Miguel Veyrat: <i>La puerta mágica. Antología, 2001-2011</i> (Libros del Aire, 2011)

Miguel Veyrat: La puerta mágica. Antología, 2001-2011 (Libros del Aire, 2011)

    TÍTULO
La puerta mágica. Antología 2001-2011

    AUTOR
Miguel Veyrat

    EDITORIAL
Libros del Aire

    COLECCIÓN
Jardín Cerrado

    EDICIÓN Y PRÓLOGO
Ángel Luis Prieto de Paula

    NOTA DEL AUTOR
Miguel Veyrat

    OTROS DATOS
Madrid, 2011. 154 páginas. Versión impresa 15 €. Versión ebokk: 5 €




Reseñas de libros/Ficción
Miguel Veyrat: La puerta mágica. Antología, 2001-2011 (Libros del Aire, 2011)
Por Justo Serna, martes, 1 de marzo de 2011
Una ilustración de Camille Pisarro y un título enigmático, La puerta mágica, sirven para convocar a los lectores, para despertar el interés por la nueva obra de Miguel Veyrat. Ese volumen, editado por Libros del Aire en su colección Jardín Cerrado, es una antología, una selección de poemas que van de 2001 a 2011. Proceden de La voz de los poetas, de Babel bajo la luna, de Instrucciones para amanecer, de Razón del mirlo y de algunas creaciones inéditas. No es una mera reunión de faenas consumadas o ya frías. Al contrario: bajo ese epígrafe hay una nueva declaración, un soplo que las aviva, que las enciende. Creíamos conocer las obras ya publicadas, pero ahora renacen cobrando otro vigor expresivo.
Para dejarse impresionar por este libro propongo dos posibles incursiones. Primera: leer los poemas saltándose los textos preliminares, el prólogo que debemos a Ángel Luis Prieto de Paula, editor del volumen, y la nota del propio autor, Miguel Veyrat. Segunda: leer ordenadamente las páginas pasando, pues, por los prefacios para acto seguido ingresar en los versos. El prólogo de Prieto de Paula, “Los ojos de la esfinge”, es especialmente revelador: con sutileza y sin anticipar o deformar lo que el destinatario ha de descubrir, ese prefacio es una utilísima guía de lectura, orientación precisa en unos poemas que son expresión de la cifra y el arcano. ¿Y la nota del autor? Esa prosa es una pieza que por sí misma justifica un libro: es el relato de una experiencia secreta que se convierte en poesía. El poeta rastrea en su nombre, en su linaje, en sus ancestros y con fantasía busca la nigromancia de las palabras, lo pasmoso de su tarea. Porque alude a la magia y a la alquimia y nos seduce con una verdad poética.

¿Qué es lo que yo he hecho? Empecé el libro sin atender a las glosas del editor y del autor para después leer los prefacios y más tarde releer los poemas. El resultado es verdaderamente iluminador. Por un lado, los poemas de esta obra impresionarán aunque no sepamos nada de lo que dicen o aclaran las prosas de Ángel Luis Prieto de Paula o Miguel Veyrat. Por otro, los prólogos resultan reveladores e indispensables, pues una vez leídos crean por sí mismos otro libro diferente, una nueva comprensión, un nuevo marco para interpretar la poesía hermética aquí reunida. Hermética y a la vez muy sutil o leve.

Así es. En la obra de Veyrat hay una analogía muy frecuente: la que hermana al poeta con la tórtola, con la alondra, con la paloma, con el mirlo. Con un pájaro, pues. O con un insecto: la cigarra. El creador tiene la ligereza de las aves o de ese bicho cantarín, su capacidad para alzarse más allá de lo pedestre y de lo roto, para trinar. Pero tiene también la fragilidad de aquello que es entero y etéreo, inconsútil. En principio, la vista de pájaro es una perspectiva distante, ajena al discurrir ordinario. Quien vuela porque puede volar es un ser nómada que se asoma al precipicio sin despeñarse, que remonta. Como las aves. Como los insectos. O como los ángeles. O como el poeta, creador de la palabra que, al decir de Filón de Alejandría, sella o une los bordes del abismo. Así nos lo pregona Miguel Veyrat al principio de uno de sus libros: La voz de los poetas.

Los poemas de Veyrat son, por ello, como la clarividencia fugaz de quien despierta para observar con consternación lo inevitable: eso es la supervivencia, la prueba de que es un error ser ahí. Es un error pero también puede ser un acto de suprema libertad que nos lleva a la muerte

El precipicio o el abismo son imágenes frecuentes en Veyrat: estamos siempre a punto de caer, que es lo más parecido a morirse, a no dejar rastro o huella. Pero esa impresión y esa constatación son algo humano: siempre que ese ser humano no se quiera dejar engañar, claro. Ahora bien, ¿el poeta revela o es un fingidor? El poeta despierta, camina tentativamente y llega. ¿Adónde? Al vacío mismo: la gran revelación que resulta insoportable. “No volveré al vacío / sin límites y oscuro. / No volveré al abismo / de las grandes laderas / de la tierra, / ni al desorden volveré”. ¿No volverá? ¿Pero realmente llega el poeta a ese final?

En realidad, desde el principio es arrojado. Como ser humano es ser arrojado. ¿Arrojado, a qué? ¿A las tinieblas, al tiempo? En Babel bajo la luna, Miguel Veyrat se apropiaba de un fragmento de Caminos del bosque, de Martin Heidegger, para advertirnos contra el exceso de claridad. ¿Qué hay antes del pecado? Un edén en el que coinciden las palabras y las cosas. Unificación verbal y real, una tarea y una reminiscencia que locamente se impone el poeta. “Unificó el poeta / el mundo / que en cada uno / se dispersa / o aniquila –oculto / hasta la gloria / de la noche / final, / celebrada / ruina o simetría. Halló / también / la lengua donde / terminan / todos / los lenguajes –en / la vertiente / oculta, / inhabitable del aire”.

El lenguaje, pero también los elementos primordiales. El aire, por ejemplo. Entre la carne y la palabra, ¿qué hay? Viento: una constante en Veyrat, el poeta que habla de las aves. “Las ráfagas de viento / respirando lo arrebatan. / Y así renacen almas, / trémulas y blancas / --humanas—las palabras”. ¿Almas? Flatus vocis, finitud y fuego fatuo. Es decir, nada. Sólo tenemos una vida efímera, como el canto de una tórtola.

En cada acto, el nombre y el hombre pueden ser una y la misma cosa. Dar nombre, en efecto, es tarea heroica, una voz remota que resuena en los poemas de Veyrat: una voz masculina que no le impide ser alondra o paloma, tórtola, mirlo o cigarra

Pero el pájaro es carne y, por eso, la sangre también aparece y reaparece en los poemas de Veyrat. “La sangre, / hija mayor del fuego / que a menudo / se estremece y fluye / ante las vanas / apariciones / de sus sueños: / Escribe pues / tus visiones, / paloma degollada”. Es decir, ave desangrada. Y con este poema retornan también otros de los elementos primordiales: el fuego o el agua. “Brilla una lágrima / al alba –Amaso el barro / que clama: ¡Ay si pudiera ser / de nuevo un río! ¡Si floreciera / el cardo seco!”. Pero no hay esperanza.

Expulsados del Paraíso, ya no recordamos cómo era entonces la existencia, al principio del tiempo, de los tiempos. ¿Qué queda? Residuos: “A veces los vientos acumulan hojas secas / en un rincón del jardín; llegan”. Como llega el hombre desangrado y ya seco. Eso es lo que resta: excrescencia, materia orgánica y miembros “desguazados, pensamientos / perdidos o inconexos a lo largo de los años”. O en otros términos: el jardín original es ahora “el abismo como una mansa marea”. Por eso, “quiero ser expulsado otra vez / del Paraíso para morir / tranquilo –tras colgar, como hilo / de araña, mi grito / rebelde desde el abismo a la nada”. Aún más: “Nunca hubo jardín”, según empieza uno de sus poemas.

No hay regreso ni jardín ni patria conocida. No hay mapas que permitan llegar al lugar original. No hay ínsulas en las que reinar. Sólo quedan restos y desolación, los pecios. Por ello, el poeta pone “proa siempre / hacia lo incierto que tú configuras / sin precisar de sextante ni instrumentos”. Ya no es ave. Ahora es nave. Así lo constata en unos versos recientes: “Casi hundida va la barca transparente / con su carga sutil pero excesiva”. Y así lo afirmó tiempo atrás: “Entre la espuma se hunde la quilla / de este bote que aguarda / nuestra huella que en la mar se pierde”. La barca lleva un cargamento que la hunde. ¿O acaso el lastre es la propia existencia, la la maldita vida que acarreamos? No sabemos, pero al poeta sólo le cabe navegar.

Navega “sobre oleajes de hambre como rostro / moribundo del futuro. Coloca / pues el pie en la barca y larga velas: Intenta / salir de esta húmeda noche”. Húmeda noche o seca vida que el verso no remonta. O, como leemos en “Ora ultima”, otro poema: “Noche entera / cuyo espanto / la poesía no resuelve”. Como oscuro es todo. Como oscura es la hora del amanecer, cuando aturdidos y en la duermevela tratamos de identificar lo que nos rodea: “amanecer sin memoria / acariciar la tierra desnuda / antes de ser pensada”. Pero las cosas que nos rodean ya han sido pensadas, designadas: tienen nombre, una identificación privativa y un sentido que empeñosamente habrá que reinventar si se quiere tener una vida propia.

En su poesía, la vida no es eso que puede aclararse de inmediato, sino una ofuscación. Podríamos decir que es como la lámpara o la luz en las que se estrella el insecto cegado. A eso podríamos llamarlo literalmente ofuscación: algo tenebroso que nos deslumbra, que nos obsesiona y que nos aturde

Los poemas de Veyrat son, por ello, como la clarividencia fugaz de quien despierta para observar con consternación lo inevitable: eso es la supervivencia, la prueba de que es un error ser ahí. Es un error pero también puede ser un acto de suprema libertad que nos lleva a la muerte. Si te sabes condenado, si no hay justificación trascendental que te alivie, entonces tu labor tiene una dimensión hacedora. Despertar es hacer, sí, un supremo esfuerzo: no hay discurso previo que te aplaque o te aplace. Cada vez que ingreses en la existencia ordinaria, lo remoto y lo nuevo se conjurarán. En cada acto, el nombre y el hombre pueden ser una y la misma cosa. Dar nombre, en efecto, es tarea heroica, una voz remota que resuena en los poemas de Veyrat: una voz masculina que no le impide ser alondra o paloma, tórtola, mirlo o cigarra.

En su poesía, la vida no es eso que puede aclararse de inmediato, sino una ofuscación. Podríamos decir que es como la lámpara o la luz en las que se estrella el insecto cegado. A eso podríamos llamarlo literalmente ofuscación: algo tenebroso que nos deslumbra, que nos obsesiona y que nos aturde, ya digo. A esas tinieblas –que son lo real y lo concreto-- se precipita el pájaro con su vista sesgada o el insecto con su extravío irresponsable. ¿Por qué razón? Porque el ave es también el animal alado que por necesidad se acerca para proveerse de alimentos, de los alimentos terrestres. Porque la cigarra canta sin preocuparse de la despensa. Pero el pájaro y el insecto son seres corpóreos, vivos, que como el exaltado hombre también se aventuran. Se adentran, cruzan el umbral, esa puerta mágica que sirve de título a Veyrat. ¿Qué hay al otro lado? Al arrimarse y al rebasar el quicio, la vida del pájaro peligra y es entonces, rodeado por lo material, cuando descubre los restos del Paraíso, la heredad que ahora hay. Al ave lo arrastra el viento, cuyas alas se enredan.

Como en el pasaje de Walter Benjamin, el aire sopla tan fuerte que no puede cerrarlas: lo empuja hacia el porvenir. Pero el ave logra contenerse y así observa cada detalle de esta tierra yerma. ¿Puede razonar? La pregunta parece ciertamente absurda, pues en este expediente Veyrat se acoge a lo dicho por Luis Cernuda, quien en Ocnos hablaba del mirlo como el pájaro alegre que silba en medio de la inconsciencia, el ave que ignora la muerte, “libre de toda razón humana”. No es mera inopia animal, ya que el mirlo, tan endeble, es como el hombre: capaz de crear, de cantar en medio de una naturaleza que, por principio, le hostiga hasta cegarlo y matarlo. ¿Y no era ciego el poeta? Sobrevivió a sí mismo y se impuso como tarea esta desdicha. Pero digo esto y, justamente en este momento, recuerdo la nota del autor que precede a los poemas: leída como inscripción o pórtico, los poemas cobran otro sentido, tal vez circular. Empecemos de nuevo. No hay promesa ni felicidad.