Tan invisible es la auténtica
realidad como las artes de engaño ficcional invisible que maneja el buen
escritor. “Engaño ficcional” y “rendimiento por página”, parámetros que alcanzan
en este libro elevadas cotas. Se trata de echar cuentas:
Muñoz
Rengel se sirve tan solo de dos personajes
troncales a los que dedica capítulos alternos y con ellos arma una novela
urticante e incómoda, que escarba en cuestiones tan inasibles, complicadas,
antiguas, y trilladas como son la identidad, la existencia del doble y la
percepción de la realidad (y eso sin recurrir a tramas retorcidas ni giros
copernicanos, ni a los materiales ambientales del thriller sicológico). En la
faja/cinturón que abraza el libro se dice de esta obra que es “una inquietante historia en la que vuelve a
alterar los géneros y sorprender al lector”. La frase, necesariamente rápida
e impactante habla de alteración, pero por asombroso que parezca, esta novela ha
mantenido los géneros contundentes, intactos, monolíticos, y lo que ha
conseguido es un pegamento, una interface narrativa, una pasarela segura que nos
permite pasar del fantástico al realismo social contemporáneo, transitando por
la pregunta existencial, y eso sin
turbulencias.
Fantástico: la vida de dos hombres
polarmente opuestos conectada por el vaso comunicante del acto físico del sueño,
que por la vía del sueño mental y con absoluta reciprocidad se convierte en la
vida del otro, merece por sí solo una capítulo aparte en alguna enciclopedia
electrónica o impresa de las que no he mirado para referirme al término
“trepanación”.
Existencial: sobran las
explicaciones, ¿qué es en realidad la realidad?
Realismo social contemporáneo: los
medios de manipulación, antes llamados “medios de información”. Juan Jacinto
Muñoz Rengel elabora un manual de instrucciones que pone al lector
en la pista con que poder trazar la propia hoja de ruta de lo que hasta ahora ha
sido su autoengaño. Y no se
autoengañe usted: esto no es un libro de autoayuda dentro de una novela. Es una cerilla que se enciende en un
pequeño tabuco cerrado donde durante un buen rato se han dejado un bidón de
gasolina abierto.
Algunas de las pocas personas que
tiran piedras contra su propio tejado me inspiran confianza. El autor ha lanzado
al suyo propio, verdaderos adoquines. Los mismos que en mayo del 68 se
arrancaban diciendo que debajo estaba la hierba y luego caían sobre la pasma, la
misma que a día de hoy sigue dispersando manifestantes en esta rueda del Samsara
que es el mundo. Decía que aún hay quienes se arriesgan a ser despellejados
socialmente por su envidiable incorrección política, nacida esta las más de las
veces desde dentro del propio entorno como reacción a las derivas, a las
sinergias que el propio sistema es capaz de generar para neutralizar
fagocitando, digiriendo y regurgitando a su imagen y semejanza aquellos
instrumentos que hacen peligrar al propio sistema. “Algún día la corbata también
os ahogará a vosotros”, nos respondió hace tantos años aquel político del
partido del que empezábamos a recelar por el cambio de tornas. Por eso me
resulta tan sano que Juan Jacinto Muñoz Rengel, sin despeinarse, tome una
muestra de un elemento altamente sensible para radiografiarlo en la figura de su mandamás encorbatado.
El elegido como paradigma al que me he referido ya digo que no podría ser menos
inocuo: una ONG a la que se ha conseguido desnaturalizar. Ya sé que tiene poca
gracia. La misma que pasearse por las páginas web de muchas agencias de la ONU y
encontrarse que lo primero que ofertan al candidato a funcionario de ese sancta
sanctorum cifrado y de puertas
inencontrables, no es un lugar en el Olimpo de los que han contribuido a un
mundo mejor, sino una brillante “professional career” donde si chico, chica que
empiezas aquí, tu sí que vales porque puedes llegar hasta allí.
El sueño del otro (no sé si me estoy repitiendo) nace
de un hecho fantástico que altera los presupuestos para atar al lector a la
realidad más palpable, esa en la que las agencias de calificación derrocan
gobiernos. A pesar del lío que estoy armando no es difícil de leer. Solo altera
los nervios, los sacude y destempla: un revulsivo periodista llamado André
Bodoc, especie de “Pijoaparte” pero este del lado yuppi, que detesta entrar en
los bares de barrio, que en el pasado, por status y pasta gansa ha traicionado
la elemental ética personal, el código deontológico básico de la profesión, a
día de hoy (a la par que vive el martirio de vivir/soñar la vida de Xavier
Arteaga), se erige en pureta autodestructivo, en adalid de la verdad a la vez
que en sirena que mediante poderosos sintetizadores genera unos cantos que
engañan a las mismas criaturas a las que luego va a diseccionar en la mesa de
operaciones de su ordenador, tratándolos de imbéciles profundos (vista cansada
le va a provocar esta reseña, pero
a veces hay que caracolear tanto para no decir lo que hay que callar a
tiempo...) El personaje más
compacto y sin fisuras que uno se ha podido echar a las gafas en muchos
lecturas.
Si André Bodoc le altera el pulso,
del “insignificante” profesor de instituto Xavier Arteaga que se da cuenta de
que ha disfrutado de “una felicidad hecha de fines de semana acudiendo a un
centro comercial”, que ha habitado “un barrio destinado a aquellos que sentían
que su función primordial en el mundo era procrear”, le indignará ver cómo la
vida que ya lo había empequeñecido presurizándolo hasta extremos inaguantables,
lo arroja al abismo de experimentar una existencia paralela. Obligado a habitar
desde el sueño la vida de otro (el André Bodoc que en su “grandiosidad”
desprecia la falta de arrojo de su “siamés” Arteaga, porque los débiles eso es
lo único que merecen ser aplastados por nuestro puño), se le obliga además a
asomarse a otras ventanas de la “realidad”. Por citar una: ¿son finitas las
posibilidades combinatorias de los tipos biológicos y por tanto se repiten? No
se me inquiete, que es que no sé qué otras palabras ponerle.
Mentira parece que el núcleo de una
ficción que no pretende ser social pueda poner palabras a la rabia social del
lector. O que entre la mentirijilla de la novela se nos cuele una evidencia: la
del vacío sistémico que orbita en
la explicación del neurólogo en torno al sentido de la realidad, o el
empecinamiento de un sicoanalista que enarbola el algo que podría ser el “no
existe nada más allá de lo que yo explico”. La cabeza en la incertidumbre y los
pies en la tierra, con zapatos de hormigón con que los mafiosos calzan a sus
víctimas antes de arrojarlos a las aceitosas aguas del puerto. Página 229:
“¿Crees que a los hospitales y a las consejerías de salud les interesa que se
sepa? Los trasplantes visten mucho, dan votos, subvenciones, buena
imagen.”
Si
solo morimos cuando los otros ya no nos recuerdan, cuando dejan de nombrarnos,
es posible que llevada por el torrente editorial esta novela deje pronto de
existir, pase a mejor (peor) vida. Pero por fortuna, los brillantes pixeles en
la pantalla de alta definición de la
historia oficial quizá no deslumbren la futura fuente de intrahistoria
unamuniana que debería ser El sueño del
otro. “Parece mentira que no lo sepas: la realidad no es nunca lo que
parece”.