El árbol dijo a la semilla:
«Mírame absorto en mi raíz, en la
savia que nace y corre en mi interior,
(¿no oyes cómo circula
por el
azul del sueño?). En la corteza
suena su música callada,
el silencioso
acontecer que fluye
desde la tierra al vértigo del fruto.»
Y la semilla
respondió: «no busques
descubrirme en la luz, a mí que soy
sol y origen
de nadie».
Cuando llega la noche sin excusa
me hace daño tu voz,
lo intransitivo de tu voz,
la furia de tu sed
junto a la mía.
IV
No hay más destino que el azar. Tal vez
fuese el
aroma de las mismas flores,
su desnudez incierta junto al cobertizo,
o
la pregnancia de la muerte. El joven
supo que el cielo era irritable, que
la humillación es simple, como un vértigo
que nadie en torno se atrevió
a decir.
En la trinchera no hay costumbre, el rico
y el pobre, el justo
y el avergonzado,
todos iguales bajo el sol. La sangre es invisible
y el
alba nebulosa de setiembre
obligó a compartir el desamparo,
sin
desesperación y sin remordimiento;
era otro modo, incierto, de sobrevivir.
Tierra de nadie y para nada, en medio del dolor,
la noche convirtió el
campo de batalla
en un paisaje de sonidos.
El viento aún sopla entre las
ruinas
(en ellas crece la naturaleza)
pero su música perdura, convertida
en hogar.
V
El alba en los escombros se detuvo. A cambio,
toda
posible salvación, la siega de los días,
la redundancia del sembrar, su
frágil
inclinación a la certeza fue
como un soplo animal. La luz era tan
densa
en su interior que hasta el ladrido sordo de los perros
pautaba
los silencios a su alrededor.
Toda una eternidad de tumbas herrumbrosas
mediaba en vano con el viento, aceite
lubricando las bisagras del
anochecer
y la inclemencia del rocío en sus
ojos abiertos frente a un
mar sin rostro
selló la ruta para siempre. Ya
no fue posible imaginar
siquiera
la marcha atrás. Desde los arrozales
pudo sentir el
estremecimiento
de un mundo clausurado, las analogías
de una baraja en
la que el comodín
es un descarte apenas y su imagen rota
sólo un enigma
vuelto del revés,
el súbito fulgor de un cielo raso.
XIII
Pero incluso el fluir de la conciencia
crece en
los territorios del olvido.
Bajo la extrema palidez del aire,
en la
penumbra enrarecida de este cuarto, el gris
(¿o era, tal vez, azul?) se
descompone
en el fiel de unos ojos cerrados para siempre.
No hay
desesperación que no termine
por disolverse en los derrumbaderos
del
transcurrir, sin estridencias,
como las lágrimas que se confunden
entre
las gotas de la lluvia. Aquí
no quedan huellas y la imagen rota
que el
fuego consumió, ya no es un rostro
sino ceniza ajena a las lamentaciones
que a la orilla del mar de la niñez,
donde habrá flores de azahar, el
huerto
de otros naranjos sin Edén, un día
se perderán en busca de
reposo. Que
nadie finja en su nombre el sueño de la eternidad
y sólo
turbe su silencio el eco de la música,
el ruido sincopado con el que suele
hablar el corazón.