El poeta, que ha bajado a los puertos besuqueados por las mares más
oceánicas, desde Alejandría a Río de Janeiro (su primer viaje de grandes
distancias —no cuentan Las Golondrinas—, cuando tenía 24 años:
Barcelona-Marsella-Barcelona-Nuakchot-Klaipeda, en Lituania-estrechos daneses
hasta Las Palmas de Gran Canaria), coloca un ejemplar de Thalassa en el
aparador del Nostromo, apoyado en un rioja Zuazo Gaston. Antes de atender esta
entrevista, se sirve otro vaso de bourbon de la botella de Jack Daniels,
bien a la vista. “¿Que por qué empecé a escribir? Toda la cosa de la vida ha
sido un cúmulo de casualidades. La ciudad de Murcia está a 40 kilómetros del
mar, pero 40 kilómetros bien pueden ser 40.000 kilómetros. Después de tirarme
ocho años navegando por África, volví a Barcelona con el síndrome de Tarzán: en
Tarzán en Nueva York, Johnny Weissmuller no sale de su habitación,
asustado de lo que ve en la calle. Me apunté entonces a un curso de inglés. Hice
una redacción titulada Gran cabotaje, y gustó tanto aquel cuento que lo
tuve que traducir, y la traducción de aquella página se extendió tanto que me
salió mi primera novela [luego le seguirían el poemario Mar de amores y
la novela El último candray, Premio Mario Vargas Llosa]. Yo pensaba que
escribir era para personas privilegiadas, o para locos, o para imbéciles.”
Cecilio.—(Se dirige a la tercera mesa del Nostromo, empezando a contar
desde la entrada, ocupada por un miembro del programa de TV-3 Polònia,
que balancea sus teorías musicales y que ya lleva gastados 50 euros entre tapas
y pelotazos varios.) Tienes la oportunidad de comprarme un libro.
Cliente 1.—Va, ponme uno.
Cecilio.—Eso esperaba de ti.
Cliente 1.—Pero me lo dedicas, porque los murcianos sabéis escribir,
¿no? ¿En Murcia hay naranjas? [?]
Cecilio.—“Me pondrá la carne verde /
—zumo de lima y limón—, / tus palabras, pececillos, / nadarán alrededor.” ¿Sabes
de quién son los versos?
El Cliente 1 apoya sus manos en el respaldo de
la silla, frente a Cecilio, sosteniendo una conversación más con los ojos de
sanguina que con su inútil razonamiento. No responde.
Cecilio.—De
Lorca. Me esperaba eso de un tipo como tú, inculto.
La novia de
melocotón de este personaje hace mutis por el foro. Antes, los dos se enfrascan
en una conversación de altos vuelos que gira en torno a la película de
Fernando León de Aranoa Los lunes al sol, y sobre el significado
de la palabra Australia.
Aparece el intérprete Toti Soler
[Jordi Soler] con su banda de caballos cuatralbos (percusionistas, flautas y un
posible acordeón: Maurici Villavechia, Marc Prat y Joan Anton
Mas), salidos de la sala del Nostromo de la que se han encariñado los
cuentacuentos y las plumas noveles. Ensaya su Sardana flamenca, que
tocaría en el concierto que la Generalitat organiza para la Diada, en el Parc de
la Ciutadella de Barcelona.
Toti.—Fíjate que a mí, que estoy en el
escenario, también me han cursado una invitación.
Ha dejado aparcada su
guitarra para estirar los brazos y las piernas. Y como le profesa una estima
inconfesable, pregunta, inquieto:
Toti.—¿Seguro que está bien cerrada
esa puerta?
Cecilio.—Olvídate de la puerta. ¿Queréis cenar? Tenemos las
mejores tortillas catalanas (“La buena mesa contribuye a creer en la
felicidad”). ¿A qué hora hay que estar en la Ciutadella?
Toti.—(Miente
con elegancia.) A las seis de la mañana.
Cecilio.—Ah, entonces saldremos
borrachos del bar.
Pilar, la pareja de Cecilio, se mete en la
cocina, cuyas cerámicas se han cubierto de sartenes, pucheros y parrillas. En
algún momento, entre pedidos de carpachos y sumas de cuentas, con el cigarro
Pall Mall en la comisura de los labios, Cecilio le dice al Cliente 2,
parafraseando a Gabriel García Márquez: “Todos los libros son ballenatos,
recuerdos de nuestras vivencias. Básicamente, Cien años de soledad son
las memorias de la abuela del autor. Todo es un juego, una metáfora, una mezcla
de realidad y ficción”.
En esa tarde condensada, dos chicos con bermudas
y aire distraído cogen del saliente de la ventana uno de los cuatro ajedreces de
diferentes tamaños y prodigios que darían vértigo a Kárpov. Más allá de
los límites de las patatas bravas, en el Harry’s Corner, aguardan ediciones
anquilosadas de América, de Van Loon; La ciudad del diablo,
de Ángela Vallvey, y El amante bilingüe, de Juan Marsé, que
cohabitan con ejemplares atrasados de la revista Marítimas y del boletín
Nostromo Crew (“La muerte de Jorge Amado, capitao de longo
curso”). Cuando se embarcaba, Cecilio Pineda hacía dos maletas, una con ropa
de verano y de invierno (“nunca sabía si subías al Báltico o bajabas al Sur”) y
otra con libros.
El periodista, sentado al fondo, detrás del ordenador
que Cecilio utiliza a deshoras para largar la estacha de sus fantasías
literarias, observa los pocos utensilios de un hombre sencillo, temperamental y,
presumiblemente, malhumorado: un teléfono móvil rojizo como las llamaradas del
diablo (“me lo regaló mi hijo y ahí está, no sé ni cómo se usa”), un ejemplar de
Gran cabotaje. Del Mar Rojo a Barcelona pasando por Port Natal (“Me
sorprendió que el timonel bosnio divisara un barco antes que yo. Eran cerca de
las dos de la madrugada y a esas horas lo normal era que soñara con la familia y
con el Estrella Roja de Sarajevo, que este año parecía contar con un equipo de
rompe y rasga”), y un cenicero molesto por la ceniza sobre un tapete carmesí, lo
que le da un aire altivo, como si hubiera sido miembro del Politburó (“soy
comunista, odio el capitalismo”).
Llega una chica con la gorra calada,
sujeta a sus rizos de oro con una pinza plateada. Se conocen bien.
Cecilio.—Puedes quedarte y escuchar. Me van a hacer una entrevista. Si
digo alguna tontería, te puedes reír.
De fondo, gravitando en el
ambiente, suena el saxo de Joe Farrell.
Cecilio.—Bueno, pregunta.
Y no quiero tópicos. No me preguntas si ya de pequeño aspiraba a ser escritor,
porque te contestaré lo mismo que contestó Manuel Vázquez Montalbán: “Yo
lo que quería ser era delantero centro del Barça”.