Carles Riba: <i>Elegías de Bierville</i> (Libros del Aire, 2011)

Carles Riba: Elegías de Bierville (Libros del Aire, 2011)

    TÍTULO
Elegías de Bierville

    AUTOR
Carles Riba

    TRADUCCCION Y PRÓLOGO
Marta López Vilar

    FICHA TÉCNICA DEL LIBRO
Colección Jardín Cerrado. ISBN: 9788493815479. Madrid, 2011. 90 páginas. 12 €




Creación/Creación
Carles Riba: Elegías de Bierville
Por Marta López Vilar, lunes, 2 de mayo de 2011
Grandes poetas son aquellos que han estado siempre buscando el sentido del mundo en la Palabra y, en ella, la identidad de su propia voz. Es el caso de Carles Riba (Barcelona, 1893-1959), quien atento siempre a tal propósito partió en su búsqueda, impulsado por el fervor de sus primeras traducciones de las Bucólicas de Virgilio en 1911. De este modo, primeramente atisbó esa explicación del mundo en la voz de otros, a través de las resonancias que otorga la traducción. Más tarde llegaron hasta él la voz metafísica de Leopardi y la nostálgica de Pascoli en el recuerdo a la patria perdida. Ambas presencias fueron determinantes en su Primer llibre d’Estances (1919). Luego apareció el Noucentisme, movimiento catalán por antonomasia, del que Riba participó con su Segon llibre d’Estances (1930). Todo ello constituyó las bases de una búsqueda espiritual que culminó, trágicamente, con el exilio en 1939. Estas Elegías de Bierville no son publicadas en castellano desde hace tres décadas.
Riba creía en la poesía y es por ello que veía posible encontrarse en ella a través de los clásicos. Sí, pero sobre todo a través de algo que marcó el resto de su vida: el exilio hacia el que partió junto a su esposa, la también poeta, Clementina Arderiu en 1939. Es por ello por lo que estas Elegías de Bierville están consideradas su obra cumbre, dentro de un extenso trabajo de alta calidad. Una obra de la que emana, con delicadeza, un dolor tan personal que se hace de todos. De hecho, el epigrama introductorio que se inicia diciendo Tristes banderes /del crepuscle… fue entregado, en una ofrenda de compañía, a otro de sus compañeros en el éxodo: Antonio Machado. Fue escrito en mayo de 1938 casi como una oscura premonición y, en enero de 1939, Riba escribió al poeta sevillano en un delicado trozo de papel la siguiente dedicatoria: Con admiración y afecto, en la esperanza común que aún nos alienta. A Don Antonio Machado, su fiel amigo Carles Riba. Esas tristes banderas del crepúsculo fueron entregadas a Machado con la misma esperanza que late en el fondo de este libro.

Cuando Carles Riba comenzó a escribir estas Elegías de Bierville supo que regresaba. ¿Dónde? Esa respuesta sólo incumbe a la poesía: ese lugar transparente que está y no se explica, igual que nosotros no podemos explicarnos ante un espejo. Todo poema es una forma de regreso a uno mismo, y eso quedó marcado en la voz poética de Riba. Aquella frase de Novalis en la que el acto de escritura no era más que un regreso al alma como a una patria antigua sirvió de precepto a ese poeta exiliado de España. Porque, para Riba, el exilio no es un accidente, tampoco una circunstancia: es una manera de ver el mundo, de verse ausente en los días y comprender que sólo a través de ese hueco se puede regresar a sí mismo para salvarse de la intemperie y el frío de la pérdida. Riba reconstruye el concepto de la utopía del siglo XX. Atrás queda la necesidad de crear un mundo idílico donde poder refugiarse o desde donde poder renunciar y denunciar. Riba no ve en la poesía un lugar para protegerse del dolor, sino un lugar donde convivir con él para comprenderlo y comprender(se). No es comparable al gran Cernuda de Ocnos, donde el poeta sevillano siente la mirada de Albanio como una construcción mítica en su presente. Aquí la utopía, ese no-lugar en sí mismo, es el medio para demostrarse que la voz poética se encuentra en su Absoluto, germinando las palabras necesarias. Para ser hay que dejar de estar. Eso Carles Riba lo sabe. El poeta descubrirá que se encontrará en ese lugar borrado y frágil, tan sólo en ese lugar.

Estamos ante un libro que no sólo delata (no relata, porque un poema nunca contará nada) el horror del éxodo, sino que va metamorfoseándose para mostrarse ante nosotros como la huella imborrable de un encuentro y la enfermedad de la muerte en todas las cosas presentes.

Cuenta Riba en su prefacio a la segunda edición, que estas elegías fueron tomando cuerpo una a una, sin ningún hilo que las uniese, como si cada una tuviera su existencia, casi como a través de una aparición fantasmal. Y así se presentó la Verdad a Riba: un relámpago mudo que le dio la condición de desposeído de sí mismo para empezar de cero. Y digo “mudo”, como digo pobreza, carencia. En este instante, el poeta inicia un camino a través de cosas mudas que no le hablan y a las que no puede hablar porque aún no existen –habitan en su pasado, también en su futuro-.

En este instante inicia el proceso de reconstrucción desde su secreto, que duerme velado: Era secreto el camino, fabuloso de tristezas divinas. Parte de esa tristeza que, de tan pura, roza la divinidad. Ahí se acerca Riba a un discurso místico que prolonga a lo largo de todo el libro y donde comienza a debatirse y plantearse qué es la palabra, hacia dónde lo lleva y cómo debe aceptar que es su única compañera de viaje. El poeta tiene los recuerdos, tiene su propia experiencia vivida de manera individual –como la muerte- pero siente, en cada verso, la insuficiencia del único medio que tiene un poeta para existir: la palabra.

De esa pobreza y esa sinceridad nace la grandiosidad de Riba. Pocos poetas ha habido que acepten con tanta belleza la pobreza de la palabra. Se nos presenta como un animal recién nacido: débil en su vigor, fuerte o feroz en su futuro. Ahora sólo le queda asumir al poeta que, tal vez, la palabra no es más que una conclusión de algo que ya no está, que se marchó hace tiempo, o que habita en el porvenir, posiblemente, antes de verse en la presencia. La palabra es un recuerdo o una premonición: como lo único que le queda, lejos de Catalunya. Su existencia, como para Heidegger, se funda por la palabra. Vislumbra en aquellos árboles de Francia, perdida también su preciada lengua catalana, que para fundirse y fundarse necesita regresar a una raíz perdida, como sólo lo hace la muerte. Su origen es una forma de futuro, una regeneración que unge con delicadeza la diseminación de su propio ser para volver a existir.

Se conoce que el punto de partida es la muerte, la desposesión terrible de un exiliado que lleva su éxodo a un estado emocional, pero ¿qué hace diferente esta obra de otras obras de autores que pasaron por el mismo trance? Posiblemente el haber hecho de ello un canto de amor. Sí, estas elegías son un canto al amor que duerme velado al final de ese regreso. Riba busca ese deslumbramiento para nombrar el amor, la exaltación de su Gracia para sentirse completo y salvado en ese estado de evocación de sí mismo. En la creación poética hay poemas que evolucionan en un afuera y se impregnan de exterioridad, pero hay otros, como los de Carles Riba, que se engendran en un adentro y es en esa profundidad, acuática o geológica, donde tienen el sentido de lo innombrable, donde son verdaderos. Nunca la oscuridad fue tan bella y tan terrible, pero sobre todo tan bella. Escribe en la tercera elegía: Era tan triste el amor en la sombría orilla enlodada / de los recuerdos dormidos, tan solitario en la noche / de los ruiseñores. Riba habla de un amor solitario, abandonado, latiendo en la noche como un animal herido que lame su sangre y se aferra a la vida y se protege en la noche. El amor es triste porque no puede nombrarse, su condición es estar siempre al otro lado y así debe asumirlo el poeta. Por eso, lo que nos interesa de la obra de Riba es su camino –como muy bien defendiera Cavafis en su poema “Ítaca”-, ver cómo teje los caminos hacia ese amor inefable. Es por ello por lo que no puedo dejar de nombrar la importancia extrema que ha tenido su formación clásica, además de la impronta que ha tenido en él una de las más grandes obras de la literatura universal: La Odisea. Como Ulises, él emprendió un viaje de regreso hacia su simbólica patria, hacia su mítica patria, que siempre lo espera –lo espera como indica la etimología de esta palabra: con esperanza-. ¿Acaso los ojos de Ulises no se impregnaron de negaciones y aplazamientos alguna vez, no supieron que solo dormidos, como si entraran en la muerte, podrían llegar a Ítaca y diluir el canto de las sirenas? Riba, como Ulises, emprende un viaje iniciático, como el viaje de los órficos, como el viaje de las sibilas délficas. Y ninguno puede hablar del viaje ni puede hablar de todo lo que ha visto, porque tan sólo se traduce –con todo el riesgo y pérdida que eso supone- o se apunta en la constancia de que su existencia siempre será subterránea, nebulosa, como la laguna del Aqueronte (1). Igual de nebulosa será, entonces, su memoria, también su sueño. Así recuerda Riba Grecia, por ejemplo, y busca su salvación en ella: entre la niebla de lo que siempre aparecerá velado. De este modo, lo que veremos en estas elegías es la transformación de un Ser moldeado por una experiencia de Absoluto, aunque nunca sabremos cómo es su rostro. De ahí que se trate de un libro eminentemente místico. Para ello, Riba recupera todas las tradiciones mistéricas que den forma a un anhelo, a esa aspiración incontrolable y última. Eso sí, él siempre defenderá una lectura cristiana. Consigue des-nombrar, saberse máscara de lo Absoluto y es eso lo que se nos cuenta. Se oye, se siente esa divinidad, aunque no sepamos qué rostro tiene porque la voz poética participa de ella. Desnuda tanto su pertenencia a lo divino que todo es de manera plena, a pesar del dolor. En ese punto, donde nada puede contarse, es donde la voz poética se halla a sí misma, donde Riba consigue lo deseado: el precepto délfico del “Conócete a ti mismo”. Es allí donde germina la belleza, que es el mayor acto de amor. Para Riba esa belleza es el acto y la experiencia –sí, ambas cosas a la vez- de un amor anónimo, despojado, en eterna búsqueda del vértigo de la belleza y su palabra para poder aparecerse. El amor atraviesa, como en Rilke. Ilumina, como en Benjamin. Pero sobre todo existe para saber que su nombre es tan puro que cegará a aquel que se atreva a estar frente a él. Sólo en el amor la voz poética podrá reconocerse, presenciarse en su caída hacia el silencio, pero también ser en el gozo, dejar de sentirse ausente, perdido. Del duelo primigenio se partirá hacia una extraña exaltación hölderliniana. Y todo eso, porque siempre será de noche, noche más allá de la noche, lugar donde el sol brillará en otra parte para crear la palabra transparente.

Marta López Vilar
Barcelona-Madrid, invierno de 2010


***



 Breve selección poética de las Elegías de Bierville (2)


Carmina invenient iter.

SÉNECA

Tristes banderes
del crepuscle! Contra elles
sóc porpra viva.
Seré un cor dins la fosca;
porpra de nou amb l’alba.

C. R.


Carmina invenient iter.

SÉNECA

¡Tristes banderas
de crepúsculo! Soy púrpura viva
contra ellas.
Seré un corazón en la oscuridad;
púrpura de nuevo con el alba.

C.R



II



Súnion! T’evocaré de lluny amb un crit d’alegria, 
     tu i el teu sol lleial, rei de la mar i del vent:
pel teu record, que em dreça, feliç de sal exaltada,
     amb el teu marbre absolut, noble i antic jo com ell.
Temple mutilat, desdenyós de les altres columnes
     que en el fons del teu salt, sota l’onada rient,
dormen l’eternitat! Tu vetlles, blanc a l’altura,
     pel mariner, que per tu veu ben girat el seu rumb;
per l’embriac del teu nom, que a través de la nua garriga
     ve a cercar-te, extrem com la certesa dels déus;
per l’exiliat que entre arbredes fosques t’albira
     súbitament, oh precís, oh fantasmal! i coneix
per ta força la força que el salva als cops de fortuna,
     ric del que ha donat, i en sa ruïna tan pur.


II


¡Sounio! Te evocaré de lejos con un grito de alegría,
     a ti y a tu sol leal, rey del mar y el viento:
por tu recuerdo que me eleva, feliz de sal exaltada,
     con tu mármol absoluto, antiguo y noble yo como él.
¡Templo mutilado, desdeñoso de las otras columnas
     que al fondo de tu salto, bajo la ola sonriente,
duermen la eternidad! Tú velas, blanco en la altura,
     por el marinero que por ti dirige su rumbo;
por el ebrio de tu nombre, que a través del desnudo carrascal
     viene a buscarte, extremo como la certeza de los dioses;
por el exiliado que entre oscuras arboledas
     súbitamente te divisa, ¡oh preciso, oh fantasmal! y conoce
por tu fuerza la fuerza que lo salva a golpes de fortuna,
     rico por todo lo que ha dado y en su ruina tan puro.


III


Per a Joan i Elizabeth



Era tan trist l’amor a l’ombrosa vora enllacada
     dels records adormits, tan solitari en la nit
dels rossinyols -ah dolcíssima cosa certa, certa,
     cant absolut, per damunt l’alba que et trenca- era tan
pàl·lid dins la profunda rodona dels tells –cristal·lina
     de primavera, però sols en l’altura- que el mar
ens ha obsedit, perquè fos l’estrella més pura, si hi era.
     i ens acuités el Temps, i el pensament, exaltat
sobre l’escuma errabunda, engendrés ocells sense nombre
     que el seguissin, oh blancs, gais cavallers del seu vent!
Fins que ens ha pres una illa més verda enllà de les illes,
     verda com si tot el que dins terra és impuls
dolç i obstinat de pujar per ser llum amb la llum contra l’ombra
     tríomfés allí ona per ona, en l’espai
indecís -i en els ulls i en l’ànima: oh més intensa
     suavitat abans d’un occident més secret;
oh cant líric que es dreça a l’extrem abrupte del somni,
     veu i món acabant junts sobre el buit inhumà!
Torna a tenir-me el vell parc; al llarg dels meus versos les aigües
     llisquen monòtonament com un destí presoner.
Ja nc el recordo de vist, sinó de com el preveia,
     canvi més ric i més pur de l’alegria del mar,
l’últim flotó maragdí del rumb nocturn. Però encara
     més innocentment tantes imatges i tant
ai! d’impensable sentit se m’han canviat i es contenen
     en el fervor dels dos enamorats juvenils
que al bell cor de la immensa ciutat fumosa ens obriren
     llur paradís ple de llum, de voluptat i de risc.
I m’és dolç de comprendre que, dels feliços, agraden
     únicament als déus els que han volgut, com els déus,
sota el llit amorós l’onada inestable i, bevent-los
     les rialles, els vents que han mesurat el gran freu.



III


Para Joan y Elizabeth


Era tan triste el amor en la sombría orilla enlodada
     de los recuerdos dormidos, tan solitario en la noche
de los ruiseñores – ah dulcísima cosa cierta, cierta,
     canto absoluto, sobre el alba que te rompe- era tan
pálido dentro del círculo profundo de los tilos –cristalino
     de primavera y solo en la altura- que el mar
nos ha obsesionado, para que fuera la estrella más pura, si existía,
     y el Tiempo nos persiguiera, y el pensamiento, exaltado
sobre la espuma errante, engendrara innumerables pájaros
     que lo siguiesen, ¡oh blancos, alegres caballeros de su viento!
Hasta que nos ha tomado un isla verde más allá de las islas,
     verde como si todo dentro de su tierra fuera impulso
dulce y obstinado en subir para ser luz con luz contra la sombra
     y allí triunfara ola tras ola, en el espacio
indeciso –y en los ojos y en el alma: ¡oh más intensa
     suavidad previa a un occidente más secreto;
oh canto lírico que se alza hacia el extremo abrupto del sueño,
     voz y mundo unidos sobre el inhumano vacío!
Vuelve a poseerme el viejo parque; a lo largo de mis versos las aguas
     monótonamente se deslizan como un destino encerrado.
Ya no lo recuerdo de vista, sino de cómo lo preveía,
     cambio más rico y puro de la alegría del mar,
último ramo esmeralda del rumbo nocturno. Pero aún
     más inocentes las imágenes y tanto
¡ay! de impensable sentido se han transformado y habitan
     en el fervor de dos enamorados juveniles
que en el bello corazón de la inmensa ciudad de humo nos abrieron
     su paraíso de luz, voluptuosidad y riesgo.
Me es dulce comprender que, de los dichosos,
     únicamente complacen a los dioses los que han querido, como ellos,
la inestable ola bajo el lecho amoroso y, bebiéndoles
     las risas, los vientos que han medido el gran estrecho.


X



He somiat amb Orfeu a la porta oberta de l’Ombra.
     Una absència d’espill ha devorat els meus ulls
ebris encar de mirar-se en el maig turbulent de les coses,
     plens d’abocar sobre el cel tantes aurores del cor.
Fou això: de sobte morir al present de puixança
     i redreçar-me enllà (oh immensament! ) dels adéus,
pur anhel tot jo i, secreta dins l’ànima, orella
     que la desperta i per on tota reviu en l’obscur.
Tal com en mi jo havia trobat l’ambigua sendera,
     sola en el risc lunar de l’impensable profund,
fins a vosaltres, déus inferiors, i a la vostra
     única certitud, dura acabant el meu pas,
ara, nàufrag del meu vertical instant de caiguda
     -pedra i ocell sense vent- per l’absolut no-esperar,
era girat a mi que escoltava créixer l’anunci
     de no sé quina mar interior, madurant
lluny dins meu en illes d’encara impotent melodia;
     canvi o naixença -era igual: era una mar i el seu vent.
Coses fosforescents, d’indistint murmuri, es badaven,
     càndides flors de la nit, entre l’onada i el buit,
lentament s’omplien del que elles eren, prenien
     brusques, nombre i espai i original horitzó.
Tota una pueril Natura en elles semblava
     retrobà’ el seu respir, l’ordre flotant del seu joc,
matinejà’ en els colors més nus de la seva esperança,
     coronar-se amb l’orgull innumerable del temps.
Com et vaig reconèixer, memòria, perdut arxipèlag,
     cales, sagrats carreus, fonts i amansits animals!
Tot quant havia per mi après l’oïda i, amb ella,
     com un començament, l’acte callat del seu fi,
i ah inexplicable! tot quant, velada Eurídice, és únic
     dins el teu nom amb tu entre la mort i el meu cant,
feia un reialme immens que tornava a la veu del seu príncep,
     una pàtria expectant, dolça del poble divers
junt amb el qual havia cercat llargament la victòria;
     m’he exaltat essent, palmes! el pit del seu cant.
No m’ha aturat amb el dubte de l’aigua negra l’immòbil
     blanc xiprer de l’oblit, meravellós a l’impur:
em prenia la crida eternal de pura tendresa
     -la que l’exiliat sent de vegades, molt lluny,
quan li sembla, i el puny, que la infància el plora, i el vespre
     l’acompanya amb el plany d’una campana innocent.
Em prenia, però que absoluta! Com el que ens salva,
     súbit, des del cor més entranyat del perill;
com l’amant que vol lliberar l’amada dispersa
     pel necessari mot i se l’enduu al desert;
violentament obrint-me per dins en fontana
     viva de mi mateix -ull en la creu dels sentits,
aigua fluida en l’instant que no fuig i que no la canvia,
     ésse’ i mirar-se donant, des de l’origen mirar
fins a la fi del seu do, ¿és això la perenne promesa,
     pur Orfeu, i el corrent era abundant en el glop?
¿I el que infinitament tu lloares, mestre perfecte,
     era el preludi tan sols per a cad’ú -per a mi?
¿I l’incomptable que em fou, sabut a penes, creixença
     -noça inefable, enyor, rara visita en la nit-
i el que m’afaiçonà, però sense mai acabar-me,
     com si llanguís amb les mans del qui somia voler,
ara seria tot dins la suma límpida, cada
     cosa salvant-s’hi d’haver ai! estat sola i mortal?
Déus fraterns! Així abeurat i inundat del meu propi
     pur retorn, he passat, ànima endins, cap on sou,
més enllà de la infància, vosaltres amb mi, en el somriure
     de la certesa, un sol fi: jo el gloriós instrument
i vosaltres l’amor; i he entrat a conèixer-me, oh vida
     recomençada! en tu, com en l’impuls i el treball
i l’aparent desacord, oh Presents! vosaltres em vèieu,
     no en el meu fer, sinó ja en el meu signe perfet.
I ara, en la dolçor que del somni em dura, ja estimo
     la memòria en la sang, presto l’orella i em veig
arbre arrelat en el crit de la meravella passada,
     miro i em sento cant que obre la tofa en l’espai;
i no és pap distret de l’estranya delícia, que penso
     en el xinès subtil, d’ànima ardent, que té els ulls
fits en la xifra complexa del seu poema i l’abraça
     tot a cada instant mentre en deslliga els sons purs
.


X



He soñado con Orfeo en la puerta abierta de la Sombra.
     Una ausencia de espejo ha devorado mis ojos
ebrios de mirarse en el turbulento mayo de las cosas,
     llenos de verter sobre el cielo tantas auroras del corazón.
Fue esto: morir de repente en el presente de pujanza
     y levantarme (¡oh inmensamente) más allá de los adioses,
todo yo puro anhelo y, secreta en el alma, oído
     que la despierta y por donde toda ella revive en lo oscuro.
Igual que yo había encontrado en mí el misterioso sendero,
     solo, en el riesgo lunar de lo profundo impensable,
hacia vosotros, dioses inferiores, y vuestra
     única certeza, dura desgastando mi paso,
ahora, soy náufrago de mi vertical instante de caída
     - piedra y pájaro sin viento- por la absoluta desesperanza,
se giraba hacia mí escuchando crecer el anuncio
     de no sé qué mar interior, madurando
lejos dentro de mí en islas de una aún débil melodía;
     cambio o nacimiento –era igual: era un mar y su viento.
Cosas fosforescentes, de idéntico murmullo, se abrían.
     Cándidas flores de la noche, entre el vacío y la ola,
lentamente se llenaban de lo que ellas eran, tomaban
     mareas, número y espacio y original horizonte.
Toda una infantil Naturaleza en ellas parecía
     reencontrar su aliento, el orden flotante de su juego,
madrugar en los colores más desnudos de su esperanza,
     coronarse con el orgullo infinito del tiempo.
¡Cómo te reconocí, memoria, perdido archipiélago,
     calas, sagrados sillares, fuentes y mansos animales!
Todo cuanto había aprendido por mí el oído y, con él,
     como un comienzo, el acto callado de su fin,
y ¡ah inexplicable! velada Eurídice, todo cuanto es único
     en ti dentro de tu nombre entre mi canto y la muerte,
construía un reino inmenso que regresaba a la voz de su príncipe,
     una patria esperada, dulce del diferente pueblo
junto al que había buscado largamente la victoria;
     ¡palmas! me he elevado siendo el pecho de su canto.
No me ha detenido con la duda del agua negra el inmóvil
     ciprés blanco del olvido, maravilloso en lo impuro:
me tomaba la eterna llamada de pura ternura
     - la que el exiliado a veces oye, muy lejos,
cuando siente que la infancia le llora, y el atardecer
     lo acompaña con el lamento de una inocente campana.
Me tomaba, ¡absoluta! Como lo que nos salva,
     súbito, desde el corazón más profundo del peligro;
como el amante que quiere liberar a la amada lejana
     con la palabra necesaria y se la lleva al desierto;
violentamente floreciendo por dentro en fuente
     viva de mí mismo –ojo en la cruz de los sentidos,
agua que fluye en el instante que no huye y no la cambia,
     existir y mirarse entregando, desde el origen mirar
hasta el fin de su don, ¿es eso la perenne promesa,
     puro Orfeo, era abundante la corriente en el sorbo?
¿Y lo que infinitamente tú alababas, perfecto maestro,
     tan solo era el preludio para cada uno –para mí?
¿Y lo que me fue incontable, apenas conocido, crecimiento,
     - boda inefable, nostalgia, extraña visita en la noche-
y lo que me creará, pero sin nunca acabarme,
     como si languideciera con las manos del que sueña desear,
ahora estaría todo en la límpida suma, cada
     cosa salvándose ay de haber sido mortal y solitaria?
¡Dioses fraternos! Así abrevado e inundado de mi propio
     puro retorno, he pasado, alma dentro, hacia donde estoy,
más allá de la infancia, vosotros conmigo, en la sonrisa
     de la certeza, un solo fin: yo el glorioso instrumento
y vosotros el amor; y he entrado a conocerme, ¡oh vida
     recomenzada! en ti, como en impulso y trabajo
y aparente desacuerdo, ¡oh Presentes! vosotros me veíais,
     no en mi hacer, sino ya en mi perfecto signo.
Y ahora, en la dulzura del sueño que me queda, amo
     en la sangre la memoria, escucho y me veo
árbol arraigado en el grito de la pasada maravilla,
     miro y me siento canto que abre la espesura en el espacio;
y no es olvidado de la extraña delicia, que pienso
     en el chino sutil, de alma ardiente, que tiene los ojos
fijos en la compleja cifra de su poema y lo abraza
     todo a cada instante mientras deshila los sonidos más puros.



NOTAS:
(1) Para Orfeo, en la Teogonía de las Rapsodias, en la catábasis la laguna del Aqueronte era descrita como Aeria (nebulosa).
(2) La dirección de Ojos de Papel desea agradecer públlicamente a la editorial Libros del Aire, en la persona de su director, Fernando Sáenz Hernández, y a la traductora y prologista, Marta López Vilar, su colaboración que ha hecho posible que podamos ofrecer esta muestra de las elegías y una parte del prólogo adaptada para la ocasión del libro de Carles Riba, Elegías de Bierville (Libros del Aire, 2011).