Víctor Charneco: <i>Devuélveme a las once menos cuarto</i> (Ediciones Carena, 2012)

Víctor Charneco: Devuélveme a las once menos cuarto (Ediciones Carena, 2012)

    TÍTULO
Devuélveme a las once menos cuarto

    AUTOR
Víctor Charneco

    EDITORIAL
Ediciones Carena

    OTROS DATOS
ISBN: 978-84-15471-44-8 . Barcelona, 2012. 441 págs. 15 €



Víctor Charneco

Víctor Charneco


Reseñas de libros/Ficción
Víctor Charneco: Devuélveme a las once menos cuarto (Ediciones Carena, 2012)
Por José Cruz Cabrerizo, miércoles, 7 de noviembre de 2012
“La potencia sin control no sirve de nada”. Ya no me acuerdo bien si la publicidad la pagaban los de los neumáticos Pirelli o los de Firestone. De la literatura en su conjunto no puede decirse lo mismo: el control no lo es todo. ¿”Control” significa aplicar al pie de la letra los recursos que dictan los manuales y la costumbre? (que la costumbre es una cosa seria, por aquello de que es una de las fuentes del Derecho). En mi opinión poco autorizada, a mí me parece que por muy canónica técnicamente que sea la letra impresa, un ajuste depurado sirve de poco si no fluye un algo único que controlar. “¿A qué huelen las nubes?” preguntaban en el anuncio de compresas. De algún libro habrá oído hablar, o alguno se habrá tragado que sea pura perfección técnica pero le haya dejado el mismo cuerpo que se le queda a uno después de leerse las páginas amarillas.

Víctor Charneco no debe haber pisado ninguna escuela de escritores (por su falta de técnica), pero tiene de bueno que tampoco le han llenado la cabeza de nubes y éter y de lo literariamente correcto.  Se sale de ese lado, del  burladero de las frases técnicamente impolutas pero hueras, y cuenta algo tangible y reconocible. Devuélveme a las once menos cuarto es un claro ejemplo de sistema desajustado, pero tras el que se adivina el  sincero empeño de un escritor que se lanza a pecho descubierto, a un ruedo en el que los toros siempre se ven mejor desde la barrera.

 

Y desde esta barrera-burladero-parapeto le enumeraré los desaciertos formales que sin demasiada dificultad he creído encontrar. Y eso sin pasar por alto los logros, la garra, los concentrados literarios que contrapesan del otro lado y con la misma magnitud.

 

El primer valor, el más fuerte de sus puntos fuertes es el de la valentía suicida de un escritor que se empeña en escribir en un registro realista una ficción que debería situarse en los escenarios de la ciencia ficción. Un objetivo aparentemente inalcanzable pero conseguido desde el principio. Y de ahí que el lector acuda a firmar un contrato de suspensión de la incredulidad en base a un acuerdo invisible forjado por una sencilla naturalidad en el complejo acontecer narrativo. Ese acontecer narrativo: un hombre de anodina personalidad gris oscura pierde su sueño, un sueño nuclear, vital, en una habitación de hotel. Eso supone una rotura en su “cadena de sueños”, lo que puede echar a perder su facultad de fabricarlos. Otro hombre de personalidad blanco radiante, sin sueños que colmar pues la vida le sonríe, sin saberlo se lo apropia. Un suceso que determinará el destino final de ambos. El lector entra en el juego, asume esas circunstancias sin encontrarle las costuras, sin preguntarse demasiado por detalles accesorios, como dicen los informáticos: “es transparente al usuario”.  

 

El segundo de los éxitos es la construcción del personaje Martín Orzán, el de la vida plomiza, un bloque de piedra fea como los inestables estratos sedimentarios que conforman los taludes de algunas carreteras, difícil de trabajar en su dureza granítica,  insulso como una caliza transida de poros. Charneco consigue esculpir un bloque megalítico, compacto. Un cuerpo negro ideal capaz de absorber toda la radiación, esférico en su perfección. ¿Cómo? A través de la sedimentación, de la acumulación de capas alternas y superpuestas una y otra vez, de la reiteración de estos recursos de la forma más repetitiva, y aunque sobre el papel eso supondría haber llegado a la inflación, (en su doble acepción de abundancia excesiva, y en la de inflar, las pelotas o los ovarios a los lectores), inexplicablemente ese fenómeno no se produce, en ningún momento hay fatiga de los materiales y el sujeto lector ya empatiza, quiere, siente a este personaje.   

 

Pero precisamente lo que primero es un valor, en una segunda instancia se vuelve una rémora: Bruno Vinder, el antagonista, se arma de la misma forma. Claro que eso técnicamente no es ningún pecado, dirá usted, ambas criaturas proceden del punto de vista único de un narrador que como es lógico se va a expresar de una única forma reconocible. Hasta ahí de acuerdo. Me refiero a que el problema viene cuando ambos personajes, ellos mismos a través de su propio discurso, abren su interior desde un mismo nivel sicoanalítico: los dos tienen un profundo autoconocimiento de sí mismos, son capaces de analizar con minuciosidad su lugar en el mundo, y aunque viven vidas diametralmente opuestas y son personalidades complementarias su propia voz narrativa es unívoca: Bruno Vinder se expresa como Martín Orzán y Martín Orzán se expresa como Bruno Vinder. Y ese es el primer puñetazo al ojo técnico del lector, que no obstante, pese a la mota en el ojo, sigue leyendo, considera esa falta un mal menor.  

 

En Devuélveme a las once menos cuarto raramente se encuentra la perfección técnica puramente formal: los diálogos a veces son ripiosos y en ocasiones el lenguaje roza el tono puramente administrativo, hay intervenciones de los personajes tan largas que ocupan más de una página (pecados mortales que aunque parezca mentira no ralentizan la acción, pues la atención del lector está fija en las reflexiones prácticas, cercanas, a pie de calle que provocan…) Y desde luego uno sí que le tiraría el libro a la cabeza al autor (periodista de formación y oficio) al ver convertida la crónica periodística de un accidente (página 359 del libro) en una parodia de lo que un periodista nunca debe hacer aunque los rotatorios se lo publiquen:

 

“Inexplicablemente, había abandonado la autovía principal varias salidas antes de lo habitual y viajaba por carreteras secundarias, se desconoce si por un error o de forma voluntaria” … “A la salida de una curva a la izquierda, encontró la muerte; un camión de transporte de ganado vacuno fue lo último que vio en este mundo”.  Le tiraría el libro a la cabeza, digo, a no ser que el autor, consciente de ello, esté provocando al lector rijoso, quisquilloso, hipersensible a la inobservancia de las reglas de la corrección escritoria y se frote las manos.

 

Luego de las suposiciones, las certezas: hay momentos en que esa valentía del autor de la que hablaba se extiende también al uso del lenguaje. En un “rafaeliano” o “raphaeliano” “Digan lo que digan”, dice lo que quiere como quiere sin importarle la cantidad de palabras gastadas, y eso sí, en muchas ocasiones alcanzando momentos de gran altura lírica, de lenguaje preciosista pero sin empalagos. Combate por tanto con éxito uno de los postulados de la técnica: adiós a la discrecional pertinencia semántica ahorrativa (que aunque se trate de una novela también se recomienda), queda abolida la prohibición de la redundancia (ya dijimos que sus personajes se construyen de forma sedimentaria a través de la repetición).

 

“De según como se mire todo depende”, que dice el refranero y que cantaban los Jarabe de Palo. Técnica, control, y chicha. Técnica poca, control menos, y chicha mucha. Ahora, eso sí, que daría para una sesuda tesis: de una parte,  averiguar cómo a pesar de todo se lee con comodidad, y cómo además mueve a la reflexión sobre esta porquería que llamamos mundo y sobre la condición del controvertido ser humano. De la otra, encontrar qué sentido tiene que el lector antes de tiempo barrunte lo que se barrunta respecto de Martín, y que se sepa también antes de tiempo lo de Bruno, y el colofón en forma de carta que nos trae Edna, la esposa de Bruno. Edna es el último vértice de este triángulo, y aunque mujer, presenta la misma identidad constructiva que los otros dos personajes, tal como apuntaba líneas arriba.

 

Bien, lo que no he perdonado es la estructura, pero tampoco puedo arriesgarme a decir que se deba mover una coma. Esta novela imperfecta en su forma y recomendable en su fondo, que trata sobre la capacidad de soñar como único capital que no nos pueden arrebatar, sobre la identidad y su construcción, en cualquier caso, sea como sea, consigue que habitemos los personajes. Y dígame si no es eso lo que persigue la ficción, vivir otras vidas a través de esos testaferros. ¿Potencia sin control? “A mi plin, yo duermo en Pikolín”. El problema es la falta de tiempo. Empiezo a soñar muchísimo después de las once menos cuarto.