The best letters of our time
are precisely those that can never be published.
Virginia
Woolf
Cada identidad está formada
también por el destino de los otros.
Claudio
Magris
No recuerdo la fecha exacta,
pero fue al terminar la carrera, mientras preparaba el doctorado, cuando me
contagié en la London
Library de un virus, no bien conocido en nuestro país, al que
llaman bloomsbury, igual que el
barrio de Londres que se extiende a espaldas del Museo Británico. Desde
entonces, cada año, y como cualquier buen musulmán que acude a la Meca, emprendo mi
peregrinación sagrada, no para rezar y contemplar la Piedra Negra sino para
investigar en el territorio Bloomsbury, que se ensancha por la zona de Sussex y
la húmeda campiña inglesa, la génesis del virus que me envenenó la sangre, con
la esperanza de curarme un día de esta enfermedad.
Hace unos minutos no era mi
propósito escribir una historia morbosa, en la que lo cruel, lo prohibido o lo
desagradable, apareciera ya desde las primeras páginas; pero es difícil contar
lo que uno quiere sin que alguna palabra impida el paso de las otras o salte por
encima de los obstáculos que encuentra en su camino. Aquí la palabra que estorba
es enfermedad, esa extraña demencia que percibo, siempre predispuesta a la
aventura, con la que he vivido momentos excitantes, algunos peligrosos, todos
dignos de recordar porque quedan fuera del círculo de monotonía y aburrimiento
en que, a veces, nos encierra la vida.
No me avergüenza pertenecer a una
tribu fetichista, ser una lunática que consume su tiempo libre preparando al
mínimo detalle los itinerarios de su próximo viaje a los santuarios Bloomsbury,
a los lugares, casas, granjas, mansiones, en los que ese grupo de intelectuales
y artistas, de los que el virus tomó su nombre, se recluyó escapando de la
agitada vida londinense y de las guerras europeas.
Cada verano recorro media
Inglaterra impulsada por un viento de empatía y ese aroma de hedonismo y
libertad que todavía se respira entre los racimos de flores amarillentas de los
lentiscos o el rojo de las eglantinas, que aún crecen entre los olmos y álamos
cobrizos del campo, y los jardines donde los bloomsburries levantaron el cerco de su
vida retirada, haciendo de la belleza su entorno cotidiano.
Ir por esos mundos sin coche, con
la incertidumbre de la lluvia, y hablando un mal inglés, es algo que sólo un
espíritu fuerte puede superar.
El viaje de este año tenía como
primer destino Ham Spray, la casa en la que Lytton Strachey y Dora Carrington
vivieron sus últimos años y que, en tantas ocasiones, habían visitado Leonardo y
Virginia Woolf, Vanessa Bell, la pintora hermana de Virginia y tantos otros
componentes del grupo Bloomsbury.
Sin haber visto la granja más que
en una vieja fotografía, me había informado tan exhaustivamente sobre ella
buscando en el índice de cientos de libros Bloomsbury el nombre, Ham Spray, y
anotando cada nuevo detalle que encontraba, que estaba segura de poder
reconocerla casi con los ojos cerrados. Ham Spray ya era algo mío. Y podía
recorrer en mi imaginación cada una de las habitaciones de la casa, pasear entre
los fresnos que sombreaban el césped, sentarme con un libro al pie del gran
árbol en el jardín, una encina a la que se abrazaba el espinoso acebo, o
contemplar la cresta de Downey Hill. Una colina que se alzaba como reina del
paisaje, luciendo aquella mancha verde de vegetación que la gente del lugar
llama cola de toro y que a mí me parecía un lagarto gigantesco dormido al
sol.
Todo estaba ya listo. Había
dibujado un mapa, situando la granja en el lugar exacto entre Newbury y
Hungerford, a cuatro millas de esta pequeña ciudad y a una de Ham y del pueblo
de Inkpen, lo que se dice a un tiro de piedra de esas hermosas lomas de Inkpen
Beacon.
No se puede tener todo, el verano
o el invierno. Así que lamenté no poder ver aquel paisaje cubierto de nieve que
intoxicaba de belleza a Carrington, aunque me daba por satisfecha si, al llegar,
la lluvia no había dejado la hierba como una esponja que soltase el agua a cada
uno de mis pasos, porque estaba dispuesta a ir también a la cola de toro, el
bosquecillo que tenía nombre de cascada.
La casa era de estilo Regencia,
del periodo de Jane Austen, y se accedía a ella por una estrecha avenida de
olmos. Una larga marquesina, en la parte sur, protegía del sol y la lluvia. Bajo
ese alero, más de una vez, Lytton y Carrington se habían sentado en hamacas para
gozar de la conversación a la hora del té, mientras contemplaban el paisaje, el
extenso prado que se prolongaba hacia las colinas de Newbury.
Me sabía aquella casa de memoria.
La disposición de los muebles, el color de las paredes de las habitaciones, en
las que predominaba el verde arsénico de las pinturas de Carrington, los motivos
que decoraban los paneles, a un lado y otro de las ventanas. Y los trompe l`oeil que cubrían algunos
rincones de la biblioteca, con libros de pega etiquetados con falsos títulos, Deception de Jane Austen, The empty room de Virginia Woolf, entre
la colección de libros auténticos de autores franceses e ingleses del siglo
XVIII.
Y podía imaginar el estudio de
Lytton con una gran mesa en el centro de la habitación, sobre la chimenea el
cuadro de Voltaire pintado por Huber, los muros en tonos marrones, terracota o
rojos oxidados, y el gato Tiber dormitando junto al fuego de leña. En el
comedor, muy soleado, manteles de lino, jarrones a menudo con orquídeas;
azulejos con girasoles pintados y la vajilla con figuras exóticas, pájaros
africanos y loros tropicales.
Sobre la chimenea principal el
mosaico de Boris Anrep, un hermafrodita para el que pudo servir como modelo el
cuerpo desnudo de Carrington; patchworks y cretonas que cubrían los
sillones, y cuadros por toda la casa: Henrietta Bingham con rostro de madonna,
un grupo de hombres conversando, otros con los pies en el agua, que caía de un
desnivel entre las rocas. Dibujos de Henry Lamb, de Duncan Grant y John Bauting.
Todo aquello hacía de Ham Spray un lugar en paz para el trabajo, adonde la
inspiración podía ser atraída con el canto de sirena de la belleza.
En el ático del ala este de la
casa estaba el estudio de Carrington y las paredes de las escaleras estaban
pintadas con una mezcla de azul pálido y oro. En la sala de juegos de la parte
de atrás había una mesa de ping-pong y allí se guardaban los rehiletes, las
raquetas de tenis y badmington y los bolos. La puerta de la bodega que daba al
exterior, junto al lugar donde se arreglaban las plantas y se almacenaban las
botellas vacías, era un grueso panel pintado por Carrington, donde un zorro
contemplaba las uvas entre dos ratones borrachos. El uno sostenía la copa en
alto, en actitud de brindar, y el otro bebía directamente de la botella. Los
vinos eran franceses.
Aunque habían pasado más de
setenta años desde que se tomó la fotografía de Ham Spray que había visto en un
libro, con Alix Strachey sentada en el césped que se extendía delante de la
casa, yo tenía la esperanza de que la granja se mantuviera en pie. En otras
ocasiones, siempre había encontrado - había que reconocer que con dificultades y
desorientaciones que me hacían pensar en la brújula y en algún antibiótico para
el virus de aquella enfermedad incurable- los lugares, casi siempre apartados de
los núcleos de población, donde habitaron los bloomsburries.
Y así, tuve el privilegio de ver
Asheham, la primera casa de campo de Leonardo y Virginia Woolf, antes de que,
lamentablemente, fuese demolida en 1994 por el East Sussex County Council. Y
Charleston, donde vivieron Vanessa Bell y Duncan Grant, o Monk´s House, la
última casa en Sussex, de los Woolf. O la de Roger Fry, en Durbins, cerca de la
cual una anciana que se movía torpemente con un andador estuvo a punto de llamar
a la policía. Sin duda le habían asustado mi inglés que sonaba a polaco y la
mala pinta que la lluvia, el barro y el cansancio de muchas millas andadas campo
a través, habían añadido a mi aspecto. El de una mochilera con camiseta raída,
pantalones deshilachados y una gorra que había soportado todas las
peregrinaciones Bloomsbury de los últimos diez años.
No fue fácil encontrar Ham Spray.
En Inkpen, exhausta y sedienta, con la cara roja como un liviano por el fuerte
sol con que la naturaleza me obsequió ese día, decidí olvidarme de la sagrada privacy inglesa y fui llamando, en busca
de información, a una puerta tras otra de las casas que encontraba al pie de la
carretera. Todavía oigo el eco de los ladridos de los perros que precedían a sus
dueños enseñándome los colmillos, y
abalanzándose hacia las verjas o las vallas, con saltos tan poco amistosos que
agrandaban su tamaño y ferocidad, hasta hacerme creer que estaba ante un Bull
Terrier o un Rotweiller, de muy malas pulgas. Yo trataba, sin mucho éxito, de
aparentar una calma flemática.
Al fin, una señora de media edad,
que sujetó a su perro con una palabra clave, pooh, pooh..., me encaminó con aire de
seguridad hacia mi destino.
No había andado un par de millas
cuando empecé a ver grandes letreros anunciando Ham Spray, todas las
explotaciones de la granja, un gran silo con su nombre, pero ningún edificio que
se pareciera a la fotocopia que llevaba conmigo de aquella vieja fotografía en
la que Alix Strachey delante de la casa, con un libro sobre las rodillas y la
mano lánguida apoyada en el regazo, esbozaba una tenue sonrisa. Interrogué a
todo ser humano que me cruzaba en la carretera, unos muchachos que parecían
estudiantes en un campo de trabajo, un viejo en bicicleta, el cartero que
recogía el correo y todos me conducían a la big house, la gran casa con aire
palaciego, protegida por altos muros, que, probablemente, era el manor de los dueños de aquella
explotación agrícola que llevaba el nombre de Ham Spray.
No sé si es cualidad o defecto,
pero no suelo darme por vencida y, antes de abandonar, quizá tenga algo que ver
el virus con esta actitud, empecé, de nuevo, a llamar a todas las puertas
buscando información, y a soportar estoicamente ladridos, suspicacias y caras de
pocos amigos. A buen seguro no hay ningún inglés en el campo sin un buen perro o
dos que le libren en un santiamén de los intrusos.
Y encontré una señora mayor que
recordaba Ham Spray como el hogar de Ralph Partridge, el marido de Carrington y
amigo de Lytton Strachey, que, a la muerte de éste, y tras el inmediato suicidio
de la pintora, se había casado con Frances Marshall, trasladándose a vivir a
aquella casa en la que ya había pasado gran parte de su juventud con la extraña
pareja. Más bien un trío de pasiones compartidas.
Algo agradable o pintoresco debió
de venirle a la memoria porque toda su cara sonreía y hasta creí ver en ella un
gesto de complicidad. Yo sabía que Lytton, muy alto, con larga barba y gafas de
concha, ademanes desgalichados, amplio sombrero para protegerse del sol, y su
bastón de patriarca, recogía tras de sí, cuando iba hasta el pueblo, a todos los
chicos de la vecindad que le miraban entre miedosos y divertidos, y le llamaban
Dios, quizá por su barba, quizá por su voz de ultratumba. No era raro que esa aureola, de
extrañeza y afecto a la vez, envolviese de alguna manera también a los
Partridge.
La señora seguía sonriendo,
mientras yo imaginaba a Lytton andando por aquella misma carretera, por el lugar
donde se había rodado la película de su vida con Carrington, en Ham Spray. Y alguna palabra me perdí de la
explicación de aquella anciana simpática que se esforzaba en hablar despacio su
inglés rural, para que yo comprendiese que en la casa que buscaba vivía ahora el
administrador de aquella hacienda, que se extendía más allá de lo que abarcaba
nuestra vista, y que el hombre había partido de vacaciones a Irlanda. Algo así, más o menos.
Ham Spray House se hallaba justo
donde mi buena samaritana me había indicado. Toda la fachada pintada de blanco.
El saledizo había desaparecido y la entrada estaba enmarcada por un pequeño
pórtico de forja cubierto de plantas trepadoras que ascendían también por los
muros de un pabellón, adosado al primitivo edificio. En el exterior: hamacas plegadas en una
esquina del jardín, macetas, césped y arbustos amarillentos que pedían un riego
urgente. La puerta de la casa
estaba abierta de par en par y por ninguna parte acudía ni un solo perro que
hubiese olfateado a un extraño. La
tentación era irresistible.
No he dicho que mi marido, con
una discreta tendencia a la aventura, un exagerado respeto por las vidas ajenas
y una paciencia sólo comparable a la del santo Job, me acompaña a todas estas
expediciones sin comprender muy bien cuál es mi propósito, pero disfrutando de
la campiña inglesa y haciendo más fotografías que un grupo de excursionistas
japoneses.
Así que él no traspasó el umbral,
pero yo ni lo dudé un instante. Avanzaba dando voces desde el vestíbulo para
llamar la atención de alguna persona que pudiera estar dentro, pero nadie me
respondió, y con toda tranquilidad me dediqué a recorrer las estancias del piso bajo.
Un gran salón con sofás de alegres tapicerías, grandes mesas, una de comedor en
la que estaban desplegados casi una decena de periódicos, la cocina todavía con
los cacharros sucios de quien acababa de tomar el té..., nada me recordaba la
imagen de Ham Spray que yo tenía grabada en mi interior, desde hacía mucho
tiempo.
La enorme araña del hall,
un gran espejo, grabados y fotografías, algunos muebles sobre los que había
libros y cestas de mimbre, tenían un sabor más antiguo. Y también los cuadros
del diecinueve o principios de siglo, retratos de pintores de poco renombre con
poso de academia en sus pinceles. Aquellas damas y próceres, expuestos a la
curiosidad en gruesos marcos dorados, contrastaban su toque de vieja elegancia
con el desorden de muchas habitaciones del piso superior.
La escalera no estaba pintada de
azul. Y un arco irregular daba acceso a un delicioso rincón de lectura, con
grandes ventanales al jardín, quizá resto del paso por la casa de Ralph
Partrigde y su esposa Frances. El pasamanos, bien barnizado terminaba en una
redondeada superficie de madera, a modo de bandeja, sobre la que descansaban
tres gruesos libros. Uno de ellos la biografía de Duncan Grant, que yo no había
encontrado en las mejores librerías londinenses, y que contemplé con ojos
ávidos.
Volví a la cocina del piso bajo.
quise que mi marido hiciera alguna fotografía del interior, pero ni la fuerza de
un viento huracanado le hubiera hecho entrar en la casa porque se habría
agarrado con todas sus fuerzas al dosel de la puerta. Hice caso omiso de sus
consejos y reconvenciones y seguí curioseando con la impresión de que estaba
tocando un sueño que se había desvanecido, transformado en una realidad
cotidiana. Me convencí de que los sueños los destruye el tiempo, pero aún me
quedaba la leve esperanza de que el tesón por conseguir algo, casi siempre es
recompensado.
Mi Ham Spray había desaparecido,
pero seguí abriendo puertas por si alguna conducía al pasado. En un armario o
despensa de la cocina, donde creí que podía haber algún resto de aquella vajilla
que pintó Carrington, con gatos y flores, encontré trastos amontonados,
periódicos y leña seca para encender las chimeneas en invierno, botas viejas con
barro ya cuarteado, y noveluchas amarillentas de leer y tirar.
Dentro de aquel pequeño cuarto
oscuro había una repisa a la que no llegaba con la mano, pero me subí a una
silla, como el niño que quiere atrapar el tarro de miel que no está a su
alcance, y hubo una mirada de desencanto a las cajas vacías y oxidadas, a los
trapos viejos y a otras inmundicias. Detrás de una jarra desportillada apareció
un fardo polvoriento envuelto en un trozo de seda descolorida en la que aún se
podían reconocer aquellos ramajes y dibujos geométricos de los diseños de
Vanessa Bell.
En seguida advertí que la tela
envolvía un montón de cartas sin sobres, la mayoría escritas a mano, otras a
máquina con letras que subían y bajaban, como si algunas teclas estuvieran
hundidas por el uso. Y, pegada a aquel mazo de correspondencia, una nota que
traduje como pude, mientras mi marido empezaba a enfadarse y me instaba a salir
de aquella casa, con voz enérgica que no daba lugar a dudas.
La nota, firmada por Vanessa,
decía: “Virginia, unas semanas antes de que volviera a sentir aquellos terribles
desórdenes mentales que, en esa ocasión, la llevaron al suicidio, insistió en
que debía quemar estas cartas. Nunca compartí su punto de vista. Si he
conservado durante toda la vida las cartas de cualquier miembro de la familia y
las de los amigos, con mayor razón estas en las que las dos hermanas tratamos de
analizar nuestras vidas con total sinceridad, aunque, sin duda, era ya tarde
para un balance de esta naturaleza.
Pienso que debes leerlas.
Después, haz con ellas lo que creas más oportuno: condénalas al fuego o hazlas
públicas para que la gente conozca no sólo mi auténtica personalidad sino la de
Virginia. Lo que decidas estará bien porque no me interesa en absoluto, a estas
alturas de la vida, igual que no me importó cuando era joven, lo que de mí pueda
decirse. Sí creo que toda la luz que se derrame sobre Virginia, que tan
tenebrosas épocas pasó, le será favorable, como mujer y como escritora”.
La nota iba sin epígrafe y pensé
que Vanesa se dirigía, tal vez, a cualquiera de sus hijos que podían
sobrevivirle. No hay que aclarar que, antes de dejar Ham Spray, escondí el
paquete de cartas en el fondo de la mochila. Estuve muy a punto de llevarme
también la biografía de Duncan Grant, que me tentaba desde el pasamanos de la
escalera, pero la mirada de bulldog de mi marido y su apremio porque
saliese de esa casa, que él creía ajena, impidió que ahora yo sepa toda la vida
y milagros del pintor.
Lamento, una vez más, que mi
inglés no sea lo suficientemente bueno para que, en mi traducción de las cartas
de Vanessa Bell y Virginia Woolf, las dos hermanas, no se aprecien demasiado
bien los matices que diferencian la escritura de ambas, menos íntima la de
Vanessa, más lírica la de Virginia de lo que aquí podrá reconocerse, pero he
hecho cuanto he podido. No me ha faltado voluntad ni la pasión necesaria para
llevar a cabo mi trabajo.
Nota
de la Redacción: agradecemos a Bartleby
Editores en la persona de su director, Pepo
Paz, la gentileza por permitir la publicación del extracto
del libro de Ana María
Navales, El final de una
pasión (Bartleby,
2011), en Ojos de
Papel.