Es pues éste un
libro escrito por Manuel Rico “nel mezzo del cammin” de una vida vivida con
plenitud sobre la práctica del lenguaje literario; más dantesco que machadiano,
pues en su escritura no se cierran las estelas que abre su propia su propia
quilla al dejar atrás la singladura—personal y colectiva— ya cumplida, para
contemplarla meramente desde el acantilado al que llega en este libro; intenta
por el contrario, desde lo alto, un descenso a los infiernos atisbados entre la
monotonía del tiempo reseco del franquismo aliviado por los estiajes de una
militancia clandestina. Es un libro que servirá para apoyar datos en su
paradigma correlativo a los micro-historiadores que desde hace apenas medio
siglo incorporan los hechos y emociones cotidianas narradas por poemas, novelas
y periódicos. Mas para empuñar el gobernalle de un nuevo impulso en busca del
sentido de su vida futura en lo desconocido, se apoya firmemente en un pecho
amigo largamente estudiado y estrechado: aquel Manuel Vázquez Montalbán que
comenzó a levantar, junto con algunos otros pocos, el borde de la manta que
encubría nuestra miseria de españoles secuestrados. Y así, la primera parte del
libro, en “los barrios inciertos”, se encomienda al gran poeta, periodista y
militante antifascista que fue Vázquez Montalbán en sustancioso epígrafe tomado
precisamente del libro de 1997 titulado “Ciudad”:
Pero sólo serás
libre al llegar a Memoria
la ciudad donde
habita tu único destino
el frío aguarda más
allá de las patrias
más allá de los
nombres conocidos.
Para avanzar, nunca
olvidar lo cierto, sus verdades: esa patria que jamás engaña. Servirá pues para
el empeño el sobrevuelo sobre lo “fugitivo” del recuerdo en la ciudad habitada
antaño para conocer las ansias y escenarios de aquellos hijos de los perdedores
de la guerra civil, que creyeron en la farsa de la sucesión ordenada al
franquismo y cuyas cloacas comienzan a aflorar en nuestros días. Manuel Rico,
para intuir cuál será a partir de ahora su destino viaja por las calles de su
aprendizaje en el sentido del “efecto mariposa”; así se acerca a lo global de
las ciudades y sucesos míticos que le marcaron desde el diminuto punto de
partida del barrio donde nació y vivió como niño, adolescente y ahora adulto:
el muchacho ya viejo que amó las periferias/ urbanas y mortales, intentando atrapar/ la sombra de un
poema.
Un Madrid que se
extiende y encoge alternativamente en el recorrido sentimental donde “Memoria”
le lleva a los escenarios más íntimos de su estado de crisálida, como el humilde
cuarto de una casa de citas donde
la carne se le encoge en el recuerdo de una breves bragas aún temblando de carne
nueva… o en los domingos de una periferia pequeño burguesa y aburrida, tanto
como “un día no laborable en el polígono industrial”, los ecos del Bukowvsky
recién leído por el “huidizo muchacho”, los recorridos en trenes de cercanías
con “el corazón desamueblado”, el entierro de un entrañable amigo o la soledad
que atrapa el pecho a la cabecera de la madre muerta. Establecido ya el
escenario para dar respuesta adecuada a los citados versos de quien hará el
papel de Virgilio en tal viaje; tras conjurar el peligro del olvido —(…) El viento se deshace/ en la orfandad sin
viento que vive el sustantivo,/ en el lugar nombrado o en la tierra/ de lo
innombrable, de lo deshecho o roto, de lo humillado—, el poeta comienza
precisamente su libro con esta evocación:
Era en la nebulosa
de las calles
de una ciudad
tendida,
como ropa al sol,
tras la ventana abierta
al resplandor del
miedo. (…)
Y las páginas
van abriendo en pleamares la lenta progresión de la vida de un hombre que ya se
siente con la capacidad de poner sobre la mesa sus actos y contemplarlos con
voluntad analítica, siempre en la inabarcable duda acerca de adónde le llevará
el futuro; quizás allá mismo Donde
agonizan los deseos, como en la confesión que cierra las guardas. Entre la
decepción reflexiva de la colección de poemas también sabremos de otras ciudades
que afincaron la realidad histórica en su frente, fijando lo fugitivo del pasado
en la lenta progresión de sus certezas ideológicas, en la conciencia crítica y madura: los años de plomo que se replican en Roma musitando acaso los
versos de Pasolini rescatados de “Memoria” ante la tumba de Gramsci, aquél que iluminaba/ ciudades sin escoria en
los “Cuadernos/ de la cárcel” (…) ; en la cena en Frankfurt con Juan Gelman,
por la risa compartida “contra la incertidumbre de una Europa cobarde” y que el
autor aprovecha para el recuento de los amores que también marcaron su quehacer
literario, Gabo, Blas de Otero, Haroldo Conti con los que recupera el Silencio de pana y de ternuras/ de
divisorias rotas, de fronteras/ que se deshacen/ al comprobar con sereno
desengaño que sus propios fantasmas, sus demonios, sus terrores pequeños de
“viajero que huye” para no volver en el aroma del viejo tango, no fueron
patrimonio exclusivo de su ciudad
fugitiva; que el fermento de la nostalgia se halla siempre bajo los adoquines de
cualquiera de las ciudades visitadas donde yace siempre contrariado por la
Historia el espíritu de toda
primavera política y social —como aquel mítico ‘68 que su generación no pudo
cumplimentar.
Capítulo esencial
de esta elegía distribuída en poemas de diversa factura —que alcanza incluso
arquitectura y metro de soneto en las páginas finales—, y que merece ser
resaltado junto al recorrido por las pasiones con más calor guardadas como
música y pintura, será el tributo que rinde Manuel Rico a la amistad, una de sus
virtudes humanas esenciales. Ellos, sus amigos como el ya citado Manolo Vázquez
Montalbán, Dulce Chacón o Diego Jesús Jiménez, aportan en los versos que les dedica el
complemento emocional indispensable para apuntalar “las verdades de la memoria”
sobre las que ha reconstruido su trayectoria existencial de “Homo Viator” —como
lo hubiese llamado aquel Gabriel Marcel conciliador entre el sentido de los dos
itinerarios posibles para el Ser que trazaron Sartre y Heidegger. Entre la Nada y el
Tiempo, Manuel Rico decide final y humildemente su propio camino: Clausura por de pronto
el presente tramo de calzada con una reflexión que es “Herma”, al tiempo
que mojón poético respirando exacto en sus vestiduras
clásicas:
NO
REVELA el poema necedades
sino
rastros de una verdad antigua.
Cruza
puertas y muros, atestigua
temblores
del idioma, salvedades.
Que
olvidamos a veces, las edades
que
cruzamos a ciegas o la exigua
señal
del tiempo roto: así es de ambigua
la
lengua entre los versos. Las verdades
en
el miedo se escriben o en el gozo.
Son
realidad y vida, no poema.
Este
miente y araña y así enciende
El
núcleo de la vida, el turbio esbozo
de
los sueños ajados, el emblema
de
lo extraño, la luz que nunca ofende.
TRES POEMAS DE FUGITIVA
CIUDAD
DE
LA ORFANDAD COMPLETA
A
Águeda Lucía (1920-1998), la madre.
El
aire lleva indicios
de
los días inestables donde habita
la
primavera rota de la madre, la primavera
que
nunca llegaría —ella soñaba,
en
los pasillos de la muerte
de
una casa prestada, jamás suya,
la
floración de los frutales y la lluvia de abril—,
los
días de aquel marzo de mil novecientos
noventa
y ocho
que
no llegaron pues la muerte
fue
el anticipo del silencio, el olor de los éteres y de la metadona,
el
frío de la calle y de la noche
desahuciada.
Estabas
solo cuando el silencio negro.
Solo
con ella cuando el silencio de afilado cristal
fue
definitivo, agrio segundo, hueco
de
eterna duración.
Solo
con el tiempo desguazado
en
la casa que no fue nunca suya ni de nadie.
Hay
días que se sueñan y temen, días
que
no florecen,
en
los que el aire, y la ciudad, y el agua,
se
llenan de silencios y de niebla,
te
saben a infancias ya prescritas y a bufandas de lana,
a
mantas que no sirven, a días casi inmóviles
de
pócimas inútiles: como aquel de febrero
de
la orfandad completa y de la madre rota
de
mil novecientos
noventa
y ocho.
CAMPOS
DE TRABAJO. LAS HUELLAS.
(SIERRA
NORTE DE MADRID)
A
veces, en tierra conocida, al otro
lado
de
las cumbres que acogen tus veranos,
asoman
monumentos
que
cantan al silencio de los rotos. Involuntarios muros
de
arenisca o ladrillo donde llora el recuerdo.
Se alzan,
roídos
por lluvia y vendavales, junto a pueblos
que
enmudeció el terror. Sin tumbas ni lápidas, sólo
el
silencio invernal o el chirrido
del
grillo del verano contra el aire viciado
por
la asustada memoria de los muertos
y
de los encarcelados. Sin osamentas
ni
cadáveres, sin placas que indiquen
el
lugar de la noche,
en
el aire se respira el temblor
de
quienes vivieron poco y sufrieron lo indecible
junto
a los muros de la desvergüenza.
La
arquitectura muerta, las ruinas.
Los
barracones, la greda o el granito
viejo.
El musgo de la noche, el llanto ahogado
de
los solos, la cal de la memoria
manchando
el siglo xxi, la más pura mirada
de
los adolescentes que acuden los domingos
a
beberse en la tarde los amores ocultos
detrás
de los endrinos que acogieron dolor.
Los
vencejos que anidan
en
los rotos, las cornejas que acechan
en
el pueblo que olvida y teme todavía,
tantos
años después,
la
ley de la venganza
universal,
la que enmudece y lastra
al
derrotado, la que extiende, como una alfombra negra,
la
humillación, la trampa
que
conduce al reverso y es abismo
todavía.
Hoy te miro y te
sueño
de
piel acariciable y medias negras,
de
puta primeriza y sexo ineducado,
de
habitación pequeña y colcha sin embozo,
de
agridulce sonrisa y noche triste.
Tal
vez porque el recuerdo pinte
a
un mujer muy joven, esculpida
con
la voz quebradiza junto a mesas ocultas
de
perdidos cafés frente a innombrados parques
cercados
por el ocre en la puerta de octubre,
te
sueño de esa guisa y me estremezco
al
oír tu pasado: la madera
del
banco donde, a veces, nos hablaba
la
soledad. La noticia del agua acariciando
puertos
que te acogieron mientras leías
relatos
de Cortázar o confusos informes
prescribiendo
utopías y huelgas generales, la barraca
muriéndose
en la tarde de un diciembre de hielo
mientras
yo disparaba a inseguros muñecos
en
un carrusel de invierno, justo al borde
de
la ciudad que despertaba
de
la más larga noche.
Pero
hoy te miro. Los años
no
te desdibujan ni te vencen.
Te
han llenado de vida y de señales.
hablan
de mí también, de nuestra historia
de
perezas y dudas, de fiebres y de olvido,
de
entregas algo fútiles
mas
siempre generosas, casi ciegas
de juventud incandescente.
NOTAS
(1) Fugitiva ciudad, Premio Internacional
Miguel Hernández-Comunidad Valenciana. Poesía Hiperión, 2012.
(2) Manuel Rico
(Madrid, 1952) es autor entre otras obras de los libros de poemas La densidad de los espejos (Premio Juan
Ramón Jiménez 1997), Donde nunca hubo
ángeles (Visor 2003) y De viejas estaciones invernales (Igitur,
2006) y protagoniza la Antología publicada por Hiperión Monólogo del entreacto, 100 poemas
(2007). Sus últimas novelas se titulan Trenes en la niebla (Espasa 2005) y Verano (Alianza 2008), esta última
galardonada con el premio Ramón Gómez de la Serna 2009. También Es autor del
único ensayo publicado sobre la totalidad de la obra de Manuel Vázquez
Montalbán, Memoria deseo y compasión
(Mondadori, 2001), y del libro de viajes Por la Sierra del Agua (Gadir, 2007).
Dirige la colección de poesía de Bartleby
Editores.