Con este telón de fondo comienza esta obra de Christopher Caldwell. Una
cuidada y documentada argumentación en torno a lo que constituye la tesis
central de este volumen: Europa es hoy víctima del complejo de culpa derivado de
la II Guerra Mundial. A consecuencia de ello, el Viejo Continente está aceptando
una inmigración masiva e islámica que acabará transformando los grandes valores
y la alta cultura que los europeos alcanzaron con el esfuerzo y la tenacidad de
siglos.
Expresando el argumento del libro en tan pocas palabras, cabría
pensar que Caldwell es un norteamericano republicano, neoconservador e
islamófobo que contempla a los europeos como un atajo de ingenuos y decadentes
materialistas que en su opulencia han perdido los viejos valores. Tal vez sea
todo eso o tal vez sea un periodista que no acepta las reglas de lo
políticamente correcto. Sus referencias le presentan como un conocedor de Europa
casado con la hija de Robert Novak, conocido periodista, y padre de cinco hijos.
Nacido en 1962, se graduó en la Universidad de Harvard en literatura inglesa.
Colabora desde hace años en
The Weekly Standard, en
The New York Times
o en
The Washington Post. Buenos periódicos aunque de distinta
ideología.
Como ya hemos avanzado,
La revolución europea comienza
realizando un recorrido histórico y económico a lo largo y ancho de una Europa
que en los años cuarenta está empeñada en una reconstrucción que necesita mano
de obra. Caldwell muestra con eficacia cómo las élites políticas y económicas de
los países que tiran de la recuperación organizan programas destinados a
reclutar trabajadores foráneos.
Con la llegada de otras culturas en
medio de una atmósfera de culpabilidad, la ideología de la tolerancia se
ensanchó y se fue construyendo un nuevo orden moral que Caldwell considera
basado en la creencia de que todas las culturas son iguales en sus valores y
merecen idéntico respeto
Los años cincuenta y
buena parte de los sesenta constituyen para Caldwell, por sus premisas confusas
y equivocadas, el comienzo del malentendido en la política inmigratoria europea.
Como leemos en estas páginas, en esos años las creencias sobre la emigración más
extendidas entre los europeos venían de ideas que habían permeado la sociedad a
partir de las moderadas, y con frecuencia exitosas, migraciones de finales del
XIX y principios del XX: movimientos de población como el de los trabajadores
agrícolas polacos a Alemania, o el de los obreros industriales a Francia.
Con ese horizonte de pensamiento, con esas ideas en la cabeza de
políticos, financieros y periodistas se iniciaron los programas destinados a
reclutar mano de obra. Eran los años de los trabajadores invitados, los llamados
gastarbeiter en Alemania. Dichos programas -Suecia fue el país pionero-
eran básicamente acuerdos bilaterales entre los países del milagro económico y
los estados en los que faltaba empleo o divisas y sobraba pobreza. El mecanismo
era sencillo y estaba regulado con eficacia por los gobiernos implicados: se
enviaban delegaciones a las naciones necesitadas con el fin de escoger equipos
de trabajadores jóvenes para importarlos por temporadas breves, con frecuencia
dos años, pasados los cuales se suponía que la mano de obra se volverían a casa
y el ciclo volvía a repetirse.
Alemania no comenzó a importar mano de
obra hasta 1955. Llegaron en un primer momento trabajadores italianos, pero en
poco tiempo los turcos conformaron el grueso de la inmigración. En los primeros
años se instalaban en el país germano varones solteros en su mayoría. Vivían en
residencias y trabajaban sobre todo en minas y plantas siderúrgicas de las
cuencas del Rin y del Ruhr. Diligentes y cumplidores. Sus jefes estaban
contentos con ellos. No se les pagaba como a los nativos alemanes y se suponía
que debían rotar. Unos llegaban y otros se volvían contentos a sus casas en
Turquía, cuya economía recibía con entusiasmo la llegada de los marcos alemanes.
Alemania lideró por volumen y recursos esta etapa migratoria. Su modelo fue
imitado y seguido por otros países.
Mediado el texto de
La revolución
europea, Caldwell muestra con su fluida prosa y sus datos siempre precisos
cómo lo que parecía un sistema equilibrado comienza a no ser operativo. Con el
paso de los años empieza a levantarse una brecha. Lo que entendían los alemanes,
franceses o ingleses nativos por
gastarbeiter invitados no coincidía con
lo que éstos pensaban de su propia estancia en Alemania, Francia o Inglaterra.
La interpretación que los trabajadores emigrados hacían de la invitación
recibida y de los derechos y obligaciones que dicha invitación implicaba ya no
era la de años atrás.
Dentro del nuevo y numeroso mosaico
de culturas inmigradas a Europa, la islámica es la que encarna no sólo el deseo
de no integrarse sino la suplantación o el rechazo directo a los valores que
conforman la identidad europea
De una u otra
forma, con sobreentendidos o sin ellos, Europa Occidental se convirtió en un
destino preferente de los movimientos migratorios. Según datos de la
International Organization for Migration (IOM), en 2005 había más de 200
millones de inmigrantes, de los cuales Europa acogía a 70,6 millones. Detrás se
situaba Estados Unidos con 45,1 millones de inmigrantes.
El problema
para Caldwell radica en que esta llegada masiva está transformando Europa y
produciendo un cambio que en el futuro tendrá severas consecuencias. En su
opinión, los europeos lucharon hasta los años cincuenta del pasado siglo contra
la intolerancia y construyeron valores como individualismo, democracia,
libertad, derechos humanos y consideración al creciente papel de las mujeres en
todos los órdenes. Con la llegada de otras culturas en medio de una atmósfera de
culpabilidad, la ideología de la tolerancia se ensanchó y se fue construyendo un
nuevo orden moral que Caldwell considera basado en la creencia de que todas las
culturas son iguales en sus valores y merecen idéntico respeto.
Dentro
del nuevo y numeroso mosaico de culturas inmigradas a Europa (Caldwell se
refiere al escribir Europa a los países que componen la Unión Europea de los
quince), la islámica es la que encarna no sólo el deseo de no integrarse sino la
suplantación o el rechazo directo a los valores que conforman la identidad
europea. Caldwell afirma que hay unos 20 millones de musulmanes en Europa si se
cuenta a los musulmanes nativos de los Balcanes. Añade que dicha cifra hay que
interpretarla a la luz del sociólogo inglés Coleman, según el cual el número de
hijos de las europeas es ridículo comparado con la tasa de natalidad de las
mujeres musulmanas.
Al argumento demográfico Caldwell añade el
religioso. El proceso de secularización europeo no tiene parangón en el mundo.
Es tan extenso como profundo. De ahí que en muchas ciudades europeas el núcleo
fuerte de población creyente y de práctica religiosa sea musulmán. “En Amsterdam
los musulmanes suponen más de una tercera parte de los creyentes religiosos, con
lo que superan a los católicos, además de a todas las órdenes protestantes
juntas”.
Ni el multiculturalismo holandés, ni
la laïcité en Francia, ni el descuido legal benevolente en Gran Bretaña o
la meticulosidad constitucional en Alemania resuelven, en opinión de Caldwell,
el cambio cultural derivado de la inmigración, sobre todo de la inmigración
islámica
Con este tono de alarma transcurre
la última parte de un libro que acusa a Europa de miopía histórica y de dejadez
en los valores que históricamente la han constituido y la han hecho avanzar
tanto en los órdenes morales y culturales como en los avances tecnológicos. Ni
el multiculturalismo holandés, ni la
laïcité en Francia, ni el descuido
legal benevolente en Gran Bretaña o la meticulosidad constitucional en Alemania
resuelven, en opinión de Caldwell, el cambio cultural derivado de la
inmigración, sobre todo de la inmigración islámica confrontada con una cultura
que se ha vuelto “insegura, maleable y relativista”.
Como puede verse,
pocas veces un libro aparece en un momento tan oportuno como este verano de
2010. Gadafi visita Italia para hacer negocios con Berlusconi y dice que hay que
islamizar Europa. Suena a broma, pero después de leer a Freud sabemos que los
chistes encierran deseos del subconsciente. En Francia, un país de 65 millones
de habitantes, se calcula que 5,5 millones son musulmanes que rezan y se
socializan en 2.100 mezquitas. Los incidentes en la periferia de las grandes
ciudades causados por jóvenes de origen norteafricano o el malestar que se
observa en los campos de fútbol indican que algo no funciona en el estado
europeo que más esfuerzo ha realizado a lo largo de la historia moderna en la
acogida de extranjeros.
Tras los doce años (1933-1945) de nazismo,
Alemania arrastra una culpabilidad bien alimentada por los medios de
comunicación, el sistema educativo y los políticos. No puede extrañar el revuelo
que ha levantado la aparición a primeros de septiembre del 2010 del libro de
Thilo Sarrazin
Alemania se desintegra. La prensa de estos días recoge
unas declaraciones del ex ministro de Economía de la ciudad Estado de Berlín
(2002-2009), miembro del partido socialista (SPD) y vocal de la junta directiva
del Bundesbank en las que mediante frases como “la inmigración hace al país más
pequeño e idiota”, señala dos problemas que vienen a coincidir con lo expuesto
por Caldwell. En primer lugar, el bajo nivel educativo de unos inmigrantes que
no se esfuerzan ni por aprender ni por adaptarse a la cultura y a los valores
alemanes. En segundo lugar, el crecimiento demográfico de la inmigración
islámica es mucho más alto. De creer a
La Vanguardia (30/8/2010p.4),
Thilo Sarrazin habría afirmado: “Los emigrantes cuestan más de lo que aportan y,
entre ellos, los musulmanes son los peores por razones culturales”.
En
España este libro cobra un interés especial. Nuestro pasado musulmán, el brutal
atentado del 11 de marzo de 2004 o la presión constante de Marruecos caen sobre
un país que junto con Alemania y Japón comparte el nivel más alto de
culpabilidad del mundo. Si a esto se le añade el golpe inmigratorio de los
últimos años de desarrollismo salvaje y se le superpone la amnistía a 700.000
inmigrantes ilegales que el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez
Zapatero, concedió en 2005, se entenderá lo conveniente de una lectura que,
ajena al pensamiento políticamente correcto y al buenismo imperante, proporciona
una visión llena de interés y actualidad.