“Confieso que para mí escribir es difícil, y no sólo porque siempre es
complicado contar con precisión lo que uno desea, sino porque escribir, tal y
como yo lo entiendo, es arriesgarse, arriesgarse a confesar algo de lo que uno
no está muy satisfecho (…) Escribir es contar una verdad, aunque esté encubierta
por muchas mentiras”. Así comienza Elvira Lindo el prólogo de
Tinto de
verano (Suma de Letras, 2002), un libro escrito hace casi diez años pero que
resulta interesante rescatar para centrar el sentido de lo que Lindo quiere
transmitir en su última novela.
Mucho se ha comentado sobre qué parte de
lo que se narra en
Lo que me queda por vivir se corresponde con la
realidad y qué parte es pura ficción, qué parte pertenece al mundo de lo
inventado. Es cierto que la protagonista tiene aspectos biográficos comunes con
la propia Elvira Lindo, pero especular sobre este asunto parece una discusión
estéril. Al fin y al cabo todo novelista, todo autor de una obra de ficción,
emplea en mayor o menor grado elementos autobiográficos, experiencias
personales, temores, ilusiones, miedos o errores, propios o ajenos que, dándoles
forma literaria, sirven para transmitir una verdad. Es esa verdad, propiamente
literaria, hecha de retazos y experiencias, de invención y de realidad, la que,
si el escritor es talentoso y el trabajo está bien hecho, atraviesa al lector y
lo transforma, convirtiéndolo en alguien distinto de lo que era antes. Es lo que
sucede con
Lo que me queda por vivir.
En la novela confluyen dos sucesos
–el nacimiento de un hijo y el fallecimiento de un ser querido- que, aunque
diametralmente opuestos en cuanto a emociones y sentimientos, tienen al menos un
elemento en común: no estamos preparados para afrontar ninguno de los
dos
La protagonista de la novela parece
situada en un tiempo próximo a nuestro presente. Su hijo ya es casi un hombre y
ella una mujer madura, felizmente casada. Desde ese lugar y ese momento, echa la
vista atrás para rememorar un período de la infancia de su hijo Gabi que irá
intercalando con sus propios recuerdos infantiles. Nos habla de una mujer que ha
sido madre muy joven, con apenas veintiún años, y a la que la propia narradora
le cuesta reconocer (“Ella, aquella tan ajena a mí que era yo en esos años”). A
la dificultad de criar se suma el problema de hacerlo a edad muy temprana y de
emprender esa tarea sola, pues la chica y su pareja –el padre de la criatura-
están atravesando un proceso de ruptura y distanciamiento. Además, arrastra un
dolor antiguo, un dolor profundo que irá concretándose poco a poco a lo largo de
la narración y que está vinculado con el prematuro fallecimiento de su madre.
En la novela confluyen dos sucesos –el nacimiento de un hijo y el
fallecimiento de un ser querido- que, aunque diametralmente opuestos en cuanto a
emociones y sentimientos, tienen al menos un elemento en común: no estamos
preparados para afrontar ninguno de los dos. Y no podremos estarlo nunca, por
mucho que lo intentemos. Nueve meses de embarazo parece mucho tiempo para
imaginarse la vida con el recién nacido, para ir organizando la llegada de la
criatura. Sin embargo, tras el parto, la vida de los padres cambia de manera
irremediable e irreversible. Los progenitores no volverán a ser los mismos, su
vida no volverá a ser igual. Aunque de signo contrario, tremenda y atroz, con la
muerte de un ser querido sucede algo similar. Por larga que sea la enfermedad
–no digamos si el fallecimiento es repentino- la muerte siempre nos va a
impactar, no hay forma humana de vacunarse o protegerse contra ese dolor, contra
esa pérdida.
La protagonista de
Lo que me queda por vivir sufre
el fallecimiento de su madre casi en el peor momento posible, cuando tiene
dieciséis años. La muerte del ser querido siempre es dolorosa y requiere un
duelo, un período más o menos largo de asimilación y aceptación de la pérdida,
pero con dieciséis años esa desgracia resulta tremendamente difícil de encajar.
Unos cinco años después de ese luctuoso acontecimiento sucede otro, feliz y
placentero, pero que conlleva una gran responsabilidad: el nacimiento de un
hijo. De un hijo que, como vemos en la novela, con cuatro o cinco años la
narradora tiene que cuidar sola.
Esa idea del tiempo pasado, de
tiempo perdido, que nada puede hacerse para recuperarlo, impregna toda la obra y
se convierte en el telón de fondo del relato. Asimilar lo pasado, lo sucedido,
no es siempre fácil y conseguirlo es un signo de
madurez
Casi
todo en esta novela hace referencia al tiempo pasado, al
vivido y, como el propio título de la obra indica, al “que me queda por vivir”.
Son así distintos momentos los que se mezclan en la novela: los recuerdos de
niñez y juventud de la madre intercalados con los de la infancia del hijo. Son
unos saltos temporales y espaciales dotados de cierto aire caótico y caprichoso
muy bien logrado. Esa idea del tiempo pasado, de tiempo perdido, que nada puede
hacerse para recuperarlo, impregna toda la obra y se convierte en el telón de
fondo del relato. Asimilar lo pasado, lo sucedido, no es siempre fácil y
conseguirlo es un signo de madurez. Es decir, de asunción plena de nuestra
responsabilidad y de aceptación de la pérdida.
La idea de pérdida debe
entenderse aquí en un sentido muy amplio, pues en la obra de Elvira Lindo se
presenta con muchas ramificaciones y pluralidad de significados, aunque todos
apuntan en una misma dirección. Por un lado tenemos la pérdida entendida en un
sentido temporal. Hablamos de la conciencia de la pérdida de la infancia, como
un tiempo pasado y feliz que no volverá, y de la juventud, debido a las
obligaciones que una maternidad temprana impone. Mezclada con todas ellas, la
narradora también experimenta la sensación de pérdida del hijo. Conforme la
criatura se va haciendo mayor, reclama cada vez más independencia, reparte unos
afectos que antes estaban reservados a la madre: “Tal vez ella [la actual pareja
del padre] viajara también en ese coche. Si fuera así, Gabi, generoso en sus
afectos, pasaría su pequeño brazo derecho por el cuello de ella y le acariciaría
el nacimiento del cabello. Pensar en eso me nublaba la vista”.
Luego
están las pérdidas físicas y emocionales. Algunas vinculadas con los recuerdos
de los seres queridos, con las personas que ya no están: “Yo, que he mantenido
intactas conversaciones enteras durante años, he perdido las palabras que ella
balbuceaba en la ambulancia”. Tanta pérdida no asumida, o no correctamente
asumida, tanta soledad, produce cierta sensación de desconcierto, de extravío.
La propia narradora está perdida en su vida, no acaba de encontrarse, de
conocerse, no sabe bien hacia dónde va, hacia dónde se encamina: “Caminar con un
destino me levantaba el ánimo (…), no deambular sino ir en busca de una
dirección, no andar como una mujer solitaria, sino como alguien con una tarea
que cumplir (…) Tu madre, tan perdida como tú, más perdida que tú, mucho más
perdida que tú, tanto que se podría decir que es él, el niño, tú, el que, sin
pretenderlo, la guía a ella, a mí, en la oscuridad. Él, tú, sin saberlo, el
único motivo de esperanza para buscar una salida, la solución”. Fundamental,
pues, el concepto de pérdida, múltiple y variado, que acosa por todos los lados
la vida de esta mujer, pero que podría concretarse en este hermoso párrafo:
“Recuerdas mi mano, la mano de tu madre, la mano que nunca
se olvida, como yo no he olvidado la mano de mi madre, ese tacto que mi memoria
ha logrado conservar entre tantos recuerdos perdidos. Recuerdas a tu madre,
firme, dura, poderosa como una roca, así me recuerdas hoy para mi asombro. La
madre en la que confiaste ciegamente, aunque no lo mereciera”.
Desde el principio, la narradora es
muy exigente consigo misma, carga con una culpa que en el momento de la
escritura permanece viva y que de alguna manera la propia escritura
elimina
En este párrafo se apuntan dos
elementos también fundamentales en la narración. El primero de ellos, turbador y
lacerante, es el de la culpa. El segundo, la de la liberación por el amor. Desde
el principio, la narradora es muy exigente consigo misma, carga con una culpa
que en el momento de la escritura permanece viva y que de alguna manera la
propia escritura elimina. Es un desgarro pasado pero latente, que permanece y
revive con insistencia, herida sin cicatrizar que se intuye curada –que no
olvidada- en el momento en que se plasma por escrito:
“Las
madres, las otras madres (…); esas madres que abundaban en la puerta de la
guardería y que no eran como yo, que se levantaban los sábados antes de las once
para que el hijo no vagabundeara descalzo y solitario por la casa; las madres
que llevaban una vida ordenada (…); que antes de irse a la cama tiraban a la
basura las colillas que desbordaban el cenicero para que la casa no apestara a
tabaco a la mañana siguiente; las madres que llegaban a su hora a la guardería,
a llevar a sus hijos y a recogerlos; las madres que no tenían esa cara
permanente de disculpa (…) Esas madres, las otras, nunca pasaban horas hablando
por teléfono, nunca, ni mataban el rato riéndose a carcajadas con un amigo, que
no era el padre, mientras el niño se aburría en el baño, rodeado de espuma y de
juguetes flotadores, con el agua ya fría. El niño celoso, que empezaba a
llamarla, “¡mami, mamá!”, cuando la oía reír, porque tenía pavor a sentirse
excluido. El mismo niño al que luego le latía el corazón cuando volvía a sonar
el teléfono (…) porque sabía que la madre lo abandonaría todo, la cena, la
máquina de escribir, a él, que era el único ser en este mundo que no la
abandonaría nunca, para hablar con el padre”. Toda esta
laceración, todos estos reproches, nacen de la visión que tiene la madre hacia
sí misma y de la relación que mantiene con su hijo, cargada de amargura. Esos
reproches son parciales y subjetivos y nada tienen que ver con lo que de su
madre piensa el hijo, con la perspectiva del niño: “…un día le diría a su madre,
diez años después, en un tono que ella no sabría interpretar, que no deseaba
otra infancia que la que le había tocado en suerte”. Gabi, el hijo de la
narradora, se revela como la tabla de salvación, como la persona en la que la
madre se apoya para seguir adelante. Así aparece reflejado en la novela, aunque
en ese juicio, como en otros, la narradora se equivoca. Es el amor que como
madre siente por su hijo el que la impulsa a seguir adelante: a trompicones
quizá, pero adelante. La mujer se salva por ella misma, por su fuerza y su
propia lucha, aunque su hijo sea la expresión acabada de todo lo que ella ha
amado, de todo cuanto ha perdido.