Hasta
1930 en los países occidentales se moría en casa rodeado de la familia y
confortado por clérigos, vecinos y médicos. A mediados del siglo XX la mitad de
los norteamericanos moría en algún hospital. En la actualidad únicamente el 20 ó
25% de la población fallece, en los países desarrollados, fuera de una
institución hospitalaria.
Preocupado
por la compleja problemática que hoy día acompaña el final de la vida, Broggi ha
escogido la perspectiva de la bioética para escribir un texto novedoso, valiente
y no exento de sensatez. El terreno sobre el que están construidas estas páginas
no es exactamente el de la ética médica. No estamos ante un texto dedicado a los
problemas planteados por la práctica de la medicina en relación con la muerte.
De lo que se trata es de examinar, desde una perspectiva más amplia, los
problemas morales derivados del avance de la ciencia en relación con las nuevas
exigencias de los derechos humanos.
Por
una muerte apropiada
plantea la necesidad de aceptar un hecho inevitable para de inmediato decidir
cuáles son las mejores decisiones que suavizan esos momentos y las formas de
ayuda a nuestro alcance. La vivencia de la muerte próxima es penosa y “nos llena
de rabia”. Tras sentar ese principio Broggi comienza a proponer un minucioso
plan de ayudas. La primera es proporcionar al enfermo una compañía “solidaria y
comunicativa que le evite la soledad”. Familiares, amigos y, en la parte que les
corresponda, profesionales deben aportar hospitalidad con empatía, coraje y
lealtad. La empatía se hace imprescindible en un proceso en el que la noción que
el enfermo tiene del tiempo cambia y se altera.
Consolar
al moribundo no debe impedir que sus derechos se respeten tanto en su dimensión
privada como pública. Una “muerte digna” hace necesaria la capacidad del enfermo
para tomar sus propias decisiones, incluida la capacidad de negarse a una
actuación médica. “Nadie, afirma Broggi, puede obligar a nadie a continuar
viviendo contra su voluntad”. El enfermo debe tener la capacidad de suspender un
tratamiento no querido o, en su caso,
la alimentación, la hidratación o la respiración
artificiales.
En
la presentación de derechos planteada por Broggi cobra especial centralidad el
documento de “testamento vital” destinado a proteger la voluntad del enfermo
terminal. La ley catalana del año 2000 le dio el nombre de Documento de
Voluntades Anticipadas, texto que en su formulación estatal de 2002 recibió el
título de Documento de Instrucciones Previas (DIP). Ante notario o frente a tres
testigos dicho texto cobra validez y puede ser incorporado al historial clínico
del paciente. De los derechos y deberes ante el documento se ocupa el autor con
todo detalle.
Se
cierra este volumen con la polémica cuestión que se plantea cuando el dolor se
presenta con fuerza en el trance final y la sedación o la eutanasia se cuelan en
el horizonte del paciente, de su familia y de los profesionales. Broggi señala
que las “buenas prácticas” comienzan por trata de evitar el dolor recurriendo a
la analgesia que sea necesaria. “La utilización de opiáceos es un parámetro de
calidad de la asistencia. Un país que los utiliza poco, como es el nuestro, es
un país que no trata bien a sus enfermos moribundos”.
Partidario
de la sedación como fruto de una decisión razonada y compartida, la eutanasia
queda situada en otro margen bien distinto. Una cosa es mitigar el sufrimiento y
otra muy distinta provocar la muerte. Llegado este punto el lector percibe la
incomodidad del autor y entiende muy bien el blanco del arquero de este volumen:
acompañar y mitigar el trance de la muerte, algo para lo que el lector está
mejor preparado tras la lectura de este volumen.