Me encontraba en mi despacho mirando con fijeza el techo blancuzco y con la mente casi por completo en blanco. He escrito casi, casi en blanco, porque me he de confesar que en realidad me estaba acordando de
Philippe Merlo, y no quiero ahora precisar en qué términos. “El creador y su crítico: Manipular Travestir”, había propuesto meses antes el profesor Merlo para este encuentro en Lyon, y yo buscaba en la blancura del techo por donde hincarle el diente a tamaño asunto, por donde escapar dignamente del atolladero.
Harto de mi inoperatividad, por fin decidí hacer algo, lo que fuese, con tal de encontrar un hilo conductor argumental para unos folios que no fuesen del todo sonrojantes ni para mí ni para ustedes. Me levanté de la silla giratoria, cogí de un estante un deteriorado ejemplar de la decimoctova edición del
Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, año 1956, por cierto, el único diccionario que había a mano, y busqué, casi seguro de no encontrarlo, el verbo travestir. En efecto, las páginas no registraban el verbo, pero justo encima de la palabra “travesura” (me hizo sonreír la vecindad), sí venía el adjetivo Travestido/da (del italiano
travestito), adjetivo que significa “Disfrazado o encubierto con un traje que hace que se desconozca al sujeto que usa de él”.
La ya inevitable y superficial consulta en internet también dio sus pequeños frutos.
Travestir: disfrazar. Pero en esta ocasión el diccionario electrónico aportaba un matiz mucho más interesante, al menos a priori: “vestir a una persona con la ropa del sexo contrario”. Sin embargo, estas consultas no me sirvieron de mucho. Nunca me gustó disfrazarme, y siempre he huido de la celebración del Carnaval como quien huye del mismísimo diablo. Tan sólo me recuerdo asistiendo a una fiesta infantil vestido de futbolista del Racing de Santander, disfraz a todas luces discreto y llevadero. Y cuando he rebuscado con ahínco en mi memoria, en ningún momento me he podido ver a mi mismo vistiéndome con algún ropaje de mi señora madre, ni siquiera probando la altura de alguno de sus zapatos de tacón. Debí ser un niño, un adolescente, un jovenzuelo de lo más aburrido. De eso ya no me cabe hoy ninguna dura.
Ya por completo desesperado, y pensado que una vez más le iba a fallar a un buen amigo, en este caso al profesor Philippe Merlo, la tenue blancura del techo me dio la solución, o al menos una senda para salir del insondable pozo negro, “El creador y su crítico: Manipular Travestir”, ante el que me hallaba. Si tienen un poco de paciencia, más adelante les aclararé la solución con la que me topé durante mi desesperación. Ahora déjenme disfrazarme, incluso ponerme algo de maquillaje. Les cuento, y les cuento con respecto a mi último libro,
La lengua ciega: “La lectura de algunos poetas y pensadores, ¿acaso no es el poema un pensar?, me sugiere la idea de que la mejor poesía, la de más peso, siempre se nos muestra como una escritura vertical, perpendicular a las palabras, reveladora en su aparente penumbra de significados ocultos. El poema ve.
Otras poéticas desnatadas tienen como rasgo más definidor su horizontalidad, son escrituras que se acogen a una dócil y plana transparencia; en ellas, el decir está encarrilado, no genera dudas, se limita a buscar la complicidad del lector, el trueque fácil, el pacto amable; poesía, por tanto, continuista que dice lo dicho sobre lo dicho y en la que el poema no desvela el ‘saber’ sino que lo atasca en su discursiva horizontalidad. Y los lectores queremos ‘saber’, incluso ‘saber’ lo que el poeta tal vez no sepa.
Fue la lectura de la obra de un extraordinario poeta argentino,
Roberto Juarroz, quien recogió su extensa obra bajo el título
Poesía vertical, la que me hizo ver la necesidad de una escritura también vertical, de vértigos hacia arriba y hacia abajo, que huya de los espacios poéticos fosilíferos, de las transitadas autopistas de lo convencional o de lo ‘poetizante’; una poesía exiliada de la vacua normalidad, incluso de sí misma. Me explico.
La poesía es uno de los géneros de pensamiento más poderosos. La mejor escritura posee una extraordinaria capacidad incisiva, ejerce una potente verticalidad a la hora de excavar en las palabras, indagar en sus significados, conformar extrañas asociaciones de conceptos, explorar las capacidades semánticas de la lengua y hasta de la misma sintaxis para construir un código propio, una lengua nueva y no meramente instrumental en la que la palabra se vuelva aquella ‘luz no usada’ de
Fray Luis de León.
La mejor poesía se muestra, pues, como algo imprevisible para el lector, que se ve sometido a una reevaluación del discurso, a participar de la sublevación de las palabras ante esa impostura que rotulamos como orden. Como dice Juarroz: ‘el poeta es un cultivador de grietas’. Y es precisamente ahí, en esas grietas, donde la escritura poética más verdadera se sitúa, en los intersticios donde la lengua se quiebra, se vuelve sobre sí misma, se ‘pregunta’, se ‘hace’.
De este modo, el poema nos obliga a una lectura detenida, tensa y a la vez intensa; una lectura exigente y no convencional o codificada. Hablamos de una poesía vertical en el sentido de poesía escrita contra la costumbre del lector para adentrarse en las orografías discontinuas de la extrañeza. El poema no trata de seducir, más bien trata de interrogar al lector, desviarlo del ‘curso', del ‘uso’ poético.
No quisiera dejar de comentar muy brevemente algunas de las consideraciones que en el
prólogo de mi último libro,
La lengua ciega, expone el escritor y académico
Álvaro Pombo. Afirma el autor de
El metro de platino iridiado que ‘los significados de los textos de este poeta (yo) no se dan en primer término (...), sino que tienen que ser obtenidos al final de la lectura’. No alcanzo a entender en su totalidad esta aseveración del magnífico novelista y poeta, por otra parte válida para todos los textos que, como ‘tejidos’ que son, a su vez se descomponen en textos menores cargados de significado. Tampoco creo que mis poemas se construyan palabra a palabra, como dice Pombo, sino que, en mi opinión, están conscientemente enhebrados y no sólo para desembocar en un significado final o conclusivo. En la escritura quebrada de la “lengua ciega”, el poeta (yo), mediante una personal actividad asociativa y a través del manejo en la fluidez de planos, nos sitúa frente a un discurso que, si bien suele concluir en una frase que cristaliza lo dicho, en absoluto las palabras se nos presentan como meros significantes deshilvanados. ¿Acaso no es la propia realidad la deshilachada alfombra que pisamos?
La lengua ciega es una sinestesia que define perfectamente lo indecible del ver o, mejor dicho, las oscuridades sobre las que discurre nuestro decir. Afirma el poeta y crítico
Miguel Casado en su excelente libro
La poesía como pensamiento que, ‘llenas de historia y de conveniencias sociales, las palabras del uso están vacías de realidad, no nombran.
Desdecirlas es encontrar su núcleo de vida’.
Poesía cósmica y telúrica, de corte irracionalista, llena de elipsis e imágenes inéditas y visionarias (de ahí su luminosa oscuridad, su luz oscura), en
La lengua ciega se quiebra lo narrativo, se ‘desdicen las palabras’, se disloca la sintaxis, se nos muestran los ángulos de esa lengua ciega ‘frente a su campo en extinción’. Por un lado, el poeta desordena las piezas del tablero poético, avanza subido a las palabras que ‘hilvanan humo’ en busca de la luz, uno de los conceptos fundamentales y recurrentes en este libro. Hay, por otra parte, una insistencia en la idea de ‘sed’ como distancia, sed que ‘divide con suave música de vendimia’; “sed que se agrieta”. A través de una “lengua ciega”, de un decir en vilo y a tientas por la realidad, el poeta (yo) busca la luz, una luz que a veces se torna ‘severa’ o sin esperanza; de ahí los “bosques que están siempre huidos” o “la traza muerta que acoge siempre la misma nieve”. En
La lengua ciega la significación no precede a la construcción verbal sino que emerge de ella en su oscilante magma que aspira de lo indecible a lo decible. La realidad poética y la realidad real se presentan como resultado de la tarea inventiva del poeta.
Juan Antonio González Fuentes: La lengua ciega (DVD, 2009)Dividido en tres secuencias poéticas: los dieciséis poemas que componen ‘Música de vendimia’; los quince de ‘Los bosques huidos’ y los dieciséis de ‘La misma nieve’, en
La lengua ciega se nos habla del decir y del ver, dos maneras de expresar y de entender el mundo, ese mundo en el que se construye, a través del ‘diálogo con las cosas’, la identidad del poeta: ‘soy lo que me rodea’. Y es que toda identidad no deja de ser un producto verbal; las palabras conforman ese frágil andamio de certezas sobre el que nos movemos y nos deslizamos. En el gran Texto podemos leer que el Verbo se hizo carne, o, lo que es lo mismo, que la palabra se armó de cuerpo, se puso el cuerpo, que diría César Vallejo, para comprenderse como ser. Siempre hablamos y decimos para ver, para vernos y para que nos vean.
Los títulos de los poemas de este libro son muy breves: una, dos o tres palabras le bastan para condensar la esencia de lo que va a poetizar, para dar pistas sobre el contenido o para iniciar la materia en la que quiere profundizar. Sólo cuatro poemas tendrán un título que se salga de esta pauta, entre ellos el más extenso de todos: ‘Confirmo y subrayo (Homenaje inútil a
John Ashbery)’, que además resulta el más narrativo y complejo, pues pasa de confirmar que un libro o un poema son como una caja china, a subrayar que un nombre se inscribe en el coro silencioso a donde nunca se llega, para finalizar reflexionando sobre el tiempo que cae libremente por la pendiente en el camino que va hacia nosotros. El poeta (yo) plantea una epifanía de la materia, que cristaliza en paisajes anímicos teñidos por un frágil cromatismo. Este recorrido pautado de bifurcaciones y encrucijadas, reproduce el tránsito hacia la iluminación. Sin embargo, la voluntad ascensional contrasta con una aspereza declarativa que impide traducir en palabras la impresión del deslumbramiento (‘Luz severa’). Este fracaso conduce a la alteridad (‘Otra voz’) y al silencio (‘Sólo silencio’), metaforizados en la imagen del blanco y en el inaudible sonido de la naturaleza, respectivamente. Luz y sombra, piedra y cielo, elevación y caída conforman los núcleos significativos de una travesía que –como la de Ícaro– culmina en el ‘filo aéreo de la piedra’.
La lengua ciega plantea una indagación de distinta índole sobre el sentido de la palabra, “llama la atención” por su densidad conceptual; se trata de una obra que requiere del lector un esfuerzo cómplice, una lectura atenta e inteligente. ‘Las palabras señalan sus cimientos’, afirma el poeta (yo) en su ver más allá, en la ceguera de la lengua, en la luz de las sombras “que nos son iguales”. En mi opinión, ese poder deíctico de la lengua nos dirige hacia ciegas raíces, hacia los pozos oscuros donde el lenguaje se hace, como si la palabra, sedienta, ansiara salir de la caverna platónica, de la gran topera en que vivimos y buscar una luz inextinguible. Sin embargo, el poeta (yo) sabe que la lengua es insuficiente para iluminar el camino y avanza, a lomos de ella, tanteando las sombras de lo que se va, de lo que se ‘es’ y ‘se siente’, con la extrañeza del insomne.
Pero no soy un poeta de lo oscuro, más bien mi poesía se caracteriza por definir esa luz apagada de las cosas, lo que está en la parte no iluminada, el envés del mundo. La lengua busca nombrar, ‘ver’, atrapar la sustancia (por emplear un concepto muy pombiano) de lo que se va o de lo que sucede.
Soy un poeta que define la luz en la oscuridad y que se muestra de una manera no convencional, sin perseguir musicalidades, ritmos solemnes o acentuaciones llamativas. Más bien lo contrario, persigo la dureza en el decir, afiló las palabras como las ideas, me muestro aparentemente frío ante el hecho poético, pongo distancia entre las palabras.
Situar mi modernidad como la de un poeta próximo a la poética del
silencio y a
Valente, al epitafio y al moderno poema en prosa, al aforismo del callar y decir desde cierto hermetismo, es hablar de situar una introspección y del envés de la trama. De poetas que han adentrado un lenguaje y un saber decir desde el recorte. O si se prefiere, de las poéticas más delicadas en el campo de batalla de la desolación de esta escuela que a veces es narcisista y monotemática en ese registro. Aunque lo hagan solventemente.
En cualquier caso
La lengua ciega, de significativa inadecuación sinestésica y elipsis hermética, traza desde el comienzo el sentido del decir desde la paradoja y las poéticas herméticas, amén de la tradición esencial de donde bebe. En cualquier caso este poemario supone una definición del estilo de sinapsis, síncopas y rupturas sintácticas de poemarios anteriores hacia un mayor acendramiento del sentido desde el saber decir. Creo que desde la madurez he sabido evitar cierto palabreo hermético proveniente del cortar y pegar, de la manufactura o marquetería más o menos vanguardista, prospectiva o pretenciosa en los peores casos, de quien sin un discurso claro, prueba con una voluntad de estilo que quiere tapar la tentación de la naturalidad que en su caso a veces cabrillea. He encontrado un decir sobre ella, un estilo, que en los mejores momentos muestra las virtudes de quien posee referentes muy claros, obsesivos en lo desolado, y una fórmula hecha con oficio y sin manufactura tras los ensayos previos.
Y no es que
La lengua ciega no deje de hablar del
agujero negro como postura inicial del discurso. Así en el poema “En mi voz” se expresa:
Se acoge mi voz al verdor abierto de la muerte entera, esa es la
sal del discurso, el camino de quien tiene una
sangre incapaz de
levantarse en vuelo. Funambulismo entre dolor y súplica que alterna en ese diálogo donde
el daño se revela la semilla de la poética. En este sentido el simbolismo oscuro ha sabido escapar del hermetismo confuso para decirse desde un perfil decantado ahora, tal y como lo fue en otras ocasiones, con una lucidez otoñal que sabe de las contigüidades,
soy lo que me rodea, y construir esa mirada atenta al matiz y al interior: al sentimiento del gris, a la nube escarlata, al gotear del día con
brillos secos de hierbabuena, de quien entre tantos ejemplos muestra la cualidad de la contemplación (dijo
Wordsworth) y del acendrado sentir. Pero todo con un sabor abisal, como en el sucinto
Último sol Un ondear entre las flores/ en las manos/ el hierro triste del último sol.
Recogimiento y desnudez de quien no encuentra signos sino el
eco sin mensaje del
superviviente (el
mendigo humo del mar como amor que ilumina en la contemplación de lo inasible: la huída de quien ofrece sus brazos queriendo retener algo,
ofrece brazos para aferrar el día, recogimientos y delicadeza como resistencia o desde un estilo que desea ser resistencia. Sí, la fuga o la huída de tanto y la necesidad de tentar otra morada,
como nunca hacia dentro, forman buena parte de lo dicho de esta poética agónica a la que falta crispación, aunque no haya resignación, sino herida. La del contemplante que ve desde la naturaleza la fuga, la ilegibilidad del sentido y encuentra correspondencias en los elementos sin semiótica, en el garabato frente al signo, o en el aire que da lección. Al buen poeta esencial hay que encontrarlo en esos parámetros, en esas soledades del suplicante. En esas coordenadas encuentro mi decir frente a otros vericuetos herederos de libros antiguos, y que ahora ya no lastran tanto una poética muy atractiva cuando se ciñe a esa delicadeza esencial de un contemplante absorto en el fugaz patrimonio de las cosas, o en el sinsentido de las alegorías. Cuando desenreda el laberinto y no quiere decir de más. Con todo he emprendido un esfuerzo estilístico donde la desnudez y la concisión entablan un diálogo extraño para el lector común, que exige lo especializado. Un decir roto o fracturado, más que fragmentado, hacia la opacidad. Y aunque no queramos volver a
Robert Burns también debemos encontrar el sentido de la fractura, a no ser que ya no se quiera decir más”.
A estas alturas del discurso estoy convencido de que los presentes, una de dos, o han desconectado hace rato, o si no lo han hecho, están pensando en silencio y educadamente que he perdido por completo el juicio (en el mejor de los casos), o que soy un completo memo, un perfecto fantoche (en el peor).
¿Cómo puede decir este cretino (yo) las cosas que de sí mismo está diciendo?, ¿cómo puede hablar así de su propio libro? Es completamente idiota. Y tendría que darles a todos ustedes la razón si así pensasen, pero no puedo hacerlo porque no he sido yo el que ha estado hablando desde que les anuncié que iba a disfrazarme, que incluso iba a ponerme un poco de maquillaje, el maquillaje del yo, cuando ha sido necesario. Y es que eso es precisamente lo que he hecho. Me he disfrazado para manipular, me he puesto las ropas de otros para hablarles a ustedes de
La lengua ciega, me he travestido de crítico/crítica, y acabo de leerles, todo revuelto y mezclado se lo aseguro, párrafos que en estos meses han escrito otros acerca de lo que yo he dejado escrito en un libro. Es decir, el creador (yo) se ha disfrazado/travestido de crítico, y durante unos instantes ha jugado al engaño, ha cometido una “travesura”, a todas luces una manipulación, algo quizá poco plausible y que espero sepan perdonarme. He jugado a ser crítico de mí mismo, a disfrazarme, probablemente con una necesaria intención infantil, para acabar hablado de lo que he escrito, ya saben, parodiando esa en España famosísima escena televisiva protagonizada por
Francisco Umbral, “¡he venido a hablar de mi libro!”, pero lo he hecho disfrazado con rasgos de otros.
¿De qué otros? Pues les cuento. Me he puesto la perilla y las gafas de
Luis García Jambrina, aquí presente (suplemento cultural del
ABC); el
spleen poético-intelectual de
Luis Bagué Quílez (diario
Información, de Alicante); la mirada de
Julia María Labrador Ben (
Los Lunes de El Imparcial); la sonrisa pícara de
Nuria Rodríguez Lázaro (
ojosdepapel); la calva monda y lironda de
Rafael Morales Barba (
Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo); la nariz sagaz de
Fernando Abascal Cobo (revista
Quorum); y la ironía seria y santanderina del señor
Pombo, don Álvaro.
Este ha sido mi disfraz, esta mi travesura, mi puesta en escena como artero manipulador travestido. No me lo tengan muy en cuenta. Ya se lo agradezco de antemano, y dejo caer el telón sobre el escenario.