En el momento de redactar estas líneas, la novela del escritor madrileño va 
por la segunda edición. En tres semanas se han despachado cien mil ejemplares y 
encabeza la lista de los libros más vendidos. ¿A qué se debe este éxito? Sin 
duda hay una buena, una excelente promoción. Pero sobre todo hay dos cosas más. 
Primera: numerosos lectores fieles a 
Javier 
Marías, que han ido creciendo en número y en adhesión, 
compran la obra. Una nueva novela de autor predilecto será siempre 
convenientemente recibida. Bien mirado, este argumento no tiene sentido: una 
novela decepcionante es lo que peor perdonan los lectores devotos de un autor 
reconocido. ¿Entonces? Segunda cosa a añadir: la novela confirma las 
expectativas y por tanto corrobora lo que del escritor se espera. Este factor es 
determinante. 
Ésa es la impresión que me causado. He leído 
Los 
enamoramientos con placer, con interés creciente y con inquietud, sin 
aparente esfuerzo, como si subiera una cuesta larga pero no empinada: como si no 
tuviera cuatrocientas páginas. El resultado es reparador y a la vez asfixiante: 
al final, cuando salimos de la novela, tenemos la impresión de que hemos llegado 
a la cima, sí, pero todo lo que creíamos ver está envuelto por la bruma. No 
tenemos seguridad de lo que hay más allá o de lo que hemos visto o entrevisto. 
Vamos adentrándonos poco a poco, con brújula, con paso errabundo y reflexivo, 
como suele decir el propio 
Javier 
Marías de su arte narrativo, y a la postre avanzamos con 
tiento y un poco a ciegas, con escasa luz. El lector, este lector, no sabe qué 
se va a encontrar a la vuelta de la página. Pero, además, ratifica la impresión 
de que el autor tampoco sabe gran cosa de lo que se avecina, de lo que va a 
resultar, cuando escribe y va concibiendo la novela. Es cuestión de esperar, de 
estar atentos y de ver qué puede ocurrir. Se trata de observar y de no cansarse 
al primer obstáculo, de no molestarse a la primera digresión o al primer inciso. 
¿Y por parte del novelista? Es cuestión de ser coherente con los datos que 
proporciona: de ser congruente con las informaciones que va dando de cada uno de 
los personajes, de su pasado y de su presente. 
Cuando hemos llegado al 
final, cuando completamos la historia que se nos cuenta y de la que en principio 
nada sabíamos con certeza, este lector lo admite: sale convencido e inquieto, 
como decía. ¿Por qué razón? Porque cuando creía leer una historia de levedad con 
toques humorísticos comprueba que ha leído una historia de gravedad y muerte con 
sarcasmos muy dolorosos. De entrada, esta revelación personal que hago no tiene 
interés alguno. Al fin y al cabo, lo que suceda a uno no es predicable para 
todos; tampoco significativo. Pero lo declaro porque Marías no me tenía ganado 
de antemano: debía convencer a un lector que lo sigue desde hace muchos años, un 
lector que lo ve venir. De nuevo, con los mismos recursos y con otra historia 
diferente, Marías persuade. ¿Y cuáles son esos recursos? La prosa demorada, de 
período amplio y de sintaxis retorcida, con su ritmo envolvente y quebrado, su 
discurrir parsimonioso, sus divagaciones, sus rodeos, sus amplificaciones. 
Marías aturde y a la vez nos hace reflexionar valiéndose de la elocuencia, de 
una locuacidad que se reparte entre los distintos personajes que hablan, cuyos 
discursos se reproducen en estilo directo, en estilo indirecto o en estilo 
indirecto libre: todos atentos a los indicios, a lo que se ve o entrevé o se 
barrunta; y todos 
convocados por una narradora, María Dolz. 
La pérdida de quienes nos son más 
cercanos o nos son más importantes es la clave de esta obra y, casi siempre, el 
motivo constante de Javier Marías. Ya lo era en Todas las almas (1989), 
en Corazón tan blanco (1992). Como la traición ya estaba presente en 
El siglo (1983)
Marías nos hace 
reflexionar en espera de lo que pueda suceder. ¿Y qué va a ocurrir? Ah. Que 
avancemos sin saber lo que va a pasar, que el escritor no tenga el mapa completo 
de su mundo de ficción, no significa que quepa cualquier cosa. Yo no veo trampas 
en Marías, sino el enrevesamiento propio de la vida. ¿De qué va la novela?, 
pregunta el curioso lector. Como dice Javier Díaz-Varela
, un 
personaje importante de 
Los enamoramientos: “lo que ocurre en ellas [en 
las novelas] da lo mismo y se olvida una vez terminadas. Lo interesante son las 
posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos 
imaginarios”. O como añade más adelante este mismo personaje: “la ficción tiene 
la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se da”. 
A lo 
largo de la novela meditaremos sobre el amor y sobre el estado del 
enamoramiento: sobre las trampas que una mujer enamorada puede tenderse, sobre 
los esquivos encuentros con quien es objeto de esa pasión intermitente. 
Meditaremos sobre la traición y la amistad, sobre la delación y la impunidad, 
sobre lo que sabemos o no sabemos, sobre lo que retenemos y extraviamos cuando 
los otros ya no están, sobre la muerte. Porque este último asunto, la pérdida de 
quienes nos son más cercanos o nos son más importantes es la clave de esta obra 
y, casi siempre, el motivo constante de Javier Marías. Ya lo era en 
Todas las 
almas (1989), en 
Corazón tan blanco (1992). Como la traición ya 
estaba presente en 
El siglo (1983). Ahora en 
Los enamoramientos, 
una y otra vez vuelve sobre la disipación, sobre la desaparición, sobre la 
difuminación. Bien mirado --parece decirnos este novelista-- es raro que 
aceptemos la muerte de quienes nos han ido conformando. No sólo los padres o los 
consanguíneos y afines, sino también esos otros individuos que sin tratarlos 
habitualmente estaban en nuestro paisaje. Creemos que sólo nos importan unas 
pocas personas y no es así. De repente, cuando los desconocidos o vagamente 
conocidos ya no están, cuando han muerto o nos han abandonado, descubrimos que 
también ellos formaban parte de nuestro entorno emocional. Aceptemos, pues, a 
quienes nos rodean y tratemos de pensar la vida sin ellos. De inmediato 
comprobaremos que la existencia es una continua amputación. ¿Cómo es posible 
vivir así, sin ellos? 
María Dolz trabaja en una editorial y se codea con 
escritores. Su vida, la existencia de esta mujer de treinta y tantos años, es 
rutinaria y previsible. Cada mañana, antes de entrar a la oficina, desayuna en 
una cafetería de la parte alta de Príncipe de Vergara, en Madrid. Es un hábito 
saludable, pero no por la dieta, sino por la alegría que algunos parroquianos le 
dan. Todos los días, un hombre y una mujer hacen lo mismo que ella: desayunan 
antes de separarse. Parecen profesarse todo el amor, una ternura sin énfasis, 
sin ostentación. Ríen, sonríen y susurran con complicidad, con dicha. María los 
ve desde una mesa cercana y su satisfacción crece. Envidia su felicidad y a la 
vez les agradece interiormente el contento que le procuran. Hay personas que nos 
confortan, que nos infunden optimismo. Su simple presencia nos anima y nos ayuda 
a sobrellevar lo ordinario y lo repetido, que es el grueso de la existencia. 
Expresamente no hacen nada por nosotros, pero ese deleite que las envuelve, su 
dinamismo, su energía sensata o su placidez nos alivian de tanta carencia, de 
tanta duda, de tanto ultraje secreto o manifiesto que padecemos. 
¿Pero qué pasa cuando acotamos y a 
la vez profundizamos, cuando detallamos y reproducimos el transcurso del tiempo? 
Me refiero al tiempo real que pasa lentamente en un presente continuo en el que 
hay hechos y conjeturas sobre acontecimientos 
escasos
Observemos la fotografía de la 
cubierta. Es la imagen misma del optimismo y la felicidad. Pertenece a 
Elliott 
Erwitt, célebre retratista de la agencia 
Magnum. 
Es muy preciso lo que en una página Erwitt dice de su arte y eso que dice es muy 
pertinente para el caso de esta novela. 
“Uno de los resultados más 
importantes que se pueden conseguir con la fotografía es hacer reír. Si además 
se altera la risa con las lágrimas, como ha hecho Chaplin, se logra la conquista 
más importante. Yo no apunto forzosamente tan alto, pero reconozco que se trata 
del objetivo supremo”. 
En parte, eso es lo que nos confiesa María, la 
narradora de Marías. En una página de la novela leemos sobre esta gran verdad: 
“Hay personas, que nos hacen reír aunque no se lo propongan, lo logran 
sobre todo porque nos dan contento con su presencia y así nos basta para soltar 
la risa con muy poco, sólo con verlas y estar en su compañía y oírlas”. 
Y sigue: “Eran el breve y modesto espectáculo que me ponía de buen humor 
antes de entrar en la editorial a bregar con mi megalómano jefe y sus autores 
cargantes”. Más aún: era explícito “lo bien que lo pasaban juntos”, esa pareja 
tan elegante y cordial, risueños y simpáticos, pero no empalagosos ni 
edulcorados. De facciones gratas y expresión afectuosa, él lucía hoyuelo en su 
barbilla. Aún lo recuerda con precisión y todo detalle. Ambos sólo cruzaron con 
María Dolz “alguna mirada, de mera curiosidad, sin intención y jamás 
prolongada”. Sentada a una mesa de la cafetería, cerca pero no lo 
suficientemente cerca, la narradora los veía hablar. Hablaban, en efecto, y 
María se preguntaba de qué hablaban, pues “su conversación sólo me alcanzaba en 
fragmentos, o en palabras sueltas”. Trozos de una totalidad que se desconoce, 
cachitos de un entero que se ignora. ¿Qué significaba todo aquello, todas las 
voces malamente captadas, expresión de una felicidad ajena? La narradora y esa 
pareja nunca llegaron a hablar: apenas un par de gestos de reconocimiento o una 
ligera inclinación de cabeza. Y de repente, él muere. 
Miguel Desvern o 
Deverne –pues hay dudas sobre su apellido—aparece fotografiado “en el periódico, 
apuñalado y medio descamisado y a punto de convertirse en muerto”. ¿Quién lo ha 
acuchillado? Por lo que cuentan las crónicas contradictorias de los diarios, el 
autor del crimen lo hizo “por confusión y sin causa, es decir, imbécilmente”. 
¿Por su libre voluntad? ¿Inducido? Buena parte de la novela es una profunda 
disquisición sobre este particular y es también una inquietante reflexión sobre 
la conducta de los vivos, de los que permanecen. ¿Qué hacemos los que quedamos? 
Los deudos pronto olvidamos a nuestro muerto “y nos limitamos a darlo de baja”. 
Pronto nos acostumbramos a su falta. “No sé cómo lo resistimos, ni cómo nos 
recuperamos”, se dice María Dolz. La narradora, precisamente, se resiste a 
olvidar a esta pareja rota, que ella denominó la Pareja Perfecta, a estos seres 
--Miguel Desvern o Deverne y Luisa Alday-- que le daban contento cada mañana 
mientras todos ellos, en sus respectivas mesas, desayunaban en aquella cafetería 
de la parte alta de Príncipe de Vergara, un suspiro o un alivio matutinos de 
felicidad, de felicidad conyugal. 
¿Y las lágrimas, las lágrimas de la 
pareja que 
Elliott 
Erwitt no retrata en su bellísima instantánea? ¿Qué pasará 
cuando alguna de esas personas ya no esté? ¿En qué desamparo nos dejará? 
¿Averiguaremos qué fue de ella? Y, en el caso de que entonces sepamos cosas que 
ignorábamos, ¿cuál será nuestra actitud? Los individuos somos seres 
decepcionantes. Pero no porque afectemos ser lo que no somos; no porque nos 
equivoquemos con las apariencias. Somos decepcionantes porque continuamente 
decimos --y nos decimos-- lo falso; porque constantemente mentimos --y nos 
mentimos— con lo obvio, porque queremos aferrarnos a unas esperanzas que tienen 
mucho de quimeras. Creemos vivir como adultos, con soberanía y competencia, y 
resulta que pronto, bien pronto, descubrimos que somos dependientes de personas 
con las que ni siquiera tenemos trato cercano o íntimo, personas tan 
inconstantes o tan inestables como nosotros. La red de sociabilidad humana es 
verdaderamente asombrosa. ¿Cómo es posible que nuestras relaciones se basen en 
tantos supuestos y en tantas expectativas precarias? 
El personaje 
principal de 
Los enamoramientos, María Dolz, cree vivir una experiencia 
de la que sabe lo básico, pero la pareja con la que no trata, los asuntos de los 
que hablan y los avatares de que participan son confusos, imprecisos, de 
significado incierto. Al menos para ella y por tanto para nosotros, dado que 
María es quien nos precisa los hechos y su interpretación. No es un problema de 
la novela. Es 
el objetivo de la novela. En este sentido, es una obra de 
gran 
realismo. En la vida suelen ocurrir muchas cosas. En las novelas, 
normalmente también: aunque hay datos no dichos, elipsis que abrevian, saltos en 
el tiempo, también en ellas se nos proporcionan muchas informaciones sobre 
hechos numerosos que pasan en el interior de esas ficciones. Los medios de 
comunicación nos han habituado a este modo de ver y de vivir lo real. La 
sucesión, la acumulación y la concurrencia de acontecimientos nos parecen lo 
evidente, lo natural. Todo ocurre a la vez y todo está pasando. Ese vértigo 
informativo es a la vez saturación. 
La prosa de Los 
enamoramientos activa un mundo calmo de gentes distraídas, atentas o 
preocupadas que toman decisiones, que realizan acciones, algunas punibles. O 
no
¿Pero qué pasa cuando acotamos y a la vez 
profundizamos, cuando detallamos y reproducimos el transcurso del tiempo? Me 
refiero al tiempo real que pasa lentamente en un presente continuo en el que hay 
hechos y conjeturas sobre acontecimientos escasos. Si lo pensamos bien, así 
ocurre en nuestras vidas. Nos pasamos una parte importante de la existencia en 
suspenso, mudos, especulando: vaticinando lo que aún no ha ocurrido y no es 
presente. O nos pasamos una parte sustancial de la vida fantaseando, sopesando y 
columbrando lo que es pasado y ya no tiene remedio. O sí, porque los hechos 
dependen de sus relatores, de la historia que da significado a los 
acontecimientos que evocamos. Así lo decía Marías en 
Mañana en la batalla 
piensa en mí (1994) y en 
Negra espalda del tiempo (1998). 
María Dolz reconstruye parte de esos hechos pretéritos mientras vive 
azarosamente un amor que nunca será conyugal. Es propiamente un enamoramiento, 
algo más ligero, provisional o imprevisible… La narradora será informada por su 
partenaire con sinceridad o con doblez, sin que nunca ella pueda asegurar 
la verdad del relato recibido. Amará sin esperar gran cosa; seguirá trabajando 
en la editorial sin dejar de detestar a los escritores, tan maniáticos y hasta 
pendencieros, tan involuntariamente cómicos. Pero sobre todo María Dolz cavilará 
y reconstruirá para nosotros los lectores lo que cree que otros personajes 
piensan, dicen o hacen. Presumirá constantemente, predecirá retrospectivamente. 
¿Por qué razón? Porque sabe poco y lo poco que sabe es incierto, equívoco y 
posiblemente falso o engañoso. La novela es, pues, un relato posible, una 
reconstrucción virtual de lo que pudo ocurrir. María se esfuerza en dar 
significado a las cosas y para eso tiene tratos con algún amigo cercano de 
Miguel y de Luisa: con Javier Díaz-Varela, ese a quien antes mencionábamos. Es 
éste un personaje de rasgos reconocibles que yo aquí no desvelaré. No es 
escritor pero frecuenta a literatos, a profesores de literatura (como ese 
Profesor Rico a quien ya veíamos en 
Tu rostro mañana, 2002-2007). Y 
tendrá tratos con Ruibérriz de la Torre, vinculado a Díaz-Varela y a la postre 
un tipo chulesco e impulsivo (que ya conocíamos por 
Mala índole, 1998). 
Con Díaz-Varela y con Ruibérriz, con sus presencias reales, María vive 
una historia distinta, una historia propiamente humana, dudosa, sin compromisos 
firmes y con miedos: te doy para que me des; te digo para que me digas. Buena 
parte de la novela es el diálogo que mantienen María y Javier. Lo narra ella, 
pero reproduciendo largos pasajes en estilo directo. Así, los lectores accedemos 
o creemos acceder a lo que Javier sostiene y defiende. Es un tipo de verbo 
inflamado que sermonea, que discursea, que incluso conferencia privadamente; un 
tipo que se vale de ejemplos literarios (Balzac, Dumas) para ilustrar sus 
pláticas. ¿Por pedantería? No es una afectación o una impostación: simplemente, 
él es así. Vive la literatura como si las novelas fueran exámenes 
potenciales y de ellas extrae enseñanzas. Pues bien, todo lo que leemos y todo 
lo que María dice que dice Javier gira en torno a Miguel y a Luisa… María 
escucha y literalmente se embelesa. Ha de hacer esfuerzos para no dejarse 
atrapar por esa labia, por esos labios. Ha de hacer esfuerzos para no dejarse 
derrotar por la contundencia expresiva y corporal de Ruibérriz. Ella misma, 
después, nos contará las cosas con elocuencia, con extensión, pero sin 
discursear. Ella misma reproducirá para nosotros los largos parlamentos de 
Javier. 
En esta novela hay ironía y hay desenvoltura, una expresión que 
se dilata y una reflexión sobre unos cuantos asuntos, una reflexión que se 
precipita en honduras. Hay palabras que vuelven como un 
ritornello --y al 
repetirlas adquieren resonancias nuevas-- y hay una corriente de conciencia, una 
especie de monólogo y una confesión que informan y dan sentido: nos intrigan, 
nos hacen suspender el ánimo, en espera de lo que va a ocurrir o del significado 
real de las cosas. El lector no sabe y el autor parece saber menos que su 
narradora. María nos cuenta los hechos manifestando su sorpresa y confesando sus 
estados de ánimo, siempre pasajeros y sucesivos: conforme los incidentes suceden 
y se precipitan. Pero no hay vértigo de los acontecimientos… La prosa de 
Los 
enamoramientos activa un mundo calmo de gentes distraídas, atentas o 
preocupadas que toman decisiones, que realizan acciones, algunas punibles. O no. 
Sus páginas conforman un espacio suspendido, algo borroso, en el que los 
personajes entrevén y prevén, presumen y suponen, charlan y engañan. 
Hay una constante en Marías: en esta 
novela y en otras suyas. Es el ocultamiento que indebidamente se ha revelado o 
amenaza con destaparse, un secreto que casi siempre se refiere a la 
muerte
Leemos algo que María nos cuenta y de 
cuya veracidad no tenemos pruebas. Relata y por ello creemos acceder a su 
intimidad. ¿Pero con qué fin narra esto que ahora leemos? ¿Por qué verbaliza lo 
que ve? ¿Por qué dice lo que siente, experimenta o sospecha? No sabremos la 
razón. Pero narrar siempre es un alivio, una forma de descargar lo que pesa o 
daña; o es un forma de justificarse, de legitimarse, de racionalizar lo que 
hicimos o dejamos de hacer. ¿Cuánto hay de verdad en este cuento de María? La 
narradora cree haber hecho cosas de las que se arrepiente o cree que ha dejado 
de hacer cosas que debería haber realizado. Todo eso nos lo detalla. Es, pues, 
muy precisa, pero al mismo tiempo confía en que ciertos hechos no se destapen, 
no se revelen. Confía en que determinados actos y pensamientos queden sin 
saberse. “No está de más que algunos hechos civiles, si es que no la mayoría, se 
queden sin registrar, ignorados, como es norma”. 
Hay una constante en 
Marías: en esta novela y en otras suyas. Es el ocultamiento que indebidamente se 
ha revelado o amenaza con destaparse, un secreto que casi siempre se refiere a 
la muerte. Con frecuencia, el 
incipit en Marías ya adelanta el asunto: la 
revelación del arcano y la referencia a la muerte. Hagamos una breve enumeración 
de esos inicios. Empecemos con 
Corazón tan blanco: 
“No he querido 
saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía 
mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se 
puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el 
corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor 
con parte de la familia y tres invitados”. 
Prosigamos con 
Mañana en 
la batalla piensa en mí: 
“Nadie piensa nunca que pueda ir a 
encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo 
nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más 
inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no 
esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas veces se ocultan los 
hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere --si no tiene tiempo 
de darse cuenta-- les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus 
apariencias, también la causa. 
Y concluyamos con 
Tu rostro 
mañana: 
“No debería uno contar nunca nada, ni dar 
datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han 
existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban 
ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido. Contar es casi siempre un 
regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento, también es un vínculo y 
otorgar confianza, y rara es la confianza que antes o después no se traiciona, 
raro el vínculo que no se enreda o anuda, y así acaba apretando y hay que tirar 
de navaja o filo para cortarlo”. 
Ahora, en 
Los enamoramientos, el 
motivo de la muerte también se sabe desde el principio: 
“La última 
vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, 
Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su 
mujer, y yo era en cambio una desconocida...” Pero la 
necesidad de ocultar es algo que sólo aparecerá más adelante conforme avancemos 
en el desarrollo de unos acontecimientos confusos o que la narradora ve o quiere 
ver como confusos. ¿Por qué? Repitamos lo que dice: que ciertos hechos civiles 
queden olvidados. Esto es, en la impunidad. ¿Pero, entonces, cómo es que leemos 
esta larga confesión? En principio, ella misma se dice: nadie va a juzgarme; 
tampoco hay testigos de mis pensamientos. ¿Cómo que no hay testigos? Eso no es 
exactamente así: la novela que ahora leemos es una exposición de dichos 
pensamientos. Nosotros somos cómplices. Lo evidente y lo enredado nos llegan 
gracias a ese caudal escrito, a ese torrente de revelaciones seguramente 
inexactas. 
En primera persona, el yo narrador confiesa y expone, 
parafrasea a otros personajes y reproduce conversaciones. Pero sobre todo 
reconstruye hipotéticamente los actos, los pensamientos y los sentimientos de 
terceros: conjetura sobre lo que ellos mismos han podido conjeturar, de modo que 
nos hace ingresar en un mundo evanescente de círculos concéntricos; en un mundo 
hecho de posibilidades y de probabilidades --de actos y de significados 
potenciales--; en un mundo del que lo ignoramos casi todo y del que intuimos o 
sospechamos mucho más. El yo que habla supone y presupone con atención despierta 
o con recelo. Es una persona impresionable, también sugestionable, muy dada a 
profetizar lo que ya ha ocurrido. No sabe mucho de lo que ve: la muerte o su 
simple amenaza la dejan desamparada. Cavila y se abandona a reflexiones 
interminables, a presunciones. 
Y el lector, tras cuatrocientas páginas, 
lamenta el fin, el cese de una narración que bien podría habernos llevado a una 
novela aún más extensa y meditabunda, a un cuento largo de intimidades que nos 
están vedadas. Cotilleamos, pues. Hay melodrama y hay 
suspense, hay una 
historia de amor no correspondido y hay costumbrismo, paradójico costumbrismo: 
una radiografía borrosa de almas que son fantasmales, sombra o voz. Todo 
transcurre en Madrid, en una novela “no necesariamente castiza”. Allí aparecen 
tipos locales y bien característicos, gentes inestables y poco constantes a las 
que también dañan el desaire, la traición, la pérdida. Es, pues, un retrato muy 
preciso. ¿O es más bien un autorretrato? ¿De quién?