Estaba claro que la crítica oficial de posguerra había manipulado el
sentido de esas novelas. Pero no sólo la crítica. También el autor cantó su
palinodia tratando de volcar su sentido hacia posiciones más ortodoxas. Mucho
peor fue su suerte con el paso de los años. Su novelística y su inmensa labor en
prensa fueron postergadas casi en su totalidad. ¿Cómo podía plantearse el
rescate del autor de
Una isla en el mar rojo? Era más sencillo
identificarlo con la dictadura. Segunda falsificación. Y se hizo el silencio. La
historia literaria española ha sido muy dada a este tipo de operaciones de
inclusión y exclusión según sus intereses ideológicos, impregnada de ciertos
usos judiciales. Surgieron los fiscales y mandaron al escritor al purgatorio,
allí donde sólo es audible la afonía de los muertos. Aparecieron después unos
pocos promotores del incienso. A la condena le sucedió la hagiografía, el relato
de un hombre sin contradicciones, los beneficios de la elipsis. También se
equivocaban.
Dentro de Wenceslao hay muchos Wenceslaos. Individualista,
rebelde, dandi, tímido, escéptico, antirrepublicano. ¿Conservador? Sí, pero no
siempre ni en la misma medida. Imposible agotar el retrato, porque el modelo es
cambiante. Wenceslao vivió la Restauración, la dictadura de Primo, la República
y el franquismo. Su pensamiento y su literatura se encuentran inscritos en una
evolución que no puede reducirse a un corte sincrónico, a un adjetivo
totalizador.
Wenceslao es sobre todo un maestro
de las formas breves, del cuento y del artículo. Su talento brilla hasta la
excelencia en los espacios cortos
Novelista
mediano, Wenceslao es sobre todo un maestro de las formas breves, del cuento y
del artículo. Su talento brilla hasta la excelencia en los espacios cortos. Las
Acotaciones de un oyente, que se extienden a lo largo de veinte años,
representan una historia de España pasada por el tamiz del sarcasmo. Su lectura
es como aventurarse en el tren del miedo: un trayecto marcado por el asombro, la
carcajada y la amargura. El humorista es siempre el hombre que sabe demasiado;
por eso se le teme o se le desprecia. Nadie como Fernández Flórez vapuleó a una
clase política egoísta y ágrafa. Mientras Valle-Inclán perfilaba su esperpento a
través de la figura de un poeta ciego con la voz templada por el aguardiente, él
asistía cada mañana, desde su tribuna de prensa en el Parlamento, a una sesión
interminable y grotesca con personajes reales que graznaban delante de sus ojos.
Fue un regeneracionista mesiánico: a su juicio, sólo Antonio Maura poseía el
carisma político para emprender una purificación nacional que pasaba por la
derrota del endémico caciquismo. La estación final de ese viaje por los baldíos
del desengaño, una crónica titulada “El redactor de sucesos” que Wenceslao
publica en
ABC en abril del 36, aprieta todavía hoy en la garganta del
lector como un torniquete: ante la inminencia de la tragedia, las palabras ya no
sirven, se pudren en el papel o en la boca. Moribundo país.
Sobresaliente en la crónica política, Fernández Flórez también es un
notable costumbrista, aunque se reserva un poco más el acero y no pretende hacer
sangre. Fue un crítico teatral ágil en la nota reporteril y justamente
despreciativo con géneros como el astracán. Cerrado el grifo de la crónica
política, se interna en la crónica deportiva y taurina armado de una distancia
benévola, sin el ardor satírico y caricaturesco de otros tiempos. ¿Fue entonces
un satírico que se quedó sin tema? ¿Se autocensuró, como señala Díaz-Plaja? Nos
faltan datos para sostener una afirmación así. Más bien, parece que se adaptó a
su público y exprimió su ironía —ya no ácida, sino melancólica— donde otros
cayeron en la soflama política o murieron de inanición
literaria.