—No suba a la acera, que la acaban de cementar y se rompen las baldosas.
Un cartel lo deja bien claro.
Ni puto caso. Gael sube, echa marcha
atrás, se lleva una de las vallas, y mi pie, a punto de caer bajo el peso de su
locomoción.
Descargar 27 cajas con 18 libros cada una da para, cuanto menos,
intercambiar tonterías y banalidades del estilo “qué frío que hace” y “¿se
quedará por aquí estas Fiestas?”. Ni eso. Gael, con su infantil y honorable
rudeza, que me recuerda los pasos torpes de los Geganters de Sants, se mete en
la furgo, sin despedirse, y arranca y hace dos maniobras que los operarios
marroquíes observan callados, resignados, indiferentes ante la salud de su obra,
que será de todo menos imperecedera.
Cuando llegó Gael, yo contestaba un
mail de Pili García, una muchacha de Lleida tan salada como el mar. Y a partir
de ahí, el camarote de los hermanos Marx. Llegaron más fardos, y con los
paquetes de cartón piedra,
Pepa
Cantarero, la autora de
las
babuchas, con su prole: su hijo Cristian y su hija
Jade, un nombre de esmeralda, verde como la cubierta de su madre (la
contracubierta la redactó ella). Y llegó
Eudald
Escala, que me traía una nueva lectura de Leonard Cohen:
Conversaciones con un superviviente, de Alberto Manzano. Y cuando ya
todos estábamos de pie porque el espacio de ratonera se estrechaba cada vez más,
entró
José
Enrique Martínez, el arcabuz de
los carenianos, a quien yo
asocio con los barbudos de La Habana, armado con la alabarda de su pluma y
siempre con sus digresiones de términos marxistas y con la salvedad de su
autocrítica “constructiva-discursiva”.
José Enrique, autor de
Un extraño
viaje, portaba un ejemplar de su obra con la
numeración descontrolada: después de la página 106 se volvía a la página 101.
Días atrás, en la revisión de las galeradas, descubrimos un fallo garrafal, que
a mí me parecía tan divertido como conveniente: “Creo que si no lo tocamos se
venderán más libros”. La portada titulaba:
Un exraño viaje. Y la palabra
caló en
Carena: “Sí que es
exraño, sí”.
Las guirnaldas de un deseo
Gael volvería por la
tarde para traer
El cuerpo
adivinado, la poesía desnuda hasta la cintura:
“El
cuerpo adivinado no explica, no aclara, expone que la poesía es otra cosa:
un aliento que vibra, un ‘algo’ que se presenta como existencia de un cuerpo y
aplicación de este a su lugar de conciencia”, pone en el prólogo.
El
cuerpo adivinado, las guirnaldas de un deseo irremplazable, provoca un
revuelo de versos con palabras y de palabras sin verso. La pintora-poetisa
Helena Junyent (Vilafranca del Penedès, 1947), su autora y benefactora, ha
publicado el libro aún convulsa por los cataplasmas del amor sometido a reglas.
Se trata de unos ochenta poemas de breve recorrido y honda crítica, con formas
rompedoras y ensoñaciones que van desde los “yo-entusiasmo” y “
Si valorar
corresponde a medir, medir por medir ¡midamos!” hasta los encabalgamientos
ásperos y astrosos del “justo ahí / donde el sí y el no / luz no se necesitan”.
Dos ángeles embrollan a Helena: un Ángel Rojo, demonio seductor, y un
Hombrecito de Blanco. El señor con cuernos y rabo concede primacía a la pintura,
a las paletadas de colores que se clavan en el corazón como las chinchetas y que
le extraen a uno la sangre como esos dibujos pirograbados por la sanguina de las
sanguijuelas. No en vano, clama al cielo. Por el contrario, el ángel bueno le
llena de pájaros la cabeza con el
lied de sus cantos y sus rimas
desprovistas de sentido. El Ángel de Blanco de Algodón revolotea en círculos
concéntricos por las viejas glosas de imberbes griegos.
Helena nació con
el Ángel Rojo, con el diablillo de la pintura. Rojo, cáustico, disoluto.
“Lo
mío era el Color traducido a la Forma: pintura, dibujo, mosaico, grabado...”,
desmenuza su pasado, distraída cuando quiere, envuelta en un aura de solvencia
que sólo he visto en Pepa Cantarero (con quien comparte el mismo pelo de la
Transición) y en Jane Austen. “Desde que era niña tuve claro que lo mío era
pintar. Ya en la escuela siempre estaba en la luna, en Babia, absorta con la
invención de posibles imágenes.”
En algún momento a los colores se les
deshizo la compostura, y su arte, expresionista, no figurativo, pero sí
equilibrado y con connotaciones figurativas, se le vino encima como una mole,
del mismo modo que a Goya le pudo sus
Pinturas Negras. Entró en una
crisis creativa con los pies descalzos, desvalida, confusa, y, en medio de la
gruta de la muerte-en-vida, se dejó caer, confusa, desvalida, descalza. Fue en
1997, y su coco no paraba de dar vueltas y vueltas y vueltas y más vueltas...
El Angelillo Bueno de la Poesía, blanco, chulapo, enguantado, se le apareció
sobre el hombro derecho, tocado con una chistera de himnarios y sosteniendo una
cítara para cantar sobre las olas de su desgracia. Y le convenció. Helena, sin
ser diletante en gramáticas, se apuntó a un taller de literatura, escribió como
un
chef innovador en su cocina, echando un poquito de azafrán de más para
ver a qué sabe, y las expresiones jugosas y mordientes que salieron de su nueva
experiencia la iluminaron de nuevo.
En la finca del centro cívico de Can Deu
se apuntó al concurso anual de los Jocs Florals, y ganó La Flor Natural con una
poesía amorosa, exponente de un
amor más que cribado, triturado. Luego le
siguieron otros laureles; el último, el Premio de Poesía Tomás Morales. “Desde
entonces no he parado de escribir y llevo 12 libros, prácticamente uno por año”,
cuenta, convertida ya en el monolito de las ánimas del limbo que tropiezan
cuando se buscan a sí mismas. “No sigo las
normas de la poesía clásica,
ni el soneto ni la rima. Lo que busco es otra cosa.”
Espoleada por el Ángel
Blanco (blanco, chulapo, enguantado), emisario de la Poesía, que le chivaba en
los descansillos de la escalera las estrofas ditirámbicas de la mística y las
profecías, se zambulló en una literatura molida por su propio revulsivo, pero
vigorosa y fresca como una rosa.
Se matriculó en l’Escola d’Escriptura de
l’Ateneu Barcelonés, y cumplió los tres cursos de rigor. “El profesor Francesc
Parcerisas me enseñó muchísimo, me hacía muchas preguntas. Quería saber si mi
poesía respondía a algo más que a una escritura automática, así como las razones
que me impulsaban a transgredir la sintaxis, y otras cosas más...”
Durante
cuatro años, ni tocó los pinceles. Pero el Diablo sabe más por viejo, y esperó
paciente y atento. Un día, el Diablo, rojo, cáustico, disoluto, se le apareció
sobre el hombro izquierdo, y le sopló al oído algo que le hizo cosquillas,
todavía sin entender los puntos que escondía su manifiesto. De repente, Helena
soltó el bolígrafo con el que escribía y saltó a la arena de los lienzos
almacenados en su estudio, y chorreó témperas, y derramó óleos, y destiló ideas
hasta la desembocadura de los marcos. Durante dos años, enajenada por las trazas
de seductor del Ángel Caído, pintó como una posesa, esmaltada, furiosa, arisca.
“Combinar pintura y poesía, las dos cosas a la vez, no puedo. O una o la otra”,
le sale sin querer, como el suplicatorio desatendido del juez que dentro de sí
le hurga. “Así, estuve dos años en los que no pude escribir nada. Sólo pintaba.”
Los cuadros los expuso en el Espai Cultural Pere Pruna, en Sarrià-Sant
Gervasi.
Apenas sí rendido, el Ángel del traje de lino blanco, blanco,
chulapo, enguantado, se le volvió a prender en el hombro derecho, y le recriminó
que hubiera dejado de lado los serventesios, las liras y los hexámetros. Aun a
pesar de haberlos repudiado de antemano por su ajustada y encorsetada métrica,
Helena, arrepentida a medias, abandonó los tintes y el aguarrás y los pastiches,
y se puso a escribir de nuevo con su bolígrafo preferido.
Encerrada en su
cáscara de Calimero, los poemas le salían solos:
ante el legado
no dispongo replico. Leía, leía, leía como
anteriormente le daba al coco vueltas y vueltas y vueltas. “Con Paul Celan me
quedé absolutamente deslumbrada, me encantó el poder sugerente de su verso
corto, roto, su sutileza, su manera de hacer, pero, sobre todo, y ante todo, ¡la
forma!"
Helena Junyent ha sabido elegir muy bien sus lecturas: Góngora,
Quevedo, Valente. Luego Vallejo, Lima, Jabès... Y, últimamente, Olvido García
Valdés y Chantal Maillard: “Anduve por el dorso de tu mano, confiada, / como
quien anda en las colinas / seguro de que el viento existe...”.
“Con ellos
camino y con ellos voy al encuentro de mi voz”, dice Helena.
En este
periodo, concibió
El cuerpo adivinado: si de una oleada mojas el
aire y su trazo no traspasa el vacío no lee el agua
Y deseado el cuerpo, Helena se enzarzó con una historia que arrastraba
durante cinco años, “un mamotreto que me ha dejado vacía”. Se trata de un libro
de temática histórico-religiosa, con sus dudas, sus miedos, sus preguntas y,
también, sus barbaries. “Es demasiado denso, caótico, descompuesto,
indescriptible. Si algún día lo retomo y lo publico, tendrá muchísimos
detractores, desbordados, saturados”, asegura.
El Diablo, rojo, cáustico,
disoluto, muerto de celos, enfurruñado porque su disfraz no surtía el efecto que
esperaba, vio la ocasión y se le volvió a manifestar sobre el hombro izquierdo,
con el color intenso de la siega al rojo vivo. “Deshazte de él”, bisbiseaba el
pequeño demonio con su marrullera sonrisa y sus centelleantes ojos.
En junio
del 2009, Helena, hipnotizada como Woody Allen en
El escorpión de jade,
dio carpetazo al
mamotreto: lo pisoteó, hizo de sus zigzagueantes líneas
imposibles trizas, y se tiró a un mar de turbias acuarelas como una suicida se
lanza al abismo desde un puente. “Tenía la necesidad de romper, de triturar más
y más a través de la pintura, y me embarqué en un oleaje de pinceladas tortuosas
y oscuras en las que el negro era la luz que me empapaba de Goya, de Saura..., a
la vez que reciclaba la serenidad que siempre me ha transmitido
El caballero
de la mano en el pecho, de
El Greco.”Hace un mes que Helena, dual
y controvertida, ha recuperado sus ganas de escribir. Sí. "Pero me he vuelto una
pejiguera, reviso cada línea, cada palabra, cada espacio, letra por letra, una y
otra vez... Como dijo Paul Valéry: ‘No hay obras terminadas, sólo obras
abandonadas’."
Los pinceles la excitan. Le ponen. Le dan morbo al color
de la escritura.
La poetisa-pintora Helena Junyent ha vuelto a acostarse con
el cuerpo que, deseado, adivina su momento preferido.
El Maligno, rojo,
cáustico, disoluto.
Venció el Maligno.