Dos
comparaciones en ese mismo prólogo que citamos con el dictador dejan a las
claras las intenciones de quien es a su vez el mejor biógrafo que el
generalísimo ha tenido. Para Preston, Franco y Carrillo compartían “un afán por
reinventar y enriquecer constantemente la historia de su vida” y una “crueldad”
innata utilizada para medrar y acrecentar su poder a costa de otros. Con la
diferencia, claro está, de que el autoproclamado ‘caudillo’ desató una guerra
civil y gobernó con mano férrea todo un país durante cerca de cuarenta años,
mientras que Carrillo fue el líder de un partido en el exilio.
Es
una lástima que el libro, muy parco en su vida privada frente a la exuberancia
mostrada hace años respecto a Franco, no permita vislumbrar los orígenes
psicológicos o personales de esta ambición sin límites que le llevó en pocos
años a ser el más fiel ‘apparatchik’ al servicio de Moscú y decidir sobre la
vida y la muerte de todos los comunistas españoles que se cruzaron en su camino,
desde los oscuros guerrilleros que se adentraron en la suicida invasión del
valle de Arán, hasta los sofisticados intelectuales como Fernando Claudín y
Jorge Semprún, a los que defenestró y purgó de sus filas para más tarde
apropiarse de sus ideas.
El
retrato que emerge de las páginas es el de un hombre entregado a una constante
vindicación de su papel central en la historia del comunismo español y, por
extensión, de la propia España. Carrillo fue una engrasada máquina de adaptación
a las circunstancias y un astuto oteador de cualquier disidencia que hiciera
frente a su poder. Sin duda a muchos lectores les parecerá una imagen poco
amable de quien fue llegado a ser considerado un ‘tesoro nacional’ por parte
incluso de sus rivales ideológicos, pero el historiador enfoca de un modo
realista su modo de hacer política sin escrúpulos. Dos frases del biografiado a
modo de epitafio enmarcan el libro: “El arrepentimiento no existe” y “Un
político no puede decir la verdad”.
Ya
que el maquiavelismo no aconseja decir la verdad, el historiador debe intentar
hacer ciencia entre la niebla del disfraz. Preston entra sin miedo en el oscuro
pasaje de las conocidas como ‘matanzas de Paracuellos’ y lo hace una vez más –ya
abordó el asunto en El holocausto
español- para recordar que desde su puesto de máxima autoridad de orden
público en el Madrid asediado por las columnas militares del bando sublevado es
“imposible” que Carrillo no supiera que cerca de 2.500 personas fueron fusiladas
sin juicio previo bajo la sospecha de ser elementos derechistas. El historiador
sitúa a Carrillo en la reunión donde se abordó la decisión y en connivencia con
las milicias de la CNT-FAI que en muchos casos llevarían finamente a cabo las
ejecuciones.
Otros
episodios igualmente oscuros, como las purgas estalinistas que llevó a cabo
hasta los años cincuenta para acoplar sus directrices desde el exilio a la
situación en el interior de la península, desfilan por las páginas poniéndole al
frente de brutales interrogatorios aprendidos de los propios servicios secretos
soviéticos y las órdenes directas de desaparición –es decir, ejecución- de
guerrilleros y disidentes.
Esta
cruel tenacidad en mantener su parcela de poder al precio que sea encuentra su
continuidad en su taimada maniobra para apropiarse de la idea del
‘eurocomunismo’ esbozada antes con lucidez por Claudín y Semprún para, al mismo
tiempo que los expulsaba, conducir al partido a los postulados por los que sería
conocido durante la Transición: moderación, posibilismo y cooperación para
evitar provocar a las fuerzas vivas de la dictadura.
Estos pactos y acuerdos, alabados por muchos por su sensatez pero adoptados
desde el más intransigente personalismo, desmoralizaron sin embargo a la
militancia de un partido que se sentía ninguneada y creía que la formación había
malbaratado su programa y principios. Los malos resultados electorales acabaron
por dar la puntilla a su carrera política activa.
Lo
que le queda a Carrillo es un largo epílogo en el que a traves de memorias, travrillo es un largo
epser partido, conducior servicios secretos soviaciñe en muchos casos
llevarPreston entraés de memorias, entrevistas, documentales y sus
numerosas colaboraciones en prensa y distintos medios de comunicación va
forjando su figura de entrañable hombre de estado. “Un hombre solo”, advierte
Preston, quien se permite recordar que el mito de la izquierda traicionó no solo
a sus colaboradores más cercanos sino incluso a su propio padre, Wenceslao, a
través de una infame carta que hizo pública para asentar su posición ante el amo
de Moscú en los difíciles años cuarenta.
Una
lástima que las prisas de un historiador tan solvente nos impidan de momento
bucear con mayor generosidad en un personaje crucial para entender algunos de
los males que achacan a la política hoy en día, como son el excesivo peso del
aparato sobre la militancia y el poco valor que se da a los procesos
democráticos internos y al peso de las opiniones que divergen de la línea
oficial del partido.