Querido amigo: escribo desde la cama, una tarde de cielo incierto, 
bochornosa y oscura. La tormenta se anuncia en la presión que sufre mi cabeza, 
pero aún no ha mostrado su verdadera cara. Hace un rato, asomado a la terraza, 
he seguido el avance de su preludio. Siempre imaginé así el fin del mundo, sin 
estruendos ni grandes alteraciones. Sólo quietud y el tiempo que pasa. 
Desde aquí puedo ver el embarcadero, pero el Gipsy ya no está… 
Los veleros se alinean con obediencia y mansedumbre sobre la superficie 
líquida. Soy como un balandro mal amarrado. Un poco de viento, una marejadilla, 
y todos los cabos ceden, dejándome a la deriva. 
Con la bajamar llega 
hasta mí el olor que más conforta mis pulmones. No soy un enfermo romántico y, 
aunque te sé amante de los finales trágicos, mi ahogo no tiene nada que ver con 
la tuberculosis. 
Otra vez la enfermedad se ha cebado en mí. Es, en 
cierto modo, como este atardecer. Ha extendido su sombra sobre mi casa sin que 
me diera cuenta, hasta dejarme a oscuras. 
El doctor Arsénico (yo lo 
llamo así a veces, con una liberalidad que no pretende juzgarle y que no me 
exige ser demasiado imaginativo, pues se llama Arsenio Lugrís, no Lupín), salió 
a principio de mes para Albuquerque. Allí viven su anciana madre y una tía que 
cuida de ella, aunque no es mucho más joven que su propia hermana y, al parecer, 
precisa tantos cuidados como la otra. ¿No caerá en la cuenta Lupín? ¡Cómo se 
chapotea en el lodo genético sin sacar nunca del todo los pies del barro! 
El doctor, te decía, que no soporta el peso de organizar su propia 
agenda, visita a la autora de sus días con la regularidad de una verdadera 
profilaxis. Aunque dudo mucho que permanezca a su cabecera a lo largo de todo el 
mes. Sabe Dios qué hará y a dónde irá, el muy ladino. Puedo imaginarlo, 
deslizándose por las pistas de cualquier estación del cono sur, obedeciendo a 
maman que le dice: descansa, hijo, descansa… 
Una vez más me ha dejado 
aquí, abandonado a mi suerte, sitiado en mi Orán. No presento ganglios que se 
hinchan ni bubones. No hay manchas negruzcas o fiebre. Rieux se va de vacaciones 
y me condena a tomar vacaciones a mí. Un caso aislado no hace una epidemia. 
Además (de sobra lo sabe él), el brandy me sirve de depurativo. Creo que le 
aburre mi obstinación en visitarme, creyendo siempre que se trata de otra cosa. 
Gustará, supongo, de las caras nuevas y yo soy, en el mejor de los casos, un 
asunto muy viejo. 
Te preguntarás por qué no recurro a otro. Hay tantos 
que podrían prestarme ayuda… ¿Sustituiría el amante los besos de su favorita por 
los de una cualquiera? 
Desesperado, en una de las ausencias de Lupín, 
caí en esa trampa. Di con uno de esos apellidos que llevan la Y en el medio, 
Pérez y Ferrándiz, Pi i Molist. Me pareció una garantía. La placa y la nobleza 
del edificio confirmaban mis expectativas. ¡Señor!, ¡menudo trago! La bata era 
verde, corta como el delantal de un carnicero, tipo faldilla, y hasta me pareció 
que la ataba con varias vueltas de cordoncillo. El sujeto cojeaba a pesar de la 
plataforma que compensaba su escoramiento, y tenía un ojo estrábico que 
parpadeaba y empañaba de astucia la límpida estancia. Me frenó en seco. No me 
permitió explicarme. Una breve introducción, para entrar en materia, debió 
parecerle un circunloquio cansino e innecesario. Fue brusco y desalmado. Creo 
que sólo soportaba su profesión prescindiendo de los pacientes. Sacudiéndome 
como una alfombra vieja me dijo: 
-¡Déjese de bobadas! Usted está 
buscando algo… no piense tanto en la muerte, échese una novia guapa y haga lo 
que todo el mundo. 
Bueno, quizá la memoria me falla (no sería la primera 
vez, y no habría de ser la última que, jurando recordar con fidelidad los 
detalles de un suceso, descubriera con asombro que me equivocaba, que en 
realidad no había perdido el reloj aquel aciago año, sino mucho tiempo después, 
o que llovió una mañana irradiada de luz a través de mi niebla opalina), y le 
atribuyo palabras sin ser del todo preciso. 
No voy a ocultar que hubo 
una segunda vez, cuando Lupín y yo embarrancamos y permanecimos en dique seco. 
Yo había mejorado un poco, pero la progresión se detuvo. Soy poco amigo del 
orientalismo y aprecio el common sense en lo que vale. Sé que consideras el 
método científico una superstición más, pero yo me siento más cómodo si detecto 
cierta ortodoxia. Sin embargo, ¡estúpido necio!, me dejé llevar. No pierdes 
nada, por si acaso… Desvié mis pasos hacia la medicina natural. Entré en una 
especie de oficina de turismo como visita el apóstata la casa del Señor. Su 
mirada se pierde más allá de los vitrales, aturdido por el esfuerzo del asma. Y 
aunque el Bautista exhortara a la comunión, fuera el día es tan hermoso… Así me 
sentía yo, tumbado en la camilla de un don Purgón, con un péndulo sobrevolando 
mi cuerpo con las oscilaciones del incensario. Y dudaba, amigo mío, dudaba… 
¿Acaso no gobierna la química en todas partes?, y que una práctica sea 
milenaria… No sé qué habría pensado de Lupín, si me hubiera invadido de 
sanguijuelas en la primera cita, practicándome una sangría. Todo aquello me 
resultaba teatral. No acababa de decidir si lo que provocaba mi embarazo era un 
exceso de vanguardismo o la versión más arcaica de cualquier especie. No estaba 
seguro. Bien es cierto que el precio de la consulta fue lo de menos, pero con el 
cheque para cubrir los gastos de cacharrería (¿qué iba a hacer con todo ese 
zinc?, ¿tenía que tomar selenio?, ¿hipérico?, ¿Inositol en polvo?), podía 
haberme comprado un bonito traje mil rayas, con la agradable sensación de 
señorío que eso le procura a uno. Soy frívolo a todas horas Francis, ya me 
conoces. Vestido de Sir lo soporto todo mucho mejor. Pero Purgón me abrumó con 
su charlatanería de grupo de apoyo, plagada de lugares comunes y experiencias 
propias, una letanía que no acababa nunca. Era una versión desagradable y 
catatónica de mi Lupín, mucho más suave y menudo que aquel sucedáneo. Había 
muchos la vida es así, hay que vivir el momento, sólo estamos de paso, 
salpicados de esoterismo de bazar y la espiritualidad ingenua del que adopta una 
cultura que no conoce. Qué puedo decir, amigo mío. Siempre me sucede lo mismo. 
Me quedo mudo, sin las fuerzas del único hombre con piedad que convence a los 
otros once después de darle la vuelta a todo. ¡Atrevido farsante! Antes de 
despedirme quiso saber si creía. 
-Si creo, ¿en qué?, le pregunté 
desconcertado, y seguí con mi mirada la suya, que se detenía en la cruz de 
aventurina que pendía sobre mi pecho. 
-¡Ah!, ¡se refiere a eso! 
Sonreí algo azorado, me pregunté qué clase de respuesta esperaba, 
recompuse la chaqueta de espléndido corte, estreché su mano y me fui. En 
resumidas cuentas: volví al redil, callando ciertas veleidades para no herir a 
mi custodio. De todos modos eso ya no importa. Por mucho que espabile, Lupín 
llegará desde montañas a mí vedadas, hasta alcanzar su viejo valle conocido 
irremediablemente tarde… 
Mi escritorio está limpio, despejado, encerado, 
listo para cambiar de manos. No soy capaz de encontrar un buen método, ni 
siquiera para morir. Si Dios fuera mi pastor y nada me faltara… Utilizo el 
bolígrafo más barato del mercado y soy esclavo de los folios blancos. Apilados 
en perfecta columna me esperan y me reclaman. ¿Qué debe hacer este embriagado 
Ulises?, ¿entregarse a su seductor canto destructivo o virar la nave hacia otro 
destino? 
¿Conoces el método de los cazatalentos? Empecemos por l’entrée, 
apenas un párrafo, dos, a lo sumo tres, ¿arranca bien? (otra vez una descripción 
del paisaje, obviamente impostada, auxiliada por un falso conocimiento de la 
botánica: camelias derramadas, tilos, lavanda; otro despertar de un hombre en su 
último día; ¡una carta de claudicación como obra póstuma! ¡Santa María Madre de 
Dios!). Vayamos pues directos al plat de resistance. Mmmhhh, al pavo le pesan 
los orejones, mal condimentado, la carne picada se clava en las muelas, 
demasiada mantequilla, y el gratinado… ¡insuficiente! ¡No probaremos el postre! 
y que continúe la criba. ¡El siguiente!, otro fracasado, y luego otro, y otro 
más, en definitiva un pobre diablo que se aliena creyéndose escritor. 
Se 
trata, pues, de enamorar a primera vista, como cuando se conoce a un ser 
hermoso. Se escucha apenas su leve aleteo, y se le ve marchar, y con eso nos 
basta, y hasta puede que ya nunca podamos olvidar su rostro, aún cuando no 
volvamos a verlo. 
Trabajos forzados, Francis, mineros, canteros, 
buscadores de oro, eso somos, picando y picando el mineral, extrayendo toneladas 
de roca, para aprovechar apenas unas laminillas de verdadera plata allá en el 
cerro. No pesan, son suaves, fugitivas, y si pasas la mano por esa superficie… 
¡cómo lo notas! Coge a los grandes, Francis, y abre por la primera página. ¡Ah, 
el comienzo! Tu eres de los que saben apreciar la diferencia, pero ¿y los demás? 
En ese concurrido purgatorio de lo inefable, ¿había sitio para quedarnos? 
Yo me consolaba pensando que Dios, en su reparto, había contado conmigo. 
Leíste Anna Karénina en cuatro días, tu mismo me lo dijiste, es verdad que te 
reponías de una neumonía, pero a un León de certero salto le consumió… ¿cuánto?, 
¿ocho años?, ¿diez?, puede que más. ¿Cuánto es mucho o poco tiempo en la vida de 
un hombre, si antes ha de ser niño y joven?, ¿cuándo, pues, es tiempo, en la 
vida de un escritor? 
En los días de cegadora bruma la obra de los que 
murieron prematuramente, trabajando día y noche como si hubieran sabido que el 
tiempo del que disponían era escaso y había que vivir de prisa para escribir 
mejor, me quemaba en las manos. Nunca quise pensar en el calvario de los 
editores y los críticos. Todos me parecían, más allá de mi personal escrutinio, 
gigantes que me aplastarían sin piedad como a un moscardón de verano. ¿Y los 
lectores? (el lector, en singular, esa suprema deidad a la que se dirigieron 
explícitamente los genios). ¡Mirad, pardillos, cómo os lo agradecen!: Señor 
fulano, ¿qué pretendía usted decir en la frase segunda de la página 83, cuando 
escribe...? ¿Y no le parece que ese personaje resulta un tanto desdibujado? Y 
ese lamentable final, tan precipitado… ¡A la mierda!, ¡a la mierda todos! 
Satisfacen un rito muy antiguo según los principios dictados por la democracia y 
el estado del bienestar. Los hay que se ponen de acuerdo y leen el mismo libro 
al mismo tiempo. Orgiástico, ¿no?, sexo en grupo. Y luego se reúnen para 
sacudirse toda la marroquinería literaria, después de la merienda y antes de la 
cena. ¡A la mierda! 
Yo me entretenía levantando chozas, pero no 
utilizaba planos. Llegaba el invierno y me fallaba la arquitectura. Cuando 
alguna novedad editorial irrumpía en escena (¡el debutante era joven, 
jovencísimo!), le preguntaba: ¿pero a dónde crees que vas?, ¿a qué vienen esas 
prisas?, no cambiarás el mundo tu solito… Y echaba un vistazo para medir mis 
fuerzas con el nuevo púgil, casi siempre altivo, injustamente desdeñoso, porque 
yo calentaría mi poderosa musculatura para vencer en el combate final. 
¿No es, acaso, posible, que la enfermedad sea al enfermo lo que al 
escritor la metáfora? Quizá esta maladie mía es la expresión de mi propio yo 
socavado. Me he convertido en un pozo seco del que, de pronto, brota un golpe de 
agua contaminada que vuelve a succionar la tierra. No me queda, pues, ni el 
consuelo de mirar más allá de mí mismo y contemplar mi obra póstuma. 
Sé 
que te reirías al recibir de tu cartero lo que tú mismo escarniarás como un 
género anacrónico, pero antes recibirás noticias mías. Dime, amigo mío, ¿qué es 
todo ese exhibicionismo de los tecnócratas, con sus nuevos salones y su 
jerigonza? ¡Relaciones! ¿Acaso creen que han descubierto la pólvora o la 
penicilina? 
Me hago viejo, Francis. El mimetismo y el camuflaje son 
cartas que no existen ya en mi baraja. Me dispongo, pues, a dejarme llevar por 
la tinta, mucha o poca, que aún quede en mi tintero.