Rafael Fuentes Mollá: <i>La  crítica teatral completa de Mariano José de Larra</i> (Fundamentos, 2010)

Rafael Fuentes Mollá: La crítica teatral completa de Mariano José de Larra (Fundamentos, 2010)

    AUTOR
Rafael Fuentes Mollá

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Madrid (España), 1958

    BREVE CURRICULUM
Profesor e investigador de la Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón y de la Escuela de Letras. Ha ejercido la docencia y la dirección académica en la Escuela Superior de Arte Dramático de Torrelodones / Universidad de Kent y en la Universidad Antonio de Nebrija, impartiendo, entre otras materias, “Crítica teatral y cinematográfica” y “Teoría del Teatro”. Crítico literario y articulista en publicaciones como ABC Cultural, Revista de Occidente y Rinconete



Rafael Fuentes Mollá

Rafael Fuentes Mollá


Tribuna/Tribuna libre
La crítica teatral completa de Mariano José de Larra
Por Rafael Fuentes Mollá, martes, 4 de enero de 2011
La inmensa popularidad de sus artículos de costumbres, y la fascinación que su vida y personalidad despertaron parecen haber oscurecido, de manera injusta, la importancia de Mariano José de Larra como crítico de teatro. Sin embargo, en su proyecto vital el drama ocupa un lugar indispensable, que fue recalcado por él mismo. Relegar su actividad como “hombre de teatro”, y especialmente su decidido impulso a la crítica teatral moderna, implica desconocer un ámbito neurálgico de su figura y supone dejar en sombra la gran mayoría de su obra. Este volumen, cuya edición, anotación y estudio introductorio corre a cargo de Rafael Fuentes Mollá, reúne, por primera vez, la práctica totalidad de las críticas teatrales publicadas en prensa por Larra, con las variantes, en su caso, realizadas por el autor cuando dio a la imprenta su Fígaro. Se incluyen algunos artículos inéditos, no recogidos en ediciones de las obras larrianas, así como una introducción y más de 500 notas, que ayudan a situar al lector en el entorno en el que Larra desarrolló su actividad. Magníficamente prologada por Andrés Amorós, La crítica teatral completa de Mariano José de Larra se impone como manual de consulta obligada y frecuente para cualquier estudio sobre el autor, y material ineludible para investigadores e interesados no sólo en la escena y la época románticas, sino en el género de la crítica teatral.

LARRA, HOMBRE DE TEATRO

Al sustituir los estudios universitarios por esta otra que pudiéramos llamar universidad de la tertulia, Larra había dado pasos decisivos para su proyecto personal de constituirse en escritor independiente. En esos cenáculos había conocido y debatido con señalados contertulios vinculados a la política y el periodismo como Salustiano de Olózaga, Ramón Mesonero Romanos, Patricio de la Escosura, Manuel Fernández Varela, el duque de Frías, Mariano Roca de Tagores, marqués de Molins, Juan Donoso Cortés, o pintores como Madrazo, Esquivel, Alenza… El padre Manuel Fernández Varela –quizá el principal mecenas del Madrid de la época-, realizó gestiones indispensables para que el gobierno autorizase la primera publicación de Mariano José de Larra, la revista El Duende Satírico del Día, cuyo primer número apareció el 26 de febrero de 1828, cuando el autor no había cumplido todavía los 19 años. No es desacertado que Susan Kirkpatrick mencione, en la nómina de controversias en que Larra participa, en primer lugar, las polémicas “acerca del teatro”. Gran parte de esas amistades juveniles pertenecían al ámbito escénico: el propio Patricio de la Escosura, Antonio Gil y Zárate, Manuel Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega o Juan de Grimaldi. Como resultado, el segundo cuaderno de El Duende Satírico del Día del 31 de marzo de 1828, incluía la primera crítica teatral de Larra, dedicada a un famoso melodrama de principios de siglo: “Una comedia moderna. Treinta años, o la vida de un jugador”, quizá el más célebre drama de Víctor Ducange, donde el recién estrenado crítico abordaba con satírica ironía cuestiones candentes en la innovación teatral de la época, como el nuevo sentimentalismo, el efectismo romántico y la reconsideración del problema de la verosimilitud, así como el esfuerzo por darle coherencia interna necesaria para los nuevos modelos de dramas, que debía sustituir ahora a las unidades del anterior teatro aristotélico. También se ocupaba de los precedentes del melodrama en las obras del Siglo de Oro español o realizaba un análisis de la recepción de la nueva dramaturgia en el público. Para un crítico casi adolescente, los registros de esta primera crítica teatral revelaban un talento, una perspicacia y un conocimiento intuitivo de los desafíos del arte dramático a comienzos del siglo XIX verdaderamente sorprendentes.

No debió pasar desapercibido este hecho a los hombres de teatro con los que había trabado una reciente amistad, Bretón, Ventura de la Vega, Roca de Tagores y Grimaldi entre los más sobresalientes. Éste último le brindaría la oportunidad de conocer desde dentro el engranaje interno de una representación escénica. Circulaba por entonces una leyenda sobre Juan de Grimaldi, soldado francés que había llegado a España con el duque de Angulema, formando parte del ejército de los Cien mil hijos de San Luis que restauró el absolutismo en 1823, narrada de este modo por el marqués de Molins en su libro Bretón de los Herreros: “Pues ahora bien, es de saber que uno de aquellos cien mil hijos del santo Rey, empleado por cierto en la Administración militar, y hombre de preclarísimo talento, vivía en un cuarto tercero de cierta casa de huéspedes, no distante del Teatro del Príncipe (por nota: calle del Príncipe, núm. 11 antiguo) y que un día muy de súbito, hundiéndose el piso vino a caer por el escotillón, mal herido y bien magullado, al segundo de la misma casa, y a la alcoba nada menos que de una lindísima y joven actriz, que aunque principiante, era ya favorita del público y blanco de lisonjeras esperanzas. Fundábanse éstas en el claro ingenio, en la señoril figura, en la viva y noble fisonomía, en la voz por todo extremo encantadora, y sobre todo, en la irreprochable conducta y asidua aplicación de Concepción Rodríguez, que así se llamaba. Aquel inesperado hundimiento, aquella forzosa hospitalidad, la desgracia del empleado francés, su soledad y desamparo y su talento pusieron a prueba, primero la compasión, luego la simpatía, enseguida el cariño, y al cabo el amor de la virtuosa e inteligente belleza; y él, prendado de tantos atractivos, dejando empleo, Patria y porvenir, le dio su mano y su nombre” (1).

Más allá de la leyenda del hundimiento de la tercera planta del soldado en la alcoba de la virtuosa inquilina de la segunda planta, y de que ésta, más que principiante, fuese ya desde hacía siete años primera dama de las compañías del teatro del Príncipe y del teatro de la Cruz, lo cierto es que el matrimonio entre Concepción Rodríguez y Juan de Grimaldi proporcionó un extraordinario impulso al arte dramático español a finales de la década de 1820. En realidad, antes de su boda con la célebre primera dama de los dos coliseos de Madrid, Grimaldi ya había intentado hacerse con el control de ambos teatros e introducir importantes reformas en ellos. David T. Gies rescató documentos concluyentes sobre ese primer proyecto, pocos meses después de la llegada del militar francés a Madrid. Varias cartas y dos contratos propuestos por Grimaldi al Ayuntamiento de Madrid, propietario de los teatros del Príncipe y de la Cruz -estudiados por Gies-, constatan que Grimaldi sólo propuso, en un primer momento, representar espectáculos en francés para los soldados del ejército aliado que ocupaban la ciudad sin conocer el idioma ni disponer de diversiones propias. Comenta David T. Gies: “Grimaldi comprendió sagazmente que el teatro tenía un impacto tan político como artístico, y para ofrecer algunos espectáculos a los nuevos residentes de la capital (esto es, a las tropas francesas) propuso el establecimiento de un teatro dirigido primordialmente a ellos. El 16 de marzo de 1824 escribió: “Habiéndose declarado en quiebra la empresa de don Juan Saenz de Juano, los teatros se encontraron cerrados en la época en que esta diversión se hacía más necesaria, es decir, en el momento de mayor agitación de las pasiones políticas y de la presencia en medio de la Corte de un numeroso ejército extranjero.” Meses antes, en carta del 4 de julio de 1823, había sugerido: “un teatro francés en el que se representarían las mejores tragedias, comedias e intermedios de música conocidos con el nombre de Vaudeville.” La creación de un teatro francés tenía el apoyo del duque de Angulema y en esta primera carta, Grimaldi insistió en que: “nada podrá ser más agradable a los individuos de todas clases del ejército auxiliador que lo de poder disfrutar en medio de las fatigas militares en un país extranjero de la diversión que les proporcionará un teatro de su nación.” Sus ideas giraban en torno a la división del teatro entre obras francesas y otra diversión de tipo extranjero, o sea, la ópera italiana” (2).

Ante la oposición de los actores españoles, Grimaldi tuvo que rectificar su propuesta, dando cabida en el repertorio a autores del Siglo de Oro, Lope, Tirso, Moreto, Calderón, así como sainetes y entremeses españoles. Pero quizá la propuesta que adquiriría mayor repercusión en la década siguiente fue su proyecto de realizar en los teatros madrileños una auténtica revolución técnica, que los dotase de igualdad de recursos frente a los grandes teatros europeos. Nuevos maquinistas, nuevos decorados renovados cada temporada, modificación de bastidores, telones de fondo y carpintería teatral para que todo se moviese, mediante máquinas, con la mayor agilidad. Hacer, por ejemplo, que los telones no fuesen enrollados en cilindros sino que bajasen y se alzaran como cuadros, lograr que las trapas se movieran de un modo ligero en beneficio de la ilusión teatral. Asimismo una mayor profesionalización y organización de las compañías, incluyendo un punto capital: el perfeccionamiento de la naturalidad en la dicción de los actores. Al concluir las primeras negociaciones, esta tentativa de renovación fue rechazada por el Ayuntamiento, pero cuando más adelante Grimaldi sí consiguiera sacar adelante sus ideas renovadoras, los escenarios de Madrid quedarían perfectamente equipados y dispuestos para acoger la revolución romántica, cuyas puestas en escena demandaban una transformación previa de esta índole.

Ésta se pudo verificar, poco después, gracias al respaldo del talento y la enorme popularidad de Concha Rodríguez, con la que Grimaldi contrae matrimonio al año siguiente. Como dato significativo de la celebridad alcanzada, Luis Calvo Revilla señala que “su boda se celebró en la iglesia de San Sebastián el año 1825, y no en la capilla de los actores, aunque está allí, sino en el altar mayor de aquel templo, porque fue tanta gente la que quiso presenciar la ceremonia que la iglesia resultó chica” (3).

Favorecido por esta acogida, Juan de Grimaldi se convirtió al poco tiempo en empresario teatral y director de, entre otros, los teatros del Príncipe y de la Cruz. La legendaria caída en la segunda planta, se había convertido en una no menos legendaria ascensión al primer rango del teatro madrileño. Una ascensión indudablemente benéfica, pues Grimaldi pudo llevar a cabo todas las reformas que había ideado al instalarse en Madrid. Reformados los teatros, contribuyó a perfeccionar el arte interpretativo, tal como constata Mesonero Romanos: “se encontró ipso facto al frente de nuestra escena, promovió en ella importantísimas mejoras, levantó y sostuvo a los grandes actores, especialmente Carlos Latorre, Romea y Guzmán; hizo de Concepción Rodríguez una admirable actriz y se identificó de tal modo con nuestra patria, que llegó a tener gran influencia, no sólo en el teatro y la literatura, sino también en la prensa política” (4). Inteligente renovador de las escenografías, impulsor de técnicas vocales e interpretativas más verosímiles, siguió dando entrada en España a las traducciones y adaptaciones del teatro francés –que ya habían iniciado los emigrados políticos a su vuelta en el trienio liberal de 1820 a 1823- y aproximó su labor muy cerca, si no plenamente, a lo que hoy consideramos el trabajo del Director de Escena. Grimaldi también tuvo la gran virtud de apreciar la valía de los jóvenes autores españoles románticos, encargándoles dramas, traducciones y adaptaciones. Entre ellos, contó decididamente con el jovencísimo autor de El Duende Satírico del Día y perspicaz crítico de Víctor Ducange. Larra había visto cerrada su primera revista por presiones gubernamentales y por asfixia económica. También había escrito una de las primeras tragedias románticas españolas sustentada en leyendas medievales nacionales: El conde Fernán González, o la exención de Castilla, que no logró sortear en 1831 la censura fernandina y que, por ello, nunca se estrenó ni se publicó hasta época muy tardía, en 1886. Juan de Grimaldi, por el contrario, encargó a Larra la traducción y adaptación de La marraine, vodevil en un acto de Eugène Scribe, Joseph Philippe Lockroy y Nicolas Chabot de Boniu, estrenado como La madrina en el teatro de la Cruz en 1831, bajo el pseudónimo de Ramón de Arriala. De igual forma que Felipe, también traducción y adaptación del drama de Scribe con el mismo título, así como al año siguiente traduciría y adaptaría Calas, de Víctor Ducange, con el título de Roberto Dillon, o el católico de Irlanda, para adentrarse después en el teatro lírico escribiendo el libreto de la ópera El rapto que, con música del maestro Genovés, se estrenó en junio de 1832 en el teatro de la Cruz (5), y que supuso una importante contribución de Larra para contrarrestar el formidable influjo de la ópera italiana, que se había convertido en un auténtico culto del público madrileño, tratando de aportar otro modelo operístico de carácter español, secundando así los esfuerzos de Carnerero, Ojeda, Joaquín Espín, Genovés, Carnicer, por crear un Madrid filarmónico en lengua española. El año anterior Grimaldi había estrenado la que Larra consideró su primera pieza original: No más mostrador (6), que junto a Marcela, o ¿a cuál de los tres?, de Manuel Bretón de los Herreros (7), pueden considerarse el inicio del teatro cómico romántico en España.

Esta actividad frenética en torno al teatro- desde entonces, principal centro de actividad del célebre satírico- no obstaculizó que Larra sacase a la luz su segunda revista: El Pobrecito Hablador, cuyo primer número se imprime en agosto de 1832, utilizando, entre otros, los pseudónimos de “El bachiller Juan Pérez de Murguía” o el de “Andrés Niporesas”. Sin embargo, para ese momento, ya se puede adjudicar a Mariano José de Larra, plenamente y con todo su íntegro significado la designación que sólo muchísimos años después le atribuirá, con total acierto, José Monleón: en aquella fecha, Larra ya es “un hombre de teatro” (8).

Para entonces ha trabajado de forma directa en casi todas las áreas del arte dramático. Ha cultivado, como autor, el drama histórico y la comedia desde las primeras líneas innovadoras de su momento. Ha descubierto, como traductor y adaptador, las incipientes tendencias del teatro postromántico que se van adueñando de los escenarios europeos –la omnipresencia de Scribe es ya elocuente-, dando a la escena dramas de muy diversa índole, percibiendo en todos los casos algo fundamental para “un hombre de teatro”, como es constatar la reacción inmediata y viva del público a las palabras por él escritas cuando las comunican los actores desde el escenario a los espectadores. Ha explorado los vínculos entre drama y música indagando en las posibilidades de un teatro lírico español como alternativa a la ópera italiana. También ha conocido a través de Grimaldi y sus compañías teatrales algo, asimismo, imprescindible en un “hombre de teatro” como son los entresijos íntimos que conducen a una puesta en escena más allá del texto: ha seguido de cerca los ensayos, los preparativos de la escenografía, las exigencias del vestuario teatral, los problemas de la iluminación, así como los nuevos objetivos de naturalidad en la expresión de todos los actores que intervienen en el drama, la modernización de las compañías y los incipientes pero ya complejos retos que se le presentan en este momento al teatro español con esa modernización, con el fin de alcanzar una verdadera interacción de todos los componentes escénicos.

La repercusión de esta pluralidad de facetas y la intersección de todos estos puntos de vista múltiples que integran el hecho dramático, que Larra ha experimentado de primera mano, se deja sentir de inmediato en los escritos de su nueva publicación El Pobrecito Hablador tanto como en sus abundantísimas colaboraciones en La Revista Española desde noviembre de 1832. En los artículos de ambas publicaciones, incluye ensayos que se interrogan sobre el modo de revitalizar el teatro en España, sobre la naturaleza propia y las singularidades que caracterizan a los dramaturgos, o bien sobre la condición del público que asiste a un espectáculo teatral y el efecto que en él produce la representación escénica. En La Revista Española realiza, asimismo, críticas de estudios sobre la naturaleza historicista de los géneros teatrales –muy particularmente sobre el destacado ensayo de Agustín Durán (9)-, y más aún, amplía de un modo extraordinario y sistemático las críticas teatrales que había iniciado de un modo espontáneo y azaroso cinco años antes en El Duende Satírico el Día. Su trabajo para los escenarios, en consonancia con Bretón de los Herreros y Ventura de la Vega, y, ante todo, con la proximidad al trabajo escénico de Grimaldi, afianzaron y enriquecieron definitivamente esta vocación escénica central en Larra.

Para aquellos que no se hubieran percatado del carácter vital de su vinculación al teatro, Larra se tomó la molestia de subrayarla enfáticamente: “Cuando una incomprensible comezón de escribir me puso por primera vez la pluma en la mano para hilvanar en forma de discursos mis ideas – dice Fígaro al comienzo de su artículo de costumbres “Un reo de muerte”-, el teatro se ofreció primer blanco a los tiros de esta que han calificado muchos de mordaz maledicencia” (10). Ya al adoptar el definitivo pseudónimo de “Fígaro”, había expresado este mismo propósito con meridiana claridad: “Mucho tiempo hace que tenía yo vehementísimos deseos de escribir acerca de nuestro teatro; no precisamente porque más que otros lo entienda, sino porque más que otros quisiera que llegasen todos a entenderle” (11).

En el proyecto vital de Larra el drama ocupa, pues, un lugar focal e indispensable, medular, que fue recalcado de forma insistente y enfática por él mismo. Se presenta éste, pues, como una línea de acción privilegiada en su existencia. Desde cierta perspectiva, su interés por conseguir que todos entiendan lo teatral es también, en una gran medida, parte de su afán por darse a entender a sí mismo. Desconocer su actividad como “hombre de teatro”, implicaría desconocer un ámbito neurálgico de su personalidad y supondría dejar en sombra la gran mayoría de su obra escrita. Si se desdeña su labor teatral se menoscaba el grueso de la producción del autor de Macías y se deja la comprensión del conjunto de sus escritos seriamente comprometida, al cercenar de ellos uno de sus soportes más preeminentes.

No parece aceptable, en este sentido, esa desatención displicente contra su escritura escénica que se impuso en el siglo XX, justo al mismo tiempo que alcanzaba su cenit la canonización de Larra como un santo laico. Fraguada ya en los días siguientes a su suicidio, pero elevada a su máxima expresión con los homenajes de la Generación de 1898, esta definitiva consagración como mártir literario se simultanea en las mismas fechas con sorprendentes descalificaciones de su obra teatral, convertidas en un cliché aparentemente inamovible a lo largo de toda la centuria. En su biografía Larra (Fígaro), de 1906, Julio Nombela y Campos anatematiza su teatro sentenciando: “buscaba en esas obras más el provecho que la honra”. Pocos años después, la biografía de Colombine remarca: “La obra dramática de Larra tiene más importancia por ser suya que por mérito propio. Larra veía el teatro de un modo distinto a como lo veían sus contemporáneos, deseaba emprender una senda nueva pero todo lo que nos ha dejado no son más que intentos, obra de juventud, ensayos” (12). Este rutinario prejuicio descalificador se perpetuará de modo pertinaz en el transcurso del siglo, filtrándose incluso en investigadores que recuperan y revalorizan su pensamiento teatral, como puede ser el significativo caso de José Monleón quien tras sentenciar que “Larra es perfectamente consciente de la mediocridad de su obra de traductor o adaptador” (13), concluye que carecía de talento “para escribir dramas” (14), si bien inscribe esa supuesta ineptitud personal dentro de una nulidad colectiva que abarca a la totalidad de los dramaturgos de la época, incapaces de escribir buen teatro debido a insuperables imperativos sociopolíticos. Muy otra era la percepción de sus contemporáneos. Allison Peers rescató para su Historia del movimiento romántico español testimonios de la época que revelaban una confianza entusiasta en una inminente revolución literaria a la muerte de Fernando VII en 1833, como este documento extraído del Boletín de Comercio donde se leía: “Se ha formado una juventud que arde en vivísimos deseos de ser útil a su patria. Por todas partes pululan ingenios que anhelan lanzarse a la carrera, anunciando talentos no vulgares. Acaso en ningún tiempo ha ofrecido España tal multitud de jóvenes atletas que se presentan en liza… Dentro de algunos años es de esperar que si encuentran libre campo para ejercer sus talentos, brillará la aurora de una nueva época gloriosa para nuestra literatura” (15).

En gacetas periodísticas o poemas donde se palpaban esperanzas de parecida índole, nacidas con toda seguridad al calor de la efervescencia de las tertulias, se presentía una revolución que en el ámbito del teatro había dado hasta ese momento sólo anticipos casi imperceptibles incluso para el público especializado, pero que con la vuelta de los exiliados liberales se constituiría, un año después, en una auténtica rebelión teatral. A causa de la censura absolutista hubo de estrenarse en París el primer drama histórico romántico, el Aben-Humeya, de Francisco Martínez de la Rosa (16), del mismo modo que por idénticos motivos el segundo drama histórico del romanticismo, El conde Fernán González, o la exención de Castilla, de Mariano José de Larra, no logró pasar la censura ni llevarse jamás a los escenarios. Un año después, en 1831, se pone en marcha el teatro cómico romántico, auspiciado por Marcela, o ¿a cuál de los tres?, de Manuel Bretón de los Herreros, y anticipado el mismo año por No más mostrador, de Mariano José de Larra, con toda su estela posterior de comedias repletas de una autoironía romántica que aún queda por recuperar para el placer de los espectadores de hoy.

NOTAS
(1) Citado por Luis Calvo Revilla en Actores célebres del Teatro Príncipe o Español. Madrid, Imprenta Municipal, 1920, pág. 63-4.
(2) David T. Gies : “Juan de Grimaldi y el año teatral madrileño, 1823-1824” en Actas del VIII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas. Madrid, Istmo, 1986, págs. 607-613.
(3) Ibid, pág. 65.
(4) Ramón Mesonero Romanos: Memorias de un setentón, op. cit, pág. 498.
(5) En relación con obras tan poco conocidas como éstas, contamos hoy con la excelente investigación llevada a cabo por Leonardo Romero Tobar en Mariano José de Larra: Textos teatrales inéditos. Madrid, CSIC, 1991.
(6) No más mostrador se estrenó en el Coliseo de la Cruz el día 29 de abril de 1831.
(7) Marcela, o ¿a cuál de los tres?, estrenada en el teatro del Príncipe el día 30 de diciembre de 1831.
(8) Expresión desarrollada por José Monleón en su estudio preliminar a la antología: Larra. Escritos sobre teatro. Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1973.
(9) En su artículo sobre el Discurso de Agustín Durán, recogido en nuestra edición, Larra muestra una absoluta conformidad con un texto de tanta trascendencia para el nuevo teatro que Narciso Alonso Cortés llegó a considerar que se trataba “para España lo que las Lecciones de Schlegel, para Alemania; la Carta sobre las tres unidades, de Manzoni, para Italia, y el “Prefacio a Cronwell”, de Hugo, para Francia” en su libro Zorrilla. Su vida y sus obras. Valladolid, Santarén, 1943.
(10) Publicado en la Revista Mensajero, el 30 de marzo de 1835. La cursiva es nuestra.
(11) En “Mi nombre y mis propósitos”, recogido en nuestra edición. La cursiva es nuestra.
(12) Julio Nombela y Campos: Larra (Fígaro). Madrid, La Última Moda, 1906, pág. 154 y Carmen de Burgos (Colombine): Fígaro. Madrid, Imprenta de Alrededor del Mundo, 1919. Cit. por Romero Tobar : op. cit. pág. 8.
(13) Op. cit.., pág. 76.
(14) Ibid, pág. 77.
(15) Cit. por E. Allison Peers en Historia del movimiento romántico español. Madrid, Gredos, 1973, vol. I, pág. 321.
(16) Estrenado el 19 de julio de 1830 en el teatro de La Porte Sant Martin, de París.



Nota de la Redacción: agradecemos a la Editorial Fundamentos y al autor de la introducción, anotación y edición, Rafael Fuentes Mollá, la publicación de este fragmento de la Introducción del libro La crítica teatral completa de Mariano José de Larra (Fundamentos, 2010) en Ojos de Papel.