La voz de una conocida estrella mediática de las ondas me zarandea todos los días laborables a eso de las ocho y media de la mañana. No abro aún los ojos, y protegido por la calidez del edredón, mentalmente repaso lo que de mí espera ese día que lleva ya unas cuantas horas despierto y en marcha. Las catástrofes del mundo y de España, subrayadas por una familia entera de variopintos contertulios, me van poco a poco despabilando, sumándome a la corriente de los sucesos cotidianos, a su vorágine imparable. Al cabo de un rato, nunca muy largo, brinco de la cama, e incluso un poco asustado por los desastres que al parecer asedian durante ese mismo instante casi todos los confines del mundo, doy los pasos necesarios que me conducen hasta situarme frente a la ventana de la habitación. No corro la cortina que no tengo y levanto temeroso la persiana. Y de repente, como en el feliz comienzo de un nuevo sueño, me reconcilio con el universo entero. Todo continúa en su sitio, al menos en apariencia. Frente a mí, y desde la perspectiva espléndida que me proporciona la altura de mi modestísima atalaya domiciliaria, se extienden y contemplo dos mares distintos. Uno el formado por la geografía variopinta de los tejados de la amodorrada ciudad de Santander. Otro el verde, azul, gris, negro o transparente de las aguas veteadas a veces por la espuma hirviente de su bahía, ese escenario de ensueños y letargos que
José Hierro bautizó con poético acierto como “
una bahía de cámara”. Al fondo, como impertérrito director de escena, la doméstica mole de Peña Cabarga coronada por el monumento al indiano, sutil pesadilla de don
Gerardo, el poeta Diego, habitante sutil de bodegas y azoteas. Y detrás (últimos detalles ya del decorado), todo un despliegue de colinas y pequeñas montañas, y un cielo que cada cinco minutos es diferente en cuanto a su color, transparencia y presencia o no de nubes milagrosas y multiformes.
Bahía de Santander (fuente: http://centros3.pntic.mec.es)
Pero lo que de verdad me sosiega y reconforta tras el despertar mañanero es el mar, su visión a la vez hierática e imprevisible. El mar es elemento consustancial a mi educación sentimental, y empleo el término en el sentido en el que lo hizo
Gustave Flaubert en sus novelas. Cierro los ojos, rememoro el tiempo pasado, y en la secuencia de fotogramas que se proyecta en la pantalla blanca de mi memoria se revela el mar como presencia constante, diversa y significativa. La película que surge de mi memoria puesta en relación con el mar es rica en playas, olas, perfumes de salitre, barcos grandes y pequeños, botes y remos, velas desplegadas al viento, faros blancos y esbeltos por el día, faros invisibles en la oscuridad nocturna señalando su presencia con un guiño de luz larga y amarilla, algas verdes y rojas, sombrillas variopintas, cubos y rastrillos, palas de madera, toallas, anzuelos, sedales, cañas y aparejos, muelles, machinas, bikinis, rompientes, acantilados, el agua de la bahía santanderina puesta a hervir a borbotones por el viento sur, cremas bronceadoras, pieles femeninas tostadas por el sol, bocadillos de tortilla de patatas, ligerísimos balones, peces de muy diversos tamaños, gafas de bucear y aletas, arpones, cangrejos y quisquillas, deleitosos juegos eróticos entre dunas, lapas y percebes, erizos y estrellas de mar, quillas rompiendo entre espumas ligeras y blancas la superficie negra y tenebrosa de una inmensidad subyugante de la que no puedo apartar la mirada… Sí, el mar es parte intrínseca de mi propia vida, uno de sus rasgos y presencias más determinantes y definidoras. Estoy habitado, vivido, inundado por el mar; tanto por el mar masculino como por la mar femenina, distinción de género que siempre me irritó escuchar en la salmodia impostada y verbenera del
poeta Alberti, cuando decidía disfrazarse de ese otro poeta, Rafael, que casi infantil esperaba en su vejez la aprobación unánime del público más mitómano.