Sergio Girona, que trabaja como farmacéutico en Montgat (“alegrar a
la clientela no es fácil, muchos son enfermos crónicos”), se podría
deconstruir, físicamente, como un Lego: corpulento sin ser voluminoso
(más bien “abundante de hombre”, en la visión del poeta
Miguel
Hernández), carnívoro con unos terrones de azúcar (indolente a su pesar),
ofrece una imagen de boxeador que espera en el rincón de la lona el
ring the
bell (toque de campana) que dé inicio al asalto. Se recrea en las metáforas
pugilísticas: “¿No fue
Cortázar quien dijo que la novela gana por puntos
y el cuento por k.o.?”. En
El hombre que habla y
habla (Ediciones
Carena, 2011), Sergio se ha
quitado de encima el polonio radiactivo de sus frustraciones, alejándose esta
palabra del vocablo que mejor definiría su particular momento personal:
“fiasco”, como si realmente él hubiera agonizado igual que el exagente del KGB
Alexánder Litvinenko: “Vete de mí, tranquila, / porque voy a sobrevivirte
/ a golpes de amor y de furia”.
A los cinco días de desgañitarse en
versos como
Lorca se revelaba en “Preciosa del aire” (“el viento quiere
violar a una niña y Lorca consigue que sea incluso bonito”), Sergio conoció a
Celia López, mujer intuitiva, la del medio de seis hermanas, paraguaya
residente en Barcelona desde el 2006. Es su representante, a quien reverencia,
en un sentido más afectivo que los saludos del capitán Cobarde
Francesco
Schettino a los adeptos que le piden que no se rinda (“
Comandante, non
mollare”). La conoció en el “mercado de carne” de los chats, y, tras quedar,
tras oírse mutuamente las voces y pasarse los teléfonos móviles, su dulzura se
impuso.
Ahora, Sergio está trabajando en una novela sobre el
abuelo
de Celia, perillán que luchó en la Guerra del Chaco (1932-1935) y que murió
a los 97 años de edad. “Voy por el capítulo cinco, y explicaré cómo se lió con
una india para tener hijos con ella. También quiero poner el dedo en la llaga de
Estados Unidos, responsable de la Operación Cóndor, que plagó de dictaduras
Latinoamérica”, infiere Sergio, que pretende narrar la epopeya del anciano, de
la misma forma que
Theodore Dreiser glosó en
El financiero el auge
y la caída del millonario Frank A. Cowperwood, en Filadelfia.
El autor
Sergio Girona también inició su carrera literaria entre dos mujeres: “Yo me crié
con mi abuela
Hortensia y con mi madre,
Maite. De mi abuela
aprendí a fabular, a chantajear con las palabras. Era muy lista, enfebrecida por
la imaginación. Y de mi madre aprendí a leer. Me daba libros que no entendía,
como
La metamorfosis, de
Kafka, y que yo leía como un cuento”,
sugiere, amalgamando los recuerdos para futuras creaciones literarias. En el
fondo, su vida de “inexperiencias” la han escrito las mujeres: su madre, su
abuela, su exesposa y Celia, que sonríe y le apacienta: “Yo le leo todo, porque
son cosas muy bellas”.