Antes que La conquista de lo cool, leímos Rebelarse vende. El negocio de la
contracultura, cuyos autores creyeron poder desenmascarar las claves que
constituyen la historia de los movimientos contestatarios que explotan en la
llamada década prodigiosa. En este texto -que se editó antes en España (2005),
pero que es en realidad posterior al que nos ocupa (edición original en 1997)-
se alude al trabajo de Thomas Frank para reforzar su línea argumental, pero
cuestionando la blandura de su título: no hay “conquista de lo cool”, lo cool fue desde el origen un producto del
laboratorio de ideas de Mad Avenue, donde -como saben los seguidores de Mad Men-
se ubicaron las agencias de publicidad más vanguardistas desde los años
cincuenta.
Se diría que tienen razón: a
medida que avanzamos en la lectura del ensayo de Frank, nos asalta la impresión
de que su inclinación consiste en escapar al corsé de moderación que impone el
título, y que su convicción profunda es que el marketing no se limitó a
aprovechar a posteriori el espíritu de inconformismo, individualismo y
transgresión que se apoderó del ambiente que respiraba la sociedad
norteamericana de los sesenta: fue más bien una creación suya. Es cuestión de
prudencia intelectual no asumir en toda su extensión una aseveración tan radical
que llega a tomar tintes de conspiranoia. Si redujéramos la contracultura a un
efecto publicitario, estaríamos reduciendo un movimiento de masas con enorme
influencia sobre todas las áreas a marcos tan estrechos como la campaña de
la Generación Pepsi, con la que la segunda marca mundial de
refrescos de cola consiguió reducir su distancia de ventas con el eterno rival
gracias a una astuta utilización del espíritu rebelde y juvenil de aquellos
tiempos.
Frank sabe de esos riesgos, y en ningún caso parece querer
asumir la crítica de “reaccionario” que podrían ganarse mucho más fácilmente
Potter y Heath, quienes no dudan en afirmar que la contestación se ha banalizado
desde los años sesenta, disolviéndose en una serie de iconos con tanta eficacia
publicitaria como intransitividad política. Si Rebelarse vende fue una respuesta a la
renovación de los principios contraculturales propuesta por Naomi Klein
(canadiense como los autores, Potter y Heath) y su No logo. El libro negro de las marcas,
donde se intentan desenmascarar las nuevas prácticas del capitalismo
corporativo y se nos anima a una nueva ética del consumo, La conquista de lo cool podría
considerarse como una reacción intelectual contra los cultural studies.
Thomas Frank atribuye a las
corrientes de estudios culturales la costumbre de centrar sus investigaciones
sobre las condiciones de la recepción y no las de la producción; en otras
palabras, teorizan sobre las estrategias de resistencia y no sobre las del
poder. Así, nos han habituado a intentar rescatar formas de heroísmo entre el
consumidor de masas, lo que conduce a una subestimación del trabajo de quienes
producen la cultura masiva. Este cambio metodológico arrastra una variación
decisiva en la visión de los fenómenos culturales: la teoría de la
asimilación, con la que Frank
resume la línea de interpretación de los estudios culturales, debe ser superada.
Sostiene supuestamente esta teoría que los significantes son producidos desde
terrenos sociales alejados del poder y con vocación contestataria, y que sólo a
posteriori son reconvertidos a la
condición de mercancía por las marcas, de tal manera que la rebelión se hace
masivamente consumible como puro simulacro, lo cual la vuelve rentable para las
corporaciones, privándole a su vez de su capacidad corrosiva.
Este proceso no se repite siempre
de idéntica forma: a veces los significantes -como reconocen los propios
estudios culturales- no son asimilados, sino directamente producidos por la
industria del espectáculo. Lo que verdaderamente importa en esta visión es
rescatar la posibilidad de la resistencia en función de los modos de
apropiación. Así, para autores como John Fiske, no es demasiado importante si el
artefacto cultural proviene de las clases populares o si ha sido concebido en el
brain storming de una multinacional,
lo realmente trascendente es cómo
la gente –y muy en especial los colectivos desfavorecidos- recibe dicho
artefacto, la manera en que reinterpreta y transforma el valor de los mensajes.
Para Thomas Frank, a la base de planteamientos como el de Fiske subyace un
prejuicio idealista que obtura la precisión del análisis: las clases populares
son el espacio para lo heterogéneo, la llamada cultura de masas es el de la
homogeneidad y la uniformización. En otras palabras: la transgresión y la
empresa son incompatibles.
Explícita o implícitamente, Frank
dedica el conjunto de su libro a refutar este posicionamiento, que no es sólo el
de Fiske o el de los estudios culturales, ya que identificamos un tópico
generalizado según el cual las corrientes liberacionistas de los años sesenta
constituyen formas de resistencia directa contra el capitalismo. En un escorzo
argumental ciertamente astuto, Frank compara la visión de la izquierda, que ha
encontrado en la contracultura de los sesenta el referente mítico de las
posteriores rebeliones, con la de ultraconservadores como Newt Gringrich, azote
parlamentario en su momento de Bill Clinton, que encontraba en la cultura
contestataria de los sesenta la semilla de la plaga que desencadenó el desorden
social de los noventa. Para los ideólogos de lo que ahora llamamos el Tea party, la contracultura sería una
aberración que sedujo a las élites y echó a los jóvenes en brazos de la molicie
y las drogas. Esta perspectiva extrema –que da lugar a héroes cercanos a lo
esperpéntico como John Rambo, superviviente del Vietnam y víctima de la traición
de sus conciudadanos- no llega a imponerse sobre la visión hegemónica, según la
cual las corrientes contestatarias de los sesenta liberaron a las sociedades de
las peores esclavitudes heredadas de los antiguos regímenes y los últimos
residuos del victorianismo, propiciando el ajuste de los mapas morales a los
nuevos modelos sociales del mundo contemporáneo.
Pese a su abierta hostilidad, la
versión ortodoxa de la izquierda y la reaccionaria comparten un error: ninguna
parece dudar de que la contracultura es lo que dice ser, es decir un movimiento
antagónico. En todo caso, los teóricos de izquierda suelen reconocer que uno de
los riesgos que soporta la contracultura, y al que en gran medida sucumbieron
sus propuestas liberadoras, es la banalización de sus signos, operada a través
de las antenas que las corporaciones sacaron a las calles contratando a agencias
de publicidad. No otra cosa es la teoría de la asimilación, por eso suelen
insistir en ejemplos como el de los sucesivos festivales de Woodstock, supuesta
conmemoración de aquel episodio de amor y paz y convertido en un espectáculo light ideado por las multinacionales. La
visión de Frank es que la contracultura supuestamente real, la simulada o
mercantilizada son indistinguibles.
“La inmensa mayoría de autores
están de acuerdo en que la contracultura, en tanto que movimiento de masas
diferenciado del estilo bohemio que la precedió fue desencadenada –como mínimo a
partes iguales- tanto por las novedades de la cultura de masas (en particular
por la llegada de los Beatles a Estados Unidos en 1964) como por cambios en las
bases de la sociedad. Los héroes de la contracultura fueron estrellas de rock y
celebridades rebeldes, actores millonarios y trabajadores de la industria de la
cultura. Los momentos más brillantes de este movimiento tuvieron lugar en la
televisión, la radio, los conciertos de rock y la gran pantalla. Treinta años
más tarde, su lenguaje y su música nos parecen justamente lo contrario de
aquella cultura popular que tan fervientemente aspiraban a ser: desde los tacos
artificiales a la visión angelical de la comunidad, pasando por la vergonzosa
imitación del acento de Woody Guthrie que emplea Bob Dylan y los trabajos
asombrosamente pretenciosos de grupos como Iron Butterfly o The Doors, los
ídolos sagrados de la contracultura apestan a afectación y falsedad, a sueños
que llenaban los momentos de ocio de niños blancos de familias acomodadas...”
(pp. 30-31)
La convicción que ilumina este
ensayo es que no estamos ante una simple confiscación de la creatividad popular
por la industria de masas. Hay, ciertamente, un espíritu de controversia con el
conformismo y a favor de la autenticidad, el individuo, la transgresión y la
diferencia que hizo fortuna en los años sesenta y cuyo recorrido va mucho más
allá de aquellos años, pero no se gestó en los barrios bajos ni en los clubs de
carretera a los que Dylan llegó en auto-stop por la Ruta 66, sino en las oficinas
de Mad Avenue, primer lugar donde se empezó a entender que los tiempos estaban
cambiando, pero no en el sentido más o menos adánico que prometían las canciones
hippies: estamos hablando en realidad de una mutación en el seno del
capitalismo.
Para hacernos entenderlo, el
autor necesita documentarnos respecto al cambio de mentalidad que estaba
empezando a producirse en el seno de la industria, cuyas empresas trataban de
adaptarse a duras penas al nuevo tipo de sociedad que se venía configurando
desde la posguerra. Y esto nos
lleva a Mad Avenue. Conviene saber que el hábito de criticar al capitalismo por
su poder uniformizador había empezado ya en los cincuenta. A ese tiempo
corresponden textos tan oportunos e influyentes como La muchedumbre solitaria, de David
Riesman, Los persuasores ocultos, de
Vance Packard, El capitalismo americano,
de John Kenneth Galbraith, y, muy especialmente, El hombre organización, de William H.
White. Estos estudios pusieron el dedo en la llaga, pues incidían en la
melancolía que sobrevenía a los norteamericanos en un tiempo en que el
descendiente de los antiguos pioneros, a cambio del bienestar, se había
convertido en la pieza anónima de una gran máquina. Pero no hace falta acudir a
las esferas intelectuales: como explica Frank, hasta en las tiras matinales de
Charlie Brown encontrábamos a Snoopy ironizando sobre la llamada “Teoría X”,
según la cual la eficacia de la empresa capitalista y la consiguiente
prosperidad han de ser producto de un férreo sistema disciplinar cuya misión es
canalizar estrictamente la transmisión de órdenes, no permitiendo que la
panoplia de la creatividad y la libertad del individuo abra incertidumbres sobre
unos protocolos de actuación incontestables.
La novedad en los sesenta no
es por tanto la aparición de corrientes críticas hacia el modelo productivo que
taylorizaba a las personas tanto como a las mercancías. Es más bien el carácter
minoritario o elitista de esa controversia lo que se hace masivo, lo cual
produjo una conversión ideológica generalizada hacia el bando alternativo al del
hombre-organización. El rock, el cine, las drogas, la ropa, el peinado... Todo
se impregna de los aires de una supuesta revolución que dice reaccionar contra
un modelo social basado en la disciplina. Inicialmente, los teóricos de
izquierda titubearon o incluso fueron explícitamente escépticos –es el caso de
Adorno- respecto a la rentabilidad emancipatoria real de movimientos que
identificaban como juveniles y en los que no veían mucho más que buenas
intenciones. Sin embargo, en el seno de la propia Escuela de Francfurt aparecen
visiones eufóricas de la contracultura, en concreto la de Herbert Marcuse, el
cual consigue hace virar decisivamente la visión de la intelectualidad de
inspiración marxista respecto al fenómeno. La aparición de El nacimiento de una contracultura, de
Theodore Roszak, y El reverdecer de
América, de Charles Reich, hicieron que la década se cerrara sobre sí misma,
dejando un relato glorioso sobre sí misma.
Las claves profundas de esa
aventura son desenterradas por el ensayista en el interior de la maquinaria
profesional de las corporaciones, muy lejos de los paraísos artificiales del
LSD, las praderas donde se celebraron los grandes eventos del rock o las calles
desde las que se exigían a gritos los derechos de los jóvenes, los negros, las
mujeres o los gays. Uno de los primeros síntomas fue que, a finales de los
cincuenta, los publicistas empezaban a reclamar el tratamiento de artísticas para sus creaciones, las
cuales no habrían de ser violentadas, expropiadas o cortadas sin una fuerte
polémica con los superiores de la agencia o el cliente. Pronto, nos relata
minuciosamente Frank, empezaron a surgir agencias especializadas en escándalos
publicitarios, empresas que presumían de funcionar de forma no burocratizada,
con un modelo de organización supuestamente espontáneo y casi anárquico que
rompía con todas las formas del “pensamiento estreñido”. Se extendió pronto la
idea de que un spot funcionaba en la medida en que lograra crear sorpresa,
controversia e incluso indignación, de manera que la búsqueda de lo nuevo y la
rebelión ocuparon el trono de la previsibilidad, la convención y el conformismo,
que había dominado los mensajes de la publicidad de los cincuenta.
El ensayo proporciona pruebas de
todo tipo que evidencian la solidez de esa impresión; el tipo de anuncio que se
va haciendo habitual en los sesenta testifica que apostar por lo convencional y
la inclusión social equivale a esclerosis, y que seducir a la parte más
hedonista y narcisista del sujeto se ha convertido en la estrategia por
excelencia de la sociedad de consumo. Pero sería muy corto de miras creer que
estamos ante una simple revolución estética. Es algo más, pero no –siempre según
Thomas Frank- en el sentido deseado por los apóstoles de la contracultura, es
decir, en una revolución en los modos de relación entre seres humanos, sino en
el de la transformación del capitalismo fordista, heredero de las formas
productivas y la ideología burguesa de las antiguas revoluciones industriales,
sustituido ahora por un modelo consumista cuyas bases ideológicas están ya muy
lejos del antiguo ascetismo del trabajo, la disciplina, la inclusión social, la
contención sexual o el ahorro. El creativo de Madison Avenue, con su explosión
de genial individualismo que venía intentando emerger entre el gris de la
empresa de los cincuenta, es el símbolo de la sustitución de la Teoría X por la Teoría Y, que sentencia el final
del hombre-organización a favor de un seductor anarquista, cuyo epítome
posterior muy bien podría ser un personaje como Steve Jobbs. Es una mutación en
el interior de la empresa capitalista lo que, según Frank, está representando la
corriente contestataria de la contracultura. Y sus signos provienen de Mad
Avenue, por más que las masas de supuestos contestatarios del momento creyeran
justamente lo contrario.
La conquista de lo cool es un texto al
que conviene atender, y no solo bajo la alargada sombra del éxito de
Mad Men, una
ficción televisiva en la que se
presiente la influencia de este ensayo anterior en el tiempo a la creación de la
serie de Matthew Weiner. Su esfuerzo documental lo convierten en un trabajo más
creíble y honesto que el de Potter y Heath al que ya nos hemos referido. Sin
embargo, La conquista de lo cool se
resiente tanto como Rebelarse vende
de la tendencia a desmitificar la trascendencia del fenómeno social al que
se refieren, la contracultura, desde la estrategia de la simplificación y la
ridiculización de sus propuestas. Es un procedimiento empleado ya muchas veces
respecto a algún otro de los movimientos contestatarios de los sesenta, por
ejemplo el Mayo Francés, cuya seriedad queda supuestamente desvirtuada cuando se
insiste en analizarlo a partir de sus consignas más radicales e intransitivas,
dejando sistemáticamente fuera los aspectos más serios e influyentes de su
devenir. De igual manera que la primavera parisina creó una conmoción en el
mundo occidental cuyas implicaciones están aún por evaluarse en su justa medida,
las corrientes contestatarias de los sesenta –las identifiquemos o no con el
rótulo “contracultura”, bajo el que autores como Frank tienden a agrupar
demasiadas experiencias heterogéneas- han producido suficientes transformaciones
en la vida de la gente como para reducirlas a un ramillete de inspiradas
consignas publicitarias que incitaron al consumo a los jóvenes de clase media,
los cuales llenaban la habitación de pósters de los Beatles en plena meditación
budista mientras apuraban su tiempo de irresponsabilidad a la espera de ingresar
en la maquinaria del capitalismo. Quizá nunca se produjo la revolución, o quizá
no se ha producido como la habían imaginado sus profetas, pero reducir el mayor
movimiento de contestación democrática de la historia de Occidente a un invento
de personajes como Don Draper parece difícil de asumir. Y ello por más que el
autor intente ocasionalmente ponerse a cubierto contra la acusación de sustituir
la teoría de la asimilación por la de la conspiración.
Tampoco parece suficientemente
convincente la crítica que Thomas Frank lanza sobre la tradición de los estudios
culturales. Este esfuerzo de refutación es uno de los motores de su ensayo, pero
la presentación de las propuestas de esta corriente –por lo demás muy
heterogénea- acude con frecuencia a los episodios menos desarrollados y más
urgentes y torpemente eufóricos, lo que presenta un paisaje simplista de la
posición rival. Sorprende en este sentido que ni una sola vez se nombre en el
texto a Raymond Williams, cuya visión de toda esta problemática es infinitamente
más consistente e influyente que la de Fiske, de quien sí aparecen algunas
citas. También es llamativo que se insista tanto en la concepción que de la
contracultura manejan autores como Roszak o Reich, influyentes en su momento
pero con escaso recorrido posterior, y que se despache tan insustancialmente la
posición de Herbert Marcuse, por no hablar de otros pensadores de amplio calado
que fueron leídos por muchos de quienes, además de ver spots televisivos, se
rebelaron sinceramente en pro de una sociedad más democrática y unas relaciones
sociales que no sometieran a los sujetos a la condición de mercancía ni los
convirtieran en carne de cañón para la Guerra del Vietnam. De todo esto no parece quedar
mucho eco en los laboratorios de Mad Avenue, donde –según Thomas Frank- se gestó
ese supuesto simulacro al que llamamos la
contracultura.