radicó en la Europa asentada en la tradición grecolatina en lograr la mayor porción posible de tiempo perdido, de ocio fecundo u
otium, de vida contemplativa La paradoja sobre la que descansó la llamada civilización occidental hasta la era de “la industria en la industria o por la industria” es que se afanaba para llegar al
otium, es decir, trabajaba buscando el sentido del descanso creativo como recompensa. Sin embargo la singular tragedia contemporánea de nuestra civilización es que ha perdido casi por completo la orientación final o sentido sobre la que se construyó a lo largo de los siglos. En nuestros días, caracterizados por una eficacia industrial excepcional e
in crescendo a partir del maquinista siglo XIX, hasta el entretenimiento ha derivado en un trabajo en cadena que obedece, como subraya Marc Fumaroli, “a las mismas leyes que la producción de bienes y de servicios”. Hoy parece que la
vita activa propia de nuestra cultura y civilización no se encamina al
otium, sino única y exclusivamente a seguir ensanchando de manera acelerada la propia
vita activa, en una irracional carrera hacia el precipicio, hacia un abismo que nos empeñamos en no querer ver.
Marc Fumaroli en la Academ ia Francesa
Repasemos la línea argumental que pretendo establecer aquí. El hombre civilizado es la especie más sofisticada y evolucionada que los ríos han producido la lo largo de la historia. El binomio hombre/ríos se manifiesta en civilización y cultura. El espíritu del hombre civilizado, para sobrevivir en la libertad de opciones y en la capacidad de reflexionar sobre sí mismo, demanda tiempo perdido, ocio fecundo, pura vida contemplativa. Pero en la realidad actual de nuestra civilización occidental, el tiempo perdido es una
especie en evidente peligro de extinción. El “tiempo perdido” se destruye o se transforma hoy en Occidente en tiempo para todos los
negotia posibles de clara utilidad inmediata. El resultado más previsible a largo plazo es la tragedia inexorable de la deshumanización en proceso. Los hombres, sin el espacio y el tiempo necesarios para hacerse humanos cultos y civilizados, se convierten en otra cosa, en bárbaros o en esclavos. Lo explica con brillante sencillez Marc Fumaroli en el libro señalado más arriba: “Es en el apartamiento del
otium cuando se percibe en lugar de entrever, cuando se busca en lugar de repetir, cuando se contempla en lugar de agitarse, cuando se reconoce lo que el polvo de la impaciencia, los espejeos de las prisas y el peso del esfuerzo precipitado robaban a la mirada, aunque sea simplemente el hecho de estar uno consigo mismo, con los suyos, con los amigos, en el instante disfrutando por sí mismo. Este descanso en el que la vista se posa en las cosas y los seres, y que descubre lo cercano y el horizonte, siempre ha atemorizado a los tiranos, a los esclavos voluntarios, a los bárbaros. Éstos parece que no son menos numerosos hoy que en otro tiempo, pese a nuestros formidables avances científicos y técnicos y a la casi desaparición de la esclavitud involuntaria” (pág. 42).
El espíritu humano, desarrollado en la orilla de los ríos y los mares, necesita como principal alimento para su existencia la paradoja del tiempo perdido o del llamado “tiempo noble”, del
otium latino. La
vita contemplativa es así inherente a la alta cultura tal y como la hemos entendido hasta ahora. Los ríos, las costas y su entorno han favorecido la cultura y la civilización, posibilitaron en último término la existencia del arte, y por su puesto de la música. Sí, la música también precisa de tiempo reservado para el espíritu, Valéry
dixit, necesita de tiempo perdido, de ese tiempo perdido que sólo es susceptible de darse en la sociedades civilizadas, en los pueblos establecidos preferentemente junto a un río o junto a la costa. Y así por fin queda establecida la relación entre ríos y música, una relación que creo haber apuntalado con algunas razones de cierto peso, o al menos con algunas ideas no del todo incoherentes.