Hasta ahora en mi existencia material la presencia sinuosa de los ríos no tiene prácticamente importancia. Apenas palpitan en mi memoria unas escenas confusas e infantiles de baño en algún recodo profundo del Pisuerga palentino durante un verano de calor infernal, o el divertido y arriesgado descenso juvenil y deportivo de algunos ríos en Cantabria y en los Pirineos aragoneses, hace de todo esto por lo menos una o dos eternidades.
Los ríos con mayor presencia en mi vida son los de ficción, y entre estos los de acción cinematográfica. Cito a vuela pluma, como si estuviera de tertulia antigua y casera, sentado al calor del brasero generoso de una mesa camilla con tapete de ganchillo en una lluviosa tarde de invierno, esperando goloso la humeante taza con chocolate espeso y el plato rebosando picatostes.
Pienso sin ir más lejos en los tres viriles ríos de
Howard Hawks,
Río rojo (1948),
Río Bravo (1959) y
Río Lobo (1970), los tres con el mito
John Wayne ofreciendo clases magistrales de cómo se anda con revólver al cinto, los tres ofreciendo la abierta paradoja de planos más bien escasos de agua. Pienso también en la mirada profunda y cristalina de
Maureen O’Hara cuando se detiene en la figura a la vez distraída y arrogante del coronel Kirby Yorke (John Wayne) en
Río Grande (1950), el único río del maestro
John Ford. Y cómo me hubiera gustado enamorar en silencio, con inequívocos gestos de hombre templado y poco hablador, a la voluptuosa rubía
Marilyn mientras navegamos acosados por las fieras flechas de los indios por un peligroso
Río sin retorno (
Otto Preminger, 1954), como hizo
winchester en mano el bueno de
Robert Mitchum, uno de los mejores en eso de contar largas historias completamente callado. Tampoco me quito de la cabeza el pequeño vapor
La reina de África (1951), toda una montaña rusa de paisajes y sensaciones en la que los en principio irreconciliables
Bogart y
Hepburn terminan por enamorarse calados hasta los huesos por las aguas de los rápidos africanos, siempre bajo la atenta mirada de
John Huston, un cazador blanco de corazón negro. Y cómo no sentir aún en estos instantes la sensación física y metafísica de horror (
el horror!, el horror!...)
, mientras la mirada de
Francis Ford Coppola en 1979 nos conduce aguas arriba por un dantesco río vietnamita en busca de Kurtz, y oímos a lo lejos, como una letanía apocalíptica, a
T. S Eliot recitando versos, a las valquirias wagnerianas cabalgando la muerte en picado, a
Joseph Conrad cruzar definitivamente la
línea de sombra, y a los
Rolling Stones proclamar a los cuatro vientos que no obtienen ninguna satisfacción.
Río Cubas (foto en paseo por el río: http://www.ambiental-hitos.com/ambientalitos/hito12.htm)
Pero olvidemos la ficción y retomemos de alguna manera la realidad. El único “río tangible” en mi recuerdo es el Cubas, una modestísima corriente de agua dulce que acaba desembocando en la bahía de Santander, más o menos bajo el puente (así me gusta creerlo) que une las localidades de Pedreña y Somo. En mi experiencia de vida el río Cubas se constituye en algo así como mi Amazonas personal, mi inquietante e intransferible río Congo por el que navegué de niño creyendo en silencio que me adentraba en el mismísimo corazón de las tinieblas de un Joseph Conrad que entonces desconocía; mi breve Misisipi en el que me soñé más de una vez un despreocupado y feliz Tom Sawyer.
En el río Cubas hay que adentrarse durante las grandes mareas de septiembre. Entonces es abordable hasta muy arriba, y permite el viaje en embarcaciones de cierto calado. Lo que más me gusta de este río es que en un abrir y cerrar de ojos te transporta a otro mundo, a otra dimensión paisajística que permite reencontrarte en soledad con una naturaleza abigarrada, descuidada, sólo vigilada de refilón por el hombre para que no se vuelva de verdad salvaje. Les cuento, tengan un poco de paciencia.
Te encuentras de mañana tomando café en una de las terrazas del santanderino Paseo de Pereda. Contemplas distraído los miradores de los edificios decimonónicos que te observan como perfecta materialización de décadas y décadas de afanes civilizados y burgueses. Por la calle deambulan centenares de personas ajetreadas con periódicos bajo el brazo, consultando páginas
web en el iPhone o en el iPad, hablando concentrados por el móvil, llevando sofisticadas bolsas con las mismas prendas o aparatos que uno podría adquirir en
Nueva York,
París,
Berlín o Hong Kong. Te levantas de la silla, das la espalda a los edificios, cruzas la avenida, te acercas al muelle y te dejas caer en el interior de una barquita. Los restos del café que acabas de dejar aún no se han enfriado en lo que has tardado en llegar a la embarcación. El pequeño motor se pone en marcha y te adentras en las aguas de la bahía. En poco más de media hora te sitúas en la entrada del río Cubas, y en otra media hora avanzas ya muy despacio por una sendero angosto de agua, esquivando a duras penas ramas y vegetación silvestre, escuchando la música del viento mientras juega en las copas de los árboles, o el murmullo quedo de seres invisibles y el estruendo atronador del silencio. Sientes de repente la emoción que intuyes en los exploradores, esa falta de control de la situación que proyectas en toda lograda vida aventurera. Tu cuerpo y tu mente se inundan de una especie de miedo tranquilo a lo que no controlas, a lo que se sitúa fuera de tu alcance y comprensión. Es un desasosiego que te insufla vida, que te hace sentir radicalmente vivo. El modesto río Cubas es mi río, mi única experiencia real y vivida de lo que es un río sin domesticar por las manos de lo urbano.