Parte
de este dinero lo ha usado para mantener a la desmesurada burocracia, para
sobornar a cúpulas y aun a masas sindicales (maestros, petroleros, etc.)
que fueron pilares del sistema corporativo y hoy son un lastre que sigue
cobrando o retando al Estado y lesiona a la sociedad en la lógica del secuestro
y los rehenes.
Existen
fuerzas, como los paramilitares de las organizaciones criminales, que retan al
Estado y lo han suplantado en vastas regiones del país. Otras tienen un rostro
más “político” (APPO, anarquistas) y se escudan en los derechos humanos y en la
debilidad de los gobiernos, para ejercer presión a base de la violación
sistemática de derechos del resto de los mexicanos: el derecho a la educación de
calidad, al libre tránsito, a la integridad personal y patrimonial,
etc.
En
el otro extremo del abanico social, los “poderes fácticos” presionan a los
gobiernos de manera más discreta pero también más efectiva, a través de “sus”
legisladores, de los que sin ser suyos, les temen y de no pocos funcionarios
medrosos. Por eso le hicieron fuertes “ajustes” a la reforma de las
Telecomunicaciones y hay un intenso cabildeo para que no se suprima la
consolidación fiscal ni se graven las ganancias de la bolsa.
¿Qué
puede hacer un Estado pobre y debilitado para mejorar el ingreso, la
distribución y la calidad de vida de las personas?
Lo
que intenta hacer el gobierno de Peña
Nieto: procurar
acuerdos con las fuerzas políticas en torno a un conjunto de objetivos comunes y
tratar de gestionarlos a través de las instituciones.
Eso es el Pacto por
México, en cuya esencia está la negociación legítima entre
personas y organismos con intereses distintos y a veces opuestos. Y si algo ha
perdido el sistema político desde los últimos lustros de la era
priista y, sobre todo, en los 12 años de la pesadilla panista, es la capacidad
de negociación.
Lo
que puede hacer un gobierno es procurar acuerdos, porque somos una sociedad más
heterogénea que en el siglo XX y porque la gobernabilidad democrática depende de
que la mayoría ejerza su derecho pero trate honradamente de satisfacer los de
las minorías, dentro del orden jurídico.
En
los Estados despóticos o autoritarios, las decisiones provienen de la voluntad
del gobernante y todos deben acatarla a riesgo de sufrir represión, lo que es la
antítesis de la institucionalidad. En el Estado democrático, en cambio, la
constitución y las leyes, la división de poderes y, en México el inacabado e
imperfecto sistema federal, son esenciales.
Sin
reformas a las instituciones, a través de las propias instituciones, el gobierno no tendrá suficiente dinero ni suficientes
atribuciones legales para combatir la desigualdad a través del sistema
tributario y de fuertes inversiones en educación, salud y energía. Sin
legitimidad ni dinero, el Estado no puede someter a los poderes fácticos, desde
monopolios hasta cúpulas sindicales.
Por
eso hay que discutir las reformas pendientes e incluso propuestas
alternativas a las del pacto, pero hay que proponerlas, discutirlas y
adecuarlas no a los prejuicios de los más fuertes, sino al equilibrio real de
fuerzas políticas en el país.
Doy
por supuesto que las propuestas del pacto no son plenamente satisfactorias para
ninguno de los partidos, pero que en esencia recogen lo que
los tres firmantes consideran prioritario. Otras fuerzas
políticas pueden no estar de acuerdo con esas reformas, pero las instituciones
son el espacio para debatirlas, como se ha ejemplificado en el foro sobre la
reforma energética, abierto en el Senado, que en su primer día escuchó las
razones de uno de los principales impugnadores a la propuesta del pacto:
Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del presidente que expropió los activos de las
compañías petroleras.
Los
poderes fácticos, el crimen organizado y el lumpen sindical, nunca van a
discutir abiertamente; van a presionar, a ejercer la violencia y a movilizar
masas de desheredados. López Obrador es un caso representativo: descalifica el
foro porque lo tacha de ficticio y, por supuesto, se abstiene de participar en
él. No aprendió en 2006, que su gran tropiezo en el camino a la Presidencia de
la República, fue descalificar y dejar vacío su lugar en el debate televisivo.
Con buenos reflejos, el PAN montó apresuradamente una campaña sucia y llevó a
Calderón a Los Pinos, aunque por una diferencia estadísticamente
irrelevante.
Es
posible que AMLO piense que hay que cambiar las bases del sistema, pero eso no
se hace desde la plaza pública, sino con las armas, y López Obrador ha dicho que
la suya es una resistencia pacífica. A mí me parece que su descalificación lo
margina una vez más de la política y reduce sus posibilidades de influir en la
decisión que tomarán las demás fuerzas políticas.
En
este ambiente tan embrollado, Cárdenas se está erigiendo en el líder de
la
izquierda, aunque se asemeja a AMLO cuando afirma que
“digan lo que digan” la reforma energética propuesta por el pacto es
privatizadora. La expresión “digan lo que digan” invalida toda discusión, pues
la verdad ha sido dicha.