Probablemente, en aquellos tempranos sesenta disfrutarían de estar juntos
en cualquier Cine Club para beberse en versión original obligada, y comiendo
pipas compulsivamente —los dos varones abrigando con sus recientes adolescencias
apasionadas a la hermana de 12 años que ya empezaba a escribir—, la gran
película de Truffaut estrenada por entonces,
Jules et Jim, que responde
en numerosos aspectos a la historia que transparenta el libro que comentamos.
Esas baladas intimistas, algo canallas, desafiantes, que oscilan entre el
asombro y la temprana desolación ante el panorama que ofrece la insospechada
vida de los adultos, tienen como protagonista a un trío amoroso surgido entre
tres hermanos, el Dulce Jim que sería Miguel, Johnny-Ramón que aún no había
estallado en el singular Terenci, y la poeta Nancy Flor, la autora enamorada.
Como apunta la también poeta Pilar Adón (2), “lectora” confesa de
Ana-Flor en el postfacio que cierra la reedición de Bartleby, “llegará la
perversión de unas imágenes que, inicialmente parecían inviolables, y la
confirmación de un Eros que se anuncia de puntillas —
Eran hermanos los dos
adoradores de Nancy Flor./ Por la calle caminaban/ los tres en silencio,/ mas el
amor no calla, traidor. Y Jim lo supo. Daban las doce en el cuco. —y que,
página a página, se irá asentando hasta hacerse dueño de cada palabra: En
cualquier caso, será con un guiño de perversidad consciente como esa ingenuidad
se eche a perder”.
Si muere Jim, ¿llorarás tú? Va preguntando a
las mujeres, arrabaleras, niñeras, quinceañeras. Parte su barco
rojo por
dentro, antes de oír el sí o el no. Ya las respuestas no
le
interesan. Ya nunca baila en Broadway Nancy
Flor. Es Dulce Jim un alma en
pena, mi gran amor, es un
farsante, un caminante, un peripuesto
hablador, un traficante de corazones, un triste
amante de Nancy Flor. Y tiene un perro que ladra
fuerte cuando regresa de
madrugada al barco que fue de Johnny y de su
amor. Perversidad con rimbaldianos ecos, con toda seguridad
embebidos en los poemas del autor del
Bateau Ivre, el “poeta adolescente”
por excelencia que debió nutrir las primeras lecturas y sueños de los tres. La
barquichuela de Nancy Flor bajaba pues ebria por los rápidos del río en que los
pieles rojas asaetean a los cow-boy que responden con el fuego graneado de sus
colt 45; bajaba por la nostalgia de las salas de cine y por los ecos de
rock’roll que ya sonaba en las radiogramolas de las casas y los bares —Foin des
bocks et de la limonade!—. Navegaba con sus tres tripulantes entre las películas
y canciones que escribían con luz y música en su cabeza de poeta la trágica
historia de unas colegialas por las que
Adamo guarda silencio en el Olimpia y
las monjas del Sagrado Corazón cubren el cuerpo mutilado con flores de
azahar; donde los gángsteres se matan unos a otros y Rossy Brown canta jazz
desmayándose entre el humo del garito en que Bécquer y Che Guevara se besan
apasionadamente, al tiempo que la propia Nancy Flor descubre la ausencia de Dios
en el escaparate de una pastelería:
Le reconocí, era Dios y estuve a punto de
decírselo: Te ves más viejo desde la última vez. Pero me pareció tan triste que
hice como si no le reconociera. En cualquier caso, para valorar en
su justa medida lo que representó este libro en su aparición un año después del
mítico ’68 con todas sus distintas leyendas intactas, resulta imprescindible la
lectura —más que las opiniones de este viejo poeta— del texto preliminar que el
gran Manuel Vázquez Montalbán colocó en el dintel de los poemas de Ana María
Moix en el que reconoce precisamente que, ya que “Cine y canción se han
alimentado de literatura, hora es ya de que la literatura se alimente de cine y
canción. Los programadores del divorcio entre cultura de élite y cultura de
masas morirán bajo el peso de la masificación de la cultura de élite. Y yo me
alegraré muchísimo. Pocas cosas me han alegrado tanto últimamente como este
libro (…) que es un ejercicio de libertad imaginativa y cultural”. Y ya
proféticamente, como el buen periodista con olfato que siempre fue Manolo
Vázquez, también afirma que “el nombre de esta muchacha (curiosa mezcla de
realeza británica, galleta Artiach y viejo apellido del no menos viejo
—¿vive?—comunista catalán) penetrará en las constelaciones recónditas
precipitadamente destinadas a cementerio de cosmonautas que erraron el vuelo.”
Yo hubiese añadido por mi parte, pero quizás no era el momento más oportuno para
él —ya que “algunos escritores van a la cárcel”, como recuerda al final de su
prólogo—, que en el cuenco de sus manos, Ana María recolecta retazos poéticos de
lo que hoy llamaríamos prosaicamente “
memoria
histórica” en forma de paletadas de tierra sobre su
espalda, y que el sagaz lector podrá encontrar en más ejemplos si decide
sumergirse lentamente en las páginas de sus “baladas”.
Hora sería ya de
mencionar la tan redicha generación de la “Gauche Divine” —fustigada por la
izquierda real como “La Gauche qui Rit”— en la que incluso mi amigo y compañero
Vázquez Montalbán (3) estuvo a punto de confundir en ella su vuelo de astronauta
bien orientado en la voluntad de unir cultura de masas con la de élites, al
verse inmerso en la pompa de jabón que insufló el crítico Castellet titulándola
Nueve novísimos poetas españoles. En aquella antología flotaban juntos
—de todo, como en botica—, comunistas auténticos conviviendo con niñatos esnobs,
mas algún buen par de poetas verdaderos confundidos con algún traductor
preciosista, un catalanista de ida y vuelta malogrado que aterrizó no hace
mucho, ya envejecido, en una rapsodia inconclusa en lengua castellana; y todos
ellos uncidos al vástago, forzada y forzosamente malditista de un poeta
fascista… con el añadido final de una mujer como adorno y guinda de la tarta,
como estuvo mandado desde siempre por los cánones patriarcales. También en
Cataluña.
La pompa de jabón se desinfló pronto, aunque no sin causar
estragos en epígonos e imitadores que se apresuraron a navegar en góndola por
los canales venecianos prolongando sus efectos durante décadas. Sin embargo, no
hace siquiera un par de meses, su propio autor se encargó de volatilizarla para
siempre con una autocrítica quizás sincera pero tardía, reconociendo que aquello
fue un error, al tiempo que recibía complacido el Premio Nacional de las Letras.
Y sí que fue mayúsculo su error, aunque muy rentable para él y sus amigos; no
sólo por la ausencia de aquellos contemporáneos que resaltaban aún más la
mediocridad manifiesta de algunos de los ofrecidos como ejemplo a imitar, sino
porque en plena dictadura, dentro del modelo de probidad editorial e intelectual
en todos sus aspectos que proponía la Barcelona de los 60-70, a la que nadie
regateó jamás su mérito (sin olvidar la resistencia de editores precedentes como
Josep Janés, Barral o José Batlló), se marginaba con ello a quienes escondidos y
represaliados continuaban
por medio de
la poesía la guerra de guerrillas por la libertad ya
fracasada en cancillerías, sierras y trochas.
Mas entrar en ello en
profundidad haría precisa, resultando tediosa para el lector pues no es este su
lugar, la relación de todos aquellos poetas jóvenes que junto a sus mayores
luchaban por
restituir a
España su legado destruido o refugiados
en el
exilio, sino también por hallar los nuevos modos de
expresión que correspondían al momento artístico vivido en todos los contextos
occidentales. En el que nos referimos concretamente, repito, por encima de la
mayoría de los modelos “preciosistas” de la tan mentada Antología que a tantos
historiadores de la cultura ha despistado, como ya anunciara con anticipación
Vázquez Montalbán —que nunca se sintió un “novísimo” pues en realidad, nacido en
el 39 como Martínez Sarrión, se consideraba “viejísimo” y ausente del espíritu
inspirador del invento—, acaso fuera la poeta Ana María Moix, dejando a parte al
enorme Guillermo Carnero, quien ofrecía con su único libro publicado el ejemplo
más nuevo, y sobre todo auténtico —“una obra espontánea, vanguardista e
inclasificable”, en comentario de Pilar Adón—, de un posible camino poético
hacia la renovación que aguardaban los lectores españoles de poesía, pero que
también se daba en toda su plenitud en aquellos mismos momentos en algún que
otro lugar recóndito de Castilla, León, Valencia, Galicia o Andalucía.
Lástima ha sido que aquella “criatura literaria total” (Adón), poeta,
narradora y gran traductora, abandonase tempranamente la escritura poética con
sólo tres libros publicados, aparte del que comentamos:
Call me Stone
(1969),
No time for flowers (4) (1971) y la recopilación
A imagen y
semejanza (1983). Perdida como Rimbaud para la poesía, aunque su Harar no
debió ser aquel Boccaccio exquisito muy a pesar de su pertenencia generacional a
la “Gauche Divine” ávida de legitimidad, ni su destino un comercio indigno unido
a la codiciosa acumulación de oro. Merecerá la pena en alto grado a los amantes
de la literatura, seguir su extraordinaria trayectoria como narradora y
traductora, aunque personalmente deba confesar que abandoné hace años la lectura
de la prosa de ficción, salvo excepciones contadas, y que siento no disfrutar de
una producción poética actual de Ana María Moix, que resultaría altamente
gratificadora.
Quiero decir por último, que a pesar de no haber
coincidido físicamente con Ana María Moix, nunca podré olvidar el fantasma que
quedó grabado para siempre en mi mente a través de los relatos que me llegaron,
en los que esta singular poeta, contemplada como una “pietá” contemporánea
dibujada acaso por Paul Klee, se me aparece con la cabeza del poeta Gil de
Biedma agonizante y remansada sobre su seno fraternal allá en las soledades de
Ultramort, un 8 de enero de 1990. Como tampoco puedo dejar de pensar en estas
líneas escritas para un dulce Jim que se le murió sin remedio muchos años antes:
Nevó en el mar. Y por fin caminé sobre el inmenso
hielo
hacia la blanca lejanía. Una cruz señalaba el lugar en
el mapa. Crucé el océano y ya iba a alcanzar el sol
cuando grité de pena y con las uñas abrí hendiduras en la
helada
capa para ver el mar. Las gaviotas, muertas de frío en
las rocas, me ayudaron a recobrar el miedo que sienten
los adolescentes cuando cesan en su llanto por las noches
y se inventan un amable desconocido que acariciándoles
la cabeza les ayuda a hablar sobre el amor. ¿Acaso
el momento de la muerte no sería como un regreso instantáneo, momentáneo, a ese
otro modo de estar vivo y muerto, ambiguo, terrible, indefinido e indeciso como
es la adolescencia? ¿Ese momento preciso en que ya estamos a punto —mejor o peor
dispuestos— de adolecer de todo y para siempre? Algún amable desconocido que no
conozca esta obra sentirá un aldabonazo en el corazón al leer y escuchar al
mismo tiempo el verso que cierra la primera parte del libro, antes de que se
inicie la singular “novela” de capítulos de una a cinco líneas con la que se
cierran las guardas de
Las baladas del dulce Jim conseguido ya el
propósito de ser plenamente “une autre”, además de única, siendo autora del
primer libro que anunciaba una posible apertura vanguardista en la poesía
española contemporánea:
Y un solo de trompeta en la calle oscura al final del
día. Porque, como susurra mas tarde en el Capítulo X:
Todo esto sucederá
siempre. Entonces, el amable desconocido sentirá el deseo irreprimible de
acariciar la cabeza de Ana María Moix, al recordar con Antonio Machado que “hoy
es siempre todavía”.
NOTAS
(1) Bartleby Poesía,
2010. Colección Lecturas 21. 86 paginas. Esta colección contiene la lectura de
libros de poetas mayores que fueron en su día poco conocidos o ignorados,
relatada por jóvenes poetas emergentes. Así por ejemplo Diego Jesús Jiménez es
comentado por Pedro Luis Casanova, Antonio Gamoneda por Elena Medel o Angelina
Gatell por Sandra Santana…
(2) Poeta, narradora y traductora nacida en
Madrid en 1971. Pilar Adón, coloca como epígrafe de su comentario final al
libro, unos versos de Emily Dickinson: Me from Myself —to banish—/ Had I
Art— (“Yo de Mí misma —anularme—/ Si tal Arte tuviera—“), que remite
implícitamente al “Je est un autre” de la primera “Lettre du Voyant”
rimbaldiana, propósito al que me referiré mas adelante.
(3) Conocí a
Manuel en la Universidad de Barcelona en la que me matriculé en 1956, año de la
invasión de las tropas soviéticas a Hungría. Fue un año de revueltas
estudiantiles, graves, que causaron un falangista muerto en Madrid y la dimisión
del ministro democristiano de Franco Joaquín Ruiz Jiménez. Vázquez Montalbán fue
más tarde alumno de la Facultad de Filosofía y Letras mientras yo seguía mis
estudios en la de Ciencias Políticas y Económicas de aquella Universidad llamada
“La Central”, próxima a la Plaza de Cataluña. Pudimos coincidir en el bar de la
Universidad donde Manuel Sacristán, mi profesor de Lógica Matemática mantenía
una tertulia. No hizo falta la influencia en aquellos años—aunque la tuvo y en
grado máximo— de quien fuera primer traductor al español de Gramsci y figura
señera del pensamiento marxista, para que yo me incorporase a las revueltas
estudiantiles. De aquellos años datan mi primera detención en los registros
policiales, los primeros cintarazos de la Guardia Civil a caballo en mis riñones
y las visitas a los calabozos gubernativos de Vía Layetana. Nada comparable al
Consejo de Guerra que Manolo, afiliado al PSUC, del que su padre había sido
dirigente, en 1961, padeció en 1962 purgando tres años de prisión en la cárcel
de Lérida. Viví por tanto la Barcelona de aquellos tiempos agrios, cuando los
Moix eran aún unos niños y muchos de los futuros figurantes de Boccaccio,
alumnos de colegios de monjas o frailes, de alguna Facultad de Arquitectura, del
Club Monterols del Opus Dei o simplemente del Skating o de algún club
distinguido de tennis o de polo. Más adelante, casado ya con mi primera mujer la
poeta barcelonesa Clara Janés, pude observarlos y escucharlos en su apogeo,
aunque rehuyendo su trato directo. Guardé siempre una cálida amistad con Manuel
Vázquez Montalbán, dictada por mi admiración y respeto a su valor, sabiduría y
honesticad profesional y política.
(4) Otra alusión cinéfila con el
título de la película firmada por Don Siegel (1952) con Viveca Lindfords como
protagonista, así como “Call me Stone parece una clara alusión a
"Tumbling
Dice", quizá el mejor tema de los Rolling Stones y,
curiosamente, a la “Tirada de dados” mallarmeana, roll me and call me the
tumbli’n dice.