Cecilio Pineda (foto de Jesús Martínez)

Cecilio Pineda (foto de Jesús Martínez)

    NOMBRE
Cecilio Pineda Rodríguez

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Murcia (España), 1945

    BREVE CURRICULUM
Capitán de la marina mercante. Obra publicada: Gran Cabotaje (2002), Mar de Amores (2004) y El último candray (2009), Premio Mario Vargas Llosa en 2008. Tras los estudios de náutica comienza a navegar en 1969. En 1981, la República de Mozambique le contrata como capitán-instructor. Ocho años de navegación conradiana por sus costas y ríos. En 1988, regresa a Barcelona, emprende negocios y en 1997 funda el Premio Nostromo “La Aventura Marítima”. Regenta el Café Nostromo




Opinión/Entrevista
Entrevista al poeta Cecilio Pineda, autor de ¡Thalassa Thalassa!
Por Jesús Martínez, viernes, 1 de octubre de 2010
La sardana flamenca

Quienes hayan mercadeado en los aduares africanos se encontrarán cómodos en las sillas del Nostromo (Ripoll, 16), el café-restaurante de Barcelona de un señor que no es tan fiero como lo pintan. Cecilio Pineda (Murcia, 1945), hombre de extravagancias, ceñudo, provocador, capitanea el local tal como gobernaba los barcos tramp (buques sin rumbo fijo, vagabundos), en los que se enroló durante los veinte años en los que se hizo a la mar (“veinte años fuera dan para mucho; pierdes muchos trenes”), después de estudiar a contracorriente la carrera de Náutica en la Universitat Politècnica de Catalunya. Con más parentescos con la Royal Navy y con los fumistas de la noche (incluidas algunas gaviões da fiel, mulatas rezagadas de la hinchada de Brasil) que con los bosquimanos del Club de la Cultura Oficial (caraduras que planifican a dos años vista Qué Se Ha de Pensar y Cómo), Cecilio ha engendrado un poemario honrado, un caleidoscopio con la morralla de la mar (tacómetros, caños y pendejos). Se titula ¡Thalassa Thalassa! (Ediciones Carena, 2010), la marca de los marineros o de los lobos de mar, como Cecilio, aunque no sean tan fieros como los pintan.
El poeta, que ha bajado a los puertos besuqueados por las mares más oceánicas, desde Alejandría a Río de Janeiro (su primer viaje de grandes distancias —no cuentan Las Golondrinas—, cuando tenía 24 años: Barcelona-Marsella-Barcelona-Nuakchot-Klaipeda, en Lituania-estrechos daneses hasta Las Palmas de Gran Canaria), coloca un ejemplar de Thalassa en el aparador del Nostromo, apoyado en un rioja Zuazo Gaston. Antes de atender esta entrevista, se sirve otro vaso de bourbon de la botella de Jack Daniels, bien a la vista. “¿Que por qué empecé a escribir? Toda la cosa de la vida ha sido un cúmulo de casualidades. La ciudad de Murcia está a 40 kilómetros del mar, pero 40 kilómetros bien pueden ser 40.000 kilómetros. Después de tirarme ocho años navegando por África, volví a Barcelona con el síndrome de Tarzán: en Tarzán en Nueva York, Johnny Weissmuller no sale de su habitación, asustado de lo que ve en la calle. Me apunté entonces a un curso de inglés. Hice una redacción titulada Gran cabotaje, y gustó tanto aquel cuento que lo tuve que traducir, y la traducción de aquella página se extendió tanto que me salió mi primera novela [luego le seguirían el poemario Mar de amores y la novela El último candray, Premio Mario Vargas Llosa]. Yo pensaba que escribir era para personas privilegiadas, o para locos, o para imbéciles.”

Cecilio.—(Se dirige a la tercera mesa del Nostromo, empezando a contar desde la entrada, ocupada por un miembro del programa de TV-3 Polònia, que balancea sus teorías musicales y que ya lleva gastados 50 euros entre tapas y pelotazos varios.) Tienes la oportunidad de comprarme un libro.

Cliente 1.—Va, ponme uno.

Cecilio.—Eso esperaba de ti.

Cliente 1.—Pero me lo dedicas, porque los murcianos sabéis escribir, ¿no? ¿En Murcia hay naranjas? [?]

Cecilio.—“Me pondrá la carne verde / —zumo de lima y limón—, / tus palabras, pececillos, / nadarán alrededor.” ¿Sabes de quién son los versos?

El Cliente 1 apoya sus manos en el respaldo de la silla, frente a Cecilio, sosteniendo una conversación más con los ojos de sanguina que con su inútil razonamiento. No responde.

Cecilio.—De Lorca. Me esperaba eso de un tipo como tú, inculto.

La novia de melocotón de este personaje hace mutis por el foro. Antes, los dos se enfrascan en una conversación de altos vuelos que gira en torno a la película de Fernando León de Aranoa Los lunes al sol, y sobre el significado de la palabra Australia.

Aparece el intérprete Toti Soler [Jordi Soler] con su banda de caballos cuatralbos (percusionistas, flautas y un posible acordeón: Maurici Villavechia, Marc Prat y Joan Anton Mas), salidos de la sala del Nostromo de la que se han encariñado los cuentacuentos y las plumas noveles. Ensaya su Sardana flamenca, que tocaría en el concierto que la Generalitat organiza para la Diada, en el Parc de la Ciutadella de Barcelona.

Toti.—Fíjate que a mí, que estoy en el escenario, también me han cursado una invitación.

Ha dejado aparcada su guitarra para estirar los brazos y las piernas. Y como le profesa una estima inconfesable, pregunta, inquieto:

Toti.—¿Seguro que está bien cerrada esa puerta?

Cecilio.—Olvídate de la puerta. ¿Queréis cenar? Tenemos las mejores tortillas catalanas (“La buena mesa contribuye a creer en la felicidad”). ¿A qué hora hay que estar en la Ciutadella?

Toti.—(Miente con elegancia.) A las seis de la mañana.

Cecilio.—Ah, entonces saldremos borrachos del bar.

Pilar, la pareja de Cecilio, se mete en la cocina, cuyas cerámicas se han cubierto de sartenes, pucheros y parrillas. En algún momento, entre pedidos de carpachos y sumas de cuentas, con el cigarro Pall Mall en la comisura de los labios, Cecilio le dice al Cliente 2, parafraseando a Gabriel García Márquez: “Todos los libros son ballenatos, recuerdos de nuestras vivencias. Básicamente, Cien años de soledad son las memorias de la abuela del autor. Todo es un juego, una metáfora, una mezcla de realidad y ficción”.

En esa tarde condensada, dos chicos con bermudas y aire distraído cogen del saliente de la ventana uno de los cuatro ajedreces de diferentes tamaños y prodigios que darían vértigo a Kárpov. Más allá de los límites de las patatas bravas, en el Harry’s Corner, aguardan ediciones anquilosadas de América, de Van Loon; La ciudad del diablo, de Ángela Vallvey, y El amante bilingüe, de Juan Marsé, que cohabitan con ejemplares atrasados de la revista Marítimas y del boletín Nostromo Crew (“La muerte de Jorge Amado, capitao de longo curso”). Cuando se embarcaba, Cecilio Pineda hacía dos maletas, una con ropa de verano y de invierno (“nunca sabía si subías al Báltico o bajabas al Sur”) y otra con libros.

El periodista, sentado al fondo, detrás del ordenador que Cecilio utiliza a deshoras para largar la estacha de sus fantasías literarias, observa los pocos utensilios de un hombre sencillo, temperamental y, presumiblemente, malhumorado: un teléfono móvil rojizo como las llamaradas del diablo (“me lo regaló mi hijo y ahí está, no sé ni cómo se usa”), un ejemplar de Gran cabotaje. Del Mar Rojo a Barcelona pasando por Port Natal (“Me sorprendió que el timonel bosnio divisara un barco antes que yo. Eran cerca de las dos de la madrugada y a esas horas lo normal era que soñara con la familia y con el Estrella Roja de Sarajevo, que este año parecía contar con un equipo de rompe y rasga”), y un cenicero molesto por la ceniza sobre un tapete carmesí, lo que le da un aire altivo, como si hubiera sido miembro del Politburó (“soy comunista, odio el capitalismo”).

Llega una chica con la gorra calada, sujeta a sus rizos de oro con una pinza plateada. Se conocen bien.

Cecilio.—Puedes quedarte y escuchar. Me van a hacer una entrevista. Si digo alguna tontería, te puedes reír.

De fondo, gravitando en el ambiente, suena el saxo de Joe Farrell.

Cecilio.—Bueno, pregunta. Y no quiero tópicos. No me preguntas si ya de pequeño aspiraba a ser escritor, porque te contestaré lo mismo que contestó Manuel Vázquez Montalbán: “Yo lo que quería ser era delantero centro del Barça”.