Aunque
antes de nada debo indicar que la sangre también está llena: además de los
leucocitos, hematíes, plasma, y otras lindezas que nutren este tejido (no olvide
que la sangre es un tejido) se compone de letras. “La letra con sangre entra”. O
las letras de Bodas de sangre de
Lorca, que se hermana con Letras de
sangre de Lola López Mondéjar a través de la sangre, y a través de que ella
es murciana, como el apellido “Lorca”. Porque el mundo es un pañuelo. Ese
pañuelo de blanco nuclear que asoma en las películas cuando a alguno le
revientan la nariz de un puñetazo.
La
sangre también me ha hecho recordar a un compañero de colegio de mi barrio que
me dijo que si tomabas mucho limón la sangre se te hacía agua. La de años que
reflexioné sobre el tema, ahora convenciéndome, ahora considerándolo un bulo
(que hoy dado nuestro aislamiento en las redes sociales llamaríamos “fenómeno
viral”). Y también me he acordado
de cómo años después, cuando a veces veía hacer el test de velocidad de
sedimentación de la sangre en un laboratorio clínico, me acordaba (esto empieza
a parecerse a un set de matriushkas rusas) de mi compañero de colegio: al cabo
de un rato, la parte de abajo de las pipetas conteniendo las muestras de sangre
era más oscura, y arriba quedaba un agüecilla. Cuanto más rápido aparecía el
agüecilla, peor para el individuo o individua, más “velocidad en la sangre”
tenía. Y aún entonces, como por
ensalmo, pensaba si aquellos habrían tomado demasiado
limón.
Si
todos los libros de relatos que he leído se pudieran someter al test de
velocidad de sedimentación, y si lo que yo llamo “el agüecilla” fueran los
relatos menos consistentes de los libros, observaríamos en cualquiera de ellos
la formación de bandas de color (algo parecido a un cromatograma) en la pipeta.
Quiero decir: los relatos más flojos, los que licúan la sangre narrativa del
libro, están repartidos por toda la superficie escritoria. Pero curiosamente, el
caso de la colección de relatos de Lola López Mondéjar es diferente: parece como
si lo hubieran sometido a otro método de separación física, el centrifugado, que
deja arriba el “sobrenadante” y abajo el “pellet”, dos bandas perfectamente
delimitadas. Dicho en número de páginas: un 87% me ha colmado de una absoluta
felicidad lectora. Dicho como si de una estación se tratara: al llegar a la
sección Petits Fours me ha parecido
que “El pacto”, “Cuestión de olfato”, y “Sospecha” (este por su facilón final
sorpresivo) hacen un flaco favor a su madre (la autora). Aun así no está de más
que quien lea esto lo recuerde: en una novela se arriesga una vez, aquí la
autora ha corrido en total 17 veces por el filo de la
navaja.
Ya
por el lado de lo bueno, lo primero que salta a la vista es ese aspecto
transversal a todo el libro que se refiere a la exquisita construcción de unos
personajes casi corporales que gozan de absoluta credibilidad. Pero antes de que
se me olvide, otra cosa importante: Lazos
de sangre pone sus miras más allá de su propio título. “Las invitadas” es el fondo de escala de
este medidor emocional en forma de libro, un relato que en realidad no se
refiere a las relaciones humanas. A ver si me explico: en nuestro subsconciente
tenemos grabada la función de idolatría al dinero y a las posesiones materiales.
Es algo natural, “consustancial a la vida”, que diríamos. El catálogo de los becerros de
oro a los que adoramos son los normales de todo el mundo. A poco que uno piense
verá que se profesa un verdadero amor pasional que jamás decae por estos
elementos. Sin embargo, hasta qué punto estamos dispuestos a ciertas
transgresiones: quizá no le parezca raro que su vecino que trabaja de sol a sol
en un andamio pierda la cabeza y se gaste un dineral comprándole al churumbel la
equipación oficial de su equipo, pero sí que cuando lo lea, le va a resultar del
todo ridículo y descabellado que esta madre se apasione con Venecia. ¿Estamos
locos o qué? Desvelar aspectos de la realidad evidentes pero que nos pasan
desapercibidos y normalizarlos es desde luego uno de los logros de la mejor
literatura.
Bueno,
pues que digo yo que un relato no es más que un personaje al que le pasan cosas
que consumen tiempo. El tiempo no importa en estas primeras narraciones tan
largas (salvo en el muy futurista y realista “El huerto”, con su logrado e inquietante
mensaje); importan los actores (sic) y las cosas que les pasan en su mundo
interior que al fin y al cabo van a determinar las circunstancias de su mundo
exterior. O las cosas de su mundo exterior, que fueron antes, y determinan su
mundo interior. En ese sentido “Vicolo
D’Orfeo” es un relato así de bidireccional que se hace grande desde la
sencillez asalariada de una familia. La madre de Renzo cree que enterrado su
marido, con él se enterró su crimen, y si no, la negación puede hacer el resto.
Un crimen familiar sin sangre (salvo la del himen, eso nunca lo sabremos) ya
masticado por el cine, la literatura, las fotonovelas, y los seriales, y que de
primeras, sin saber más, podríamos considerar narrativamente oportunista y la
mar de manoseado (a partir de esta palabra no estoy tratando de hacer una
gracieta con el terrible trasfondo incestuoso del relato). Lola López Mondéjar
como escritora inteligente que es, saca del relato lo que podría haber resultado
un rentable y cómodo molde a base de amarillismo de revista femenina de baja
estofa, y agarra el sentimiento de culpa para formar una especie de cinta de
Möbius. Uno no es culpable por omisión o denegación de auxilio si duda de la
veracidad de algo. Pero si te sientes culpable por que dudas, y la culpabilidad
te lleva a pensar finalmente que no hay duda posible, que eso ocurrió, y ahora
dudas de que en caso de que lo hubieras sabido antes habrías actuado de forma
contundente, entonces eres Renzo, una cinta con una sola cara.
La
mayoría de los ignorantes nombramos a Freud como si este fuera de la familia.
Por eso yo me voy a atrever a decir que este relato anterior, así como “El hermano gemelo” y “La herencia” tienen un marcado matiz
sicoanalítico. Primero, a pesar de la correctísima y bien adornada ambientación
exterior los relatos se nutren del mundo interior de los personajes. Segundo,
por diversos motivos la vida sexual de estos progenitores sobresalta a los
hijos. Tercero, los lazos de sangre son una mera formalidad administrativa
equiparable al Libro de Familia. Los hijos parecieran poseer a los padres a
partir del conocimiento que creían tener de ellos: no conocía a mi padre, no
conocía a mis padres, no conocía a mi madre. A partir de ese momento algo se
quiebra en los personajes, la sangre zozobra. Suponga por un momento que se
entera de que su padre tuvo una amante o de que su madre tuvo un hijo antes del
matrimonio que dejó al cuidado de las monjas de un hospicio (nada de esto se
refiere a los relatos). Antes de enjuiciar moralmente el hecho ya habrá dicho
“¡Qué poco lo/la conocía!” y en ese momento sentirá que ha perdido la posesión
de algo. Vamos, digo yo, que hablo desde la pura intuición.
Volviendo
sobre “El hermano gemelo”, pues ahora
tengo que contradecirme. Bueno, si no contradecirme al menos matizarme. Ese
relato además de un final contundente y acertadísimo (dejarlo abierto lo habría
marcado con un regusto romanticón que no beneficiaría lo más mínimo), es
sensorial hasta la médula (es que antes me refería a que la autora les chupaba
los sesos a los personajes para alimentar el motor de la narración). El frío de
Oslo se nos cuela en los huesos.
Otra
cosa: la exquisita y nórdica-racional administración de la información
suministrada nos devuelve cierta atmósfera equívoca y brumosa en el entorno de
las relaciones entre la fallecida madre de la protagonista y esa especie de
amigo. Y la muerte de la madre nos devuelve a una hija mujer española que en
plan racional-nórdico no es capaz de derramar una lágrima, y que como buena
española que cree que debería llorar en plan plañidera. Esa abundancia de
miradas estrábicas, de no saber a dónde está mirando, es la que termina armando
personajes que el lector puede hacer suyos.
Las
fórmulas reconocidas, convencionales y gastadas de la narrativa breve hicieron
(para mi gusto) fracasar los tres muy breves relatos que citaba al principio.
Las mismas características señaladas para “El hermano gemelo”, además del libre
albedrío y la absoluta falta de contención en las historias colaterales
(tipificado como delito por los manuales de escritura creativa al uso) que se
abren en él, hacen del relato “Lazos de
sangre” (siempre para mi gusto) el segundo más importante de la colección.
Ese deambular por la periferia de los asuntos que se alejan de la historia, el
ramoneo anecdótico, la contorsión ornamental que nos convence de que es más
importante el envoltorio que el regalo, son nada más y nada menos que pura y
gozosa transgresión que amplía el campo de visión lectora.
Una
cita de Zygmunt Bauman recogida en el libro determina que “la afinidad de una generación se convertirá
en parentesco en la siguiente”. O sea que yo elijo a mi pareja pero mis
hijos no van a poder elegir a sus padres, tal como señalaba la autora en su
presentación. Pienso en el conjunto intersección, aquel que se formaba por los
elementos comunes del conjunto A y del conjunto B al unirlos. Digo yo entonces,
que quien lee un libro establece un lazo de afinidad con quien lo escribe. ¿Quién comenta un libro establece
entonces afinidad con quien lo escribe y quien lo lee? ¿Es el elemento común del
conjunto intersección? No sé, mejor me callo aquí y le dejo que descubra el
resto del libro por su cuenta, antes de que usted que me lee, en su
desesperación se corte las venas, y la sangre lo llene todo, y al final usted y
yo que no tenemos lazos de afinidad tengamos lazos de sangre.