Ese español inconfundible fue
junto con Azorín o Josep Pla, y en un registro – eso sí – muy distinto al de
estos, uno de los mejores articulistas que ha dado la prensa española de la
primera mitad del siglo XX; dentro del género de la crónica periodística escrita
desde el extranjero, probablemente el más original y el que mejor ha resistido
el paso del tiempo. Y lo es a pesar de que en la actualidad sea prácticamente un
desconocido para el gran público, como lo era hasta hace bien poco otro autor –
Manuel Chaves Nogales – rescatado del olvido gracias en parte al buen hacer de
editoriales como Renacimiento, que han apostado por ir más allá del canon
sancionado por una historia de la literatura española en la que los escritores
de periódicos han ocupado – cuando lo hacían – un espacio tan reducido como el
que solían llenar sus colaboraciones en la prensa diaria.
En el caso particular de
Julio Camba, cuyo rescate demandé meses atrás en un breve ensayo en el que daba un repaso a la suerte – o
la mala suerte – editorial de su obra en las últimas
décadas, ha sido la conmemoración en 2012 del cincuenta
aniversario de su muerte lo que parece haber despertado el interés de varias
editoriales por reeditar algunos de sus libros más significativos. Con ello se
brinda al lector actual la posibilidad de acercarse a una producción a la que –
al menos en varios de sus títulos – hasta ahora era imposible acceder si no se
recurría a las librerías de segunda mano para encontrar bien las primeras
ediciones ya muy antiguas (y por consiguiente muy caras), o bien las más
accesibles reediciones que hizo entre los cuarenta y los ochenta Espasa Calpe en
su colección “Austral”, sin duda el instrumento que mejor ha contribuido a
difundir el nombre del escritor pontevedrés entre los lectores hispanohablantes
de ambos lados del Atlántico.
Como no podía ser de otra forma en un sello cuya trayectoria es
merecidamente conocida por su apuesta en favor de una literatura de calidad y
largo recorrido, al margen de gustos y modas coyunturales, Renacimiento quiere
sumarse a esta redención de la figura de Camba y lo hace recuperando el que es –
como sabe el buen conocedor de la obra cambiana y como comprobará el lector
novel al cerrar estas páginas – uno de sus mejores libros. Porque, aun siendo –
junto con Londres: impresiones de un
español y Playas, ciudades y montañas, los
tres aparecidos en 1916 – uno de los primeros que publicó, o tal vez
precisamente por ello, en este Alemania:
impresiones de un español encontramos al que para muchos – entre los que me
incluyo – es el Camba más genuino y auténtico: el joven periodista que llegó al
Madrid de principios de siglo para probar suerte en el oficio y pasó en unos
años de escribir gratis – o por una remuneración muy escasa – en la prensa
anarquista y republicana a convertirse en uno de los periodistas mejor pagados
de España y una de las firmas estrella del ABC de Torcuato Luca de Tena.
Cuando en 1916 la Biblioteca Renacimiento publica la primera
edición de esa “trilogía de juventud” Camba llevaba ya varios años publicando en distintos medios de la
prensa madrileña, donde se había ido “haciendo un nombre” lentamente pero con
paso firme. Sin embargo, todavía no se le había ocurrido algo tan habitual en la
época como el reunir sus mejores artículos para formar con ellos una antología
que fuese vendida al público en formato libro, en vistas a obtener por el mismo
trabajo un mayor rendimiento económico. Como contó el propio escritor en el
prólogo a sus Obras Completas (Plus
Ultra, 1948), fue el editor y director literario de Renacimiento, Gregorio
Martínez Sierra, quien le hizo la propuesta y quien – aprovechando la estancia
de Camba como corresponsal en Nueva York para el ABC – envió a un ayudante a la Biblioteca
Nacional para que copiara in situ
unos textos que meses después salían de la imprenta convertidos en libros, sin
que nuestro autor hubiese participado apenas en todo el proceso. En el caso
concreto de Alemania, donde sí que
intervino Camba fue en la preparación de la segunda edición, que presenta algún
ligero cambio con respecto a esa primera (1), sin alterar en absoluto su
naturaleza como recopilación de las mejores crónicas escritas por Camba mientras
ejerció como corresponsal en Berlín y en Múnich para La Tribuna (entre mayo de 1912 y enero
de 1913) y, de nuevo en Berlín ya para el ABC (entre octubre de 1913 y marzo de
1915).
Desde que aterriza en la
capital teutona procedente de París, donde había pasado el primer tercio de 1912
ejerciendo como corresponsal del periódico La Tribuna (el mismo que decidió
enviarlo a tierras germanas para evitar conflictos mayores con la población
francesa residente en España, ofendida por algunas afirmaciones vertidas por el
gallego en sus crónicas parisienses), Camba experimenta entre la población
berlinesa una sensación de contraste muy parecida a esa de comer algo salado y
duro tras haber degustado un dulce suave y cremoso. Consecuencia inevitable de
este primer encuentro entre las maneras refinadas de un espíritu individualista
y aristocratizante como el cambiano y la disciplina militar de una sociedad
metódica hasta el extremo como la alemana, será un choque de mentalidades que
para nuestro autor tiene una causa evidente: Alemania es un país sin historia ni
tradición (hay que recordar que la unificación alemana se produce en 1871); una
nación seria y pujante, pero con una sociedad todavía “por civilizar”.
Ese es el diagnóstico
inicial del periodista y esa será también la conclusión final tras una estancia
de más de dos años en la que, si es verdad que hay exageración y ganas de epatar
en muchas de las opiniones vertidas en sus crónicas, no es menos cierto que el
conjunto de los juicios cambianos transmite una imagen de desencanto, de chasco
ante una realidad que se imaginaba distinta. Y es que, como cualquier español
que viajaba por Europa durante esos años, Camba llegó a Alemania en la primavera
de 1912 con una serie de prejuicios cargados en la maleta de los que confirmó
algunos y matizó otros. Entre los primeros, quizá el más destacable es ese de la
proverbial educación castrense que siempre se asocia al carácter germano; en
efecto, y hechas las pertinentes comprobaciones empíricas, la conclusión del
escritor es que “los alemanes no hacen con verdadera soltura nada más que esos
movimientos rígidos y uniformes de los militares”. Entre los tópicos
desactivados o puestos en duda por Camba está el de la supuesta cultura superior
del país al que acudían los jóvenes estudiantes españoles becados por la Junta
de Pensiones para instruirse. Sin poner en duda el indiscutible atraso de los
españoles en según qué ámbitos, el gallego trata de relativizar – valiéndose,
cómo no, de su mordacidad – una hegemonía que según él también tiene algo de
mito e incluso de complejo de inferioridad por parte del visitante: “Este es el
país de la cerveza, de las salchichas y de las ideas. Los alemanes sacan sus
ideas en todas partes: hasta en la mesa del café y aun en presencia de las
señoras, que se aburren mucho, como es natural. A veces se las dejan olvidadas,
y el camarero las barre al día siguiente. Las calles de Berlín están empedradas
con ideas”.
Como decía, todas las impresiones de ese español por el mundo que
es Julio Camba se podrían resumir en una: comparado con “el Sur” (y bajo esta
denominación engloba nuestro autor al conjunto de países mediterráneos, con
Francia a la cabeza), la alemana es una civilización con medios y con porvenir a
la que, no obstante esto, le falta todavía esa pátina de refinamiento – de la
que solamente gozan los pueblos más antiguos – que da el paso de los siglos. Al
lado del parisién, a quien toma como el súmmum de la civilización y el buen
gusto en las formas, el ciudadano alemán es un hombre joven y rudo al que le
falta adquirir ese “aire algo cansado y algo escéptico” – ese intangible esprit francés – que le permita llamarse
“civilizado”. Y es que después de haber pasado una temporada como corresponsal
en el París de la Belle Époque, quien
había sido años antes un enfant
terrible, rebelde y anarquista, se había convertido en una especie de dandy que al talante inconformista de su
adolescencia gallega y al influjo castizo de su juventud madrileña, venía a
sumar ahora el gusto por ese “arte de vivir bien” descubierto en el país vecino.
La música, la filosofía, las mujeres, el idioma y, por supuesto, la cocina: todo
lo francés era para Camba más ligero y agradable que lo alemán, siempre pesado e
indigesto.
No hay más que leer el capítulo titulado “En la planta baja” para
entender rápidamente qué lugar ocupaba dentro de su mapa mental de la Europa del
momento la Alemania que retrata el periodista de Vilanova de Arousa. En esta
genial alegoría – una descripción del carácter de alemanes, ingleses, franceses,
italianos y españoles como inquilinos de los distintos pisos de una casa de
vecindad que es Europa – tenemos a Camba en estado puro, pues no se puede
expresar con menos palabras una opinión sobre los distintos tópicos – y sus
respectivos matices – que acerca de los pueblos europeos circulaban por la
España de principios del siglo XX. Es una caricatura, se nos podrá decir; es una
ocurrencia sin fundamento ni datos objetivos, se nos podrá reprochar. De
acuerdo, pero es un ejercicio de síntesis inimitable y solo al alcance de quien
domina como nadie el difícil arte de la brevedad, el complejo ejercicio de la
concisión.
En el apartado dedicado a los alemanes de esta descripción tan
somera y a la vez tan sutil está contenido el núcleo de la teoría cambiana sobre
un país del que solo se salva una parte; me refiero a la ciudad de Múnich y a
sus habitantes, a los que Camba dedica la segunda parte del libro. Esa vis
crítica y ese tono burlesco – a veces incluso sarcástico – del cronista gallego
para con los berlineses desaparece cuando abandona Prusia para trasladarse a
tierras bávaras (“¡pero qué simpático no le resulta a uno Múnich al lado de
Berlín, y estos reyes abaritonados, con sus túnicas y sus cisnes, y sus barcos
de plata y todas sus chaladuras, comparados a los Hohenzollern del
Tiergarten!”). En efecto, la temporada pasada en Múnich – a la que compara con
“una inmensa cervecería de Candelas, donde no hay más que camareras y
estudiantes” – es un paréntesis agradable en una vida generalmente aburrida a la
que jamás se termina de adaptar del todo. Sin llegar a convertirse en uno de
esos españoles “impermeables” que “han venido a Alemania para conquistarla, que
es lo castizo, y no para dejarse conquistar por ella”, sí parece evidente que
Camba nunca experimentó por Berlín ese cariño que, en mayor o menor grado, sí
que tuvo por ciudades como París, Londres, Roma o hasta Nueva
York.
No es que todo le pareciese horrible o que lo negativo pesara tanto
en su juicio como para ocultar lo menos malo o incluso lo bueno (que lo había y
así se refleja en el libro); es sencillamente que no podía evitar esa impresión
de sentirse extraño y fuera de lugar, como situado a miles de kilómetros de
distancia: “Yo tengo una cabeza muy poco alemana: ¡una cabeza sin filosofía, sin
matemáticas, sin griego y sin calvicie! Mi estómago, tampoco es nada germánico,
y, todo entero, yo soy el hombre menos alemán del mundo”.
Por eso, y pese a haberles dedicado decenas y decenas de crónicas –
algunas de ellas magistrales, como tendrá ocasión de comprobar el lector –,
Camba termina por rendirse a la evidencia de la incompatibilidad manifiesta
entre su irrenunciable españolismo y el aire demasiado denso y profundo de un
país que intentó sin éxito hacer de él lo que en la época se llamaba un
“sabio”:
Si yo no me he vuelto completamente sabio en Alemania, mi trabajo
me ha costado. Últimamente me noté síntomas así como de ir adquiriendo un
criterio científico para todas las cosas. Entonces me entró una gran aprensión y
me fui. Me fui a reponerme de ligereza y de trivialidad, así como los médicos y
los catedráticos vienen a reponerse de pesadez y de ciencia, porque es preciso
cuidarse.
Para mí que no lo consiguió, pero mejor que juzguen ustedes
mismos…
NOTA:
(1) Las modificaciones realizadas por Camba para la segunda edición
de Alemania (Madrid, Espasa Calpe,
1927) son las siguientes: se introduce una breve nota preliminar con el título
de “Advertencia del autor”, se suprimen tres capítulos (“El Emperador de mañana”
Un Tirpitz sin barbas” y “La Liga Naval”) y se divide el contenido del libro en
tres secciones: “Con los prusianos”, “Con los bávaros” y “Otra vez con los
prusianos”. Todos estos cambios se han mantenido ya en todas las reediciones
posteriores del libro hechas por Espasa Calpe en la colección
“Austral”.