En 
primer lugar, ¿para qué he venido yo a Londres?
- ¿Qué 
va usted a hacer – me decía la víspera de mi viaje – en aquel país tan 
aburrido?
Pues, 
sencillamente, divertirme mucho. Yo pienso hacer en Londres un papel semejante 
al de esos literatos que van a Sevilla para escribir artículos diciendo que 
Andalucía es triste. En el fondo, puede que tengan razón. Un país en donde a 
todas horas se baila, se bebe, se canta y se cuentan chascarrillos, no digo que 
sea una pena, pero no tiene nada de gracioso. Lo gracioso es un país como 
Londres, donde la gente no se ríe nunca (1). 
 
Una vez instalado en la City, y pese a sus buenas intenciones de 
inicio, empieza a ver cosas raras, reacciones que no le terminan de gustar. El 
trato de la casera que regenta la pensión donde se hospeda es correcto; la 
educación del londinense de a pie, en honor a la verdad, le parece pulcra e 
intachable, muy inglesa. Pero nuestro hombre está más familiarizado con el 
individualismo español que con las consuetudinarias convenciones sociales 
británicas. De ahí que no encaje nada bien el que entre todos le quieran 
convertir en un gentleman inglés 
cuando él se conforma con ser un simple caballero español.
 
Más que un asunto de modales o una diferencia en las formas, lo que 
este cronista percibe es una incompatibilidad de fondo entre su españolismo y el 
carácter inglés, entre su espíritu aristocratizante y el pragmatismo acérrimo de 
un pueblo que trata de absorberlo, de asimilarlo. Él, que es jovial y 
desordenado, trabaja escribiendo para su periódico porque no tiene más remedio, 
pero lo hace a días y sin horario fijo, amparándose en la ley del mínimo 
esfuerzo. Todo lo contrario que sus conciudadanos, cuya abnegada ética 
protestante ha hecho de Londres una especie de gigantesco taller donde todo es 
seriedad y orden, rigor y método. No extraña entonces que se encuentre 
desorientado, perdido en un sitio inhóspito en el que se le tacha de vago por no 
disfrutar – ¡cosa más rara! – trabajando de sol a sol (o de neblina a neblina), 
como todo londinense de bien. 
 
Este español que llegó a Londres en 1910 no solo tenía un nombre 
sino que, con el tiempo, logró “hacerse” otro – que en verdad era el mismo – 
como uno de los mejores articulistas que ha dado la prensa 
española de la primera mitad del siglo XX y, dentro del género de la crónica 
periodística escrita desde el extranjero, probablemente el más original y el que 
mejor ha resistido el paso del tiempo. Y eso a pesar de que en la actualidad, 
Julio Camba (Vilanova de Arousa, 1884 
– Madrid, 1962) es todavía un desconocido para el gran público debido – entre 
otras razones –  a la poca atención 
que en las historias de la literatura española han merecido los escritores de 
periódicos, siempre a la sombra de novelistas, poetas y 
dramaturgos.
 
En el caso particular de 
Camba, cuyo rescate demandé meses atrás en un breve ensayo en el que daba un 
repaso a la suerte – o la mala suerte – editorial de su obra en las últimas 
décadas (2), la conmemoración en 2012 del cincuenta aniversario de su muerte ha 
avivado el interés de varias editoriales por reeditar algunos de sus libros más 
significativos, hasta ahora solo accesibles a través de las reediciones que hizo 
Espasa Calpe en su colección “Austral”, sin duda el instrumento que mejor ha 
contribuido a difundir el nombre del escritor pontevedrés entre los lectores 
hispanohablantes de ambos lados del Atlántico. 
 
Como era de prever en el caso de un editor nada sospechoso de 
oportunista si hablamos de Camba, pues no es la primera vez que se reedita al 
escritor gallego en la editorial que hoy le vuelve a acoger en su catálogo (3), 
Jesús Egido ha apostado por sumarse a la celebración de esta efeméride 
recuperando dos títulos clásicos de la producción cambiana. Si hace unos meses 
vio la luz en este mismo sello, y con una generosa acogida de crítica y público, 
Playas, ciudades y montañas, ahora le 
llega el turno al que es para muchos conocedores de la obra del vilanovés – 
entre los que me cuento – uno de sus mejores libros. En efecto, y pese a no 
haber sido ideado ni confeccionado por el propio autor (4), de Londres 
se puede decir algo que no es aplicable a otros libros de Camba: que es una obra 
coherente y bien acabada en la que no sobra ni falta nada. Exceptuando las siete 
últimas crónicas, que aparecieron en el periódico La Tribuna y datan ya de su segunda y 
más breve corresponsalía en Londres (entre febrero y mayo de 1913), el resto de 
textos de esta antología pertenecen a la primera experiencia de Camba en la 
capital inglesa, donde permaneció durante un año largo y llegó a escribir más de 
ciento cincuenta artículos publicados en El Mundo entre diciembre de 1910 y enero 
de 1912.
 
Aquí está recogido lo mejor y lo peor – lo más bien escrito y lo 
más malvivido (contado, eso sí, con esa mezcla de humor castizo y flema 
británica, marca de la casa) – de ese primer año de Camba en Londres; una gran 
urbe a la que llegó feliz y predispuesto a acabar con el tópico de la ciudad 
triste, y de la que se marchó resignado, incapaz de encontrar una explicación 
para la manera de ser inglesa más convincente que esta:
 
Con sol, Londres resulta absurdo, y uno no se lo explica. ¿Por qué 
no hay paseantes en Londres? ¿Por qué no hay terrazas? ¿Por qué las calles son 
tan feas? ¿Por qué eso del home, sweet 
home? – hogar, dulce hogar –. Pero la niebla es la gran definición de 
Londres. La niebla lo explica todo: el amor de la vida doméstica, el horror de 
la calle, el aislamiento en que vive este pueblo, la disciplina, el whisky, la falta de interés para todo lo 
que ocurre a dos metros de uno, el egoísmo, los clubs, el spleen, el baile inglés y la box inglesa, que son dos reactivos 
poderosos; la falta de iniciativa, la poca exuberancia del inglés, el hecho de 
que todos los ingleses sean iguales y de que ninguno quiera distinguirse de los 
demás, el té, etc., etc.
 
Vamos, que al final tenía razón Oscar Wilde. Como casi 
siempre.