Estaba tan
lleno de vida… ¿Qué es la vida, una suma de casualidades? ¿Una sucesión de
azares que se combinan en un lugar y un momento concretos para producir eso que
hemos convenido en llamar presente? Nate Fisher, protagonista de A dos metros bajo tierra (Six Feet Under, 2001-2005), sabe que estar vivo es casi
un milagro, que podemos morir en cualquier momento, de la forma más inesperada y
absurda posible. Ahora mismo, por ejemplo, antes de acabar de leer estas líneas,
ustedes podrían fenecer arrollados por un hidroavión (o por una manada de
elefantes, quién sabe).
O yo mismo podría caer fulminado
sobre mi teclado, abatido por un fallo cerebral. Si ocurriera tal cosa, se
quedarían sin saber lo que tengo que decir sobre la muerte y el psicoanálisis,
sobre la figura del padre y la repetición. No sabrían por qué empleo A dos metros bajo tierra como modelo.
Tampoco es que vaya a poner un pie en la Luna. Pero, bueno, la calidad de la
serie creada por Alan Ball me anima a intentarlo sin ser un gran conocedor de la
obra de Freud y sus seguidores. Así es la vida, una especie de anomalía de la
que no deberíamos dejar de asombrarnos.
La primera temporada de A dos metros bajo tierra gira en torno
a la represión de los sentimientos en la sociedad industrial moderna. La segunda
orbita alrededor de cierta idea expresada por Poe en El pozo y el péndulo: aquella que tiene
que ver con la cuchilla que pende sobre nuestra existencia y que amenaza a cada
instante con caer sobre nosotros. La tercera temporada es la idea del padre la
que funciona como elemento aglutinador. No es la única, por supuesto, pero es la
que de alguna manera vincula las historias de los principales personajes de la
serie.
La figura del padre no tiene por
qué coincidir con la del progenitor, ni presentarse de forma pura, ni siquiera
tiene que ser necesariamente masculina. En Freud, el papá simboliza la
autoridad: marca la ley y obliga o fuerza a su cumplimiento. Ya sea para emular
o detestar dicha figura, ya sea para aproximarse o alejarse de ella, el padre es
un referente en la vida de las personas, algo con lo que se tiene que lidiar,
que se tiene que asumir, aceptar, integrar, rechazar o negar. ¿O era al revés?
En cualquier caso, se trata de un hito, de un enorme poste de piedra que marca
un camino, una dirección, aunque también su contraria.
Nathaniel Fisher, el patriarca de
la familia, el fundador de la funeraria que lleva su nombre y en la que
finalmente van a trabajar sus dos hijos, muere en los compases iniciales del
capítulo piloto de la primera temporada. Desde entonces, pulula por la serie
como el Gran Ausente, como un espectro que sigue influyendo y marcando la vida
de los restantes miembros del clan. Pero, ¿sabemos quién fue Nathaniel Fisher?
Los espectadores, desde luego, no tenemos ni la más remota idea. Cuando lo vemos
aparecer, cuando se materializa, lo hace como proyección mental de los
personajes, actuando en algunos casos como una especie de superyó, esa instancia
moral y severa que nos amonesta, que nos recrimina, que nos
atenaza.
Nosotros no sabemos quién fue
Nathaniel Fisher, pero sus hijos tampoco. En un capítulo memorable de la primera
temporada --no diré cuál--, este extremo se pone en evidencia con una
sensibilidad, una belleza y una profundidad notables. Si conocer verdaderamente
a una persona en vida es una tarea imposible, ¿cómo pretender hacerlo una vez
muerta? Valiosa lección, por cierto, para los historiadores y para todos
aquellos que estudian el pasado o tratan de profundizar en las motivaciones
humanas; aunque también representa una enseñanza para el presente: las
identidades no permanecen fijas ni estáticas. Somos seres maleables, con
capacidad de influir y de ser influenciados, de tal modo que nunca somos
nosotros mismos, nunca estamos completos y nunca podremos saber realmente y de
una vez por todas quiénes demonios somos. Y eso es algo con lo que también hay
que aprender a convivir.
Nuestra identidad es cambiante y
contradictoria, sí, pero no sólo se ve afectada por lo que nos acontece mientras
vivimos, por los sucesos ordinarios pertenecientes a nuestro quehacer cotidiano.
El pasado también cuenta. Los acontecimientos pretéritos –ya sean individuales o
colectivos--, pero sobre todo el modo cómo los recordamos, los percibimos o los
interpretamos, resultan trascendentales en la configuración de nuestro yo:
interfieren nuestro presente, se inmiscuyen en nuestra vida y determinan o
condicionan, según los casos, nuestra actitud, nuestro comportamiento, nuestras
ideas, nuestras convicciones.
Si el futuro se presenta como una
infinidad de posibilidades, como una multiplicidad de opciones que se
corresponden con otras tantas expectativas, si es lo indeterminado, lo que está
por suceder, el pasado se percibe como lo ya acontecido. La experiencia del
pasado surge como un bloque, como un todo compacto y cerrado, como algo
concluido donde no hay espacio para toda esa infinidad de posibilidades que no
se consumaron y que podrían cambiar completamente nuestra concepción de ese
pasado, y, por tanto, el modo como afrontamos el futuro. A esa característica de
lo pretérito el historiador Reinhart Koselleck la llamó “espacio de
experiencia”. Las enseñanzas del pasado llegan de golpe, mientras que el futuro
se despliega ante nosotros como un abanico de posibilidades. Aunque el pasado no
se puede cambiar, sí podemos actuar sobre nuestros recuerdos para hacer más
llevadero el presente, para que el peso de ese bloque que cargamos a la espalda
se haga menos oneroso, más asumible y liviano. Para evitar repetir los mismos
errores, las mismas equivocaciones.
Pero regresemos a la familia
Fisher y traslademos estas reflexiones a Nathaniel, ese padre muerto que ya
forma parte del pasado y que se aparece ante sus hijos y su esposa como
proyección de sus propios pensamientos, de sus propios recuerdos, de sus propias
inquietudes y temores. ¿Qué sabemos de la relación que mantenía Nate con su
padre? Conocemos más bien poco. Sabemos que Nate se marcha joven a Seattle, que
no sigue los pasos de su progenitor en la funeraria como sí hace David, su otro
hermano. El primogénito prefiere huir, alejarse de su familia y llevar una vida
independiente de ellos. Pero tras la muerte del patriarca regresa para quedarse.
Debe ayudar a sus hermanos y a su madre, ocuparse del negocio familiar, algo que
hasta entonces parecía haber detestado. Así es como comienza, en 2001, la serie:
con Nate regresando a casa sin saber que su padre acaba de fallecer en un
accidente de tráfico.
En la tercera temporada, la
primera conversación que mantiene Nate es con su padre. Están en un restaurante.
Su progenitor está comiendo algo que huele fatal. Nate lo mira desde el otro
lado de la mesa con cara de enfado. Finalmente, harto de la conversación que
mantienen, abandona la mesa y deja al patriarca solo. Aunque se trata de una
proyección, de un acontecimiento que no sucede realmente, no parece que la
relación entre ambos haya sido muy cordial, como tampoco ha sido fácil la vida
de Keith, el novio de David Fisher. Ha tenido que convivir con un padre rudo,
autoritario y agresivo. Una experiencia que también ha marcado la vida de su
familia. Ambos –Keith y Nate— han llevado caminos opuestos a los indicados por
sus respectivos padres: guiados por su experiencia, cada uno a su manera ha
tratando de alejarse de unas figuras que, en principio, resultan nocivas para
ellos: Nate, marchándose a vivir a Seattle, ciudad situada a más de mil
ochocientos kilómetros de la que habita el señor Fisher; Keith, formándose como
policía y mostrando una especial animadversión hacia los
maltratadores.
Sin embargo, no todo es tan
sencillo como parece. Según ya hemos dicho, lo pretérito influye sobre el
presente, y lo que permanece reprimido, lo doloroso o traumático de nuestro
pasado, siempre está amenazando con regresar, con salir a la superficie para
devorarnos. Es la compulsión a la repetición y el retorno de lo reprimido. Tanto
Keith como Nathaniel júnior creen haber escapado de la influencia paterna, de su
sombra, pero están muy equivocados. El carácter de Keith es duro y áspero, y
repite la actitud agresiva de su padre, un comportamiento que va a causarle no
pocos problemas. Nate Fisher, por otro lado, lleva el nombre de su progenitor y,
pese a sus esfuerzos por alejarse del camino trazado por Nathaniel, se encuentra
trabajando en la funeraria como él, compartiendo la vida con una mujer
asombrosamente parecida a su madre y cargado de responsabilidades. Sin darse
cuenta, comienza a repetir sus gestos, sus costumbres. Y entonces descubre que
se está convirtiendo en el hombre del que quería alejarse, que está repitiendo
un comportamiento que siempre ha detestado. O eso es lo que una parte de él
piensa…
Lo cierto es que Nate Fisher no
sólo está vivo de milagro, un poco como todos nosotros, sino que también se
encuentra al borde del abismo. Algo parecido le sucede a Claire, su hermana
pequeña, que comienza a estudiar Bellas Artes y cree encontrar un referente en
uno de sus profesores, esa figura paternal que tanto añora; Claire está
convencida de ser opuesta a su madre, pero la vida le llevará a tener que
afrontar algunos de sus mismos dilemas, a repetir o no el comportamiento de su
progenitora. Esa decisión la llevará por un camino y no por otro, pero ese otro
camino, esa decisión no tomada, la enriquecerá, entrando a formar parte de su
ser, de su experiencia vivida. Pagará un precio por ella, de eso no cabe ninguna
duda. Pero eso significa madurar: aceptar la pérdida. Nuestro mundo se rige por
los éxitos, por los logros, por lo que hemos conseguido, por aquello que hemos
alcanzado. Pero nuestro ser está tan determinado por eso como por lo contrario:
por nuestros fracasos, por nuestros esfuerzos desperdiciados, por todas las
opciones que descartamos y por todas aquellas decisiones que no hemos podido
tomar. Por todas las fatalidades que se nos han impuesto.
Somos lo que tenemos, sí, pero
también todo lo que hemos perdido, lo que ha permanecido oculto o sepultado. De
todos modos, aquí estamos: viviendo a ras de suelo al borde del
abismo.
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