Santos Juliá: <i>Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del siglo XX</i> (RBA, 2010)

Santos Juliá: Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del siglo XX (RBA, 2010)

    TÍTULO
Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del siglo XX

    AUTOR
Santos Juliá

    EDITORIAL
RBA Libros

    OTROS DATOS
Barcelona, 2010. 375 páginas. 25 €



Santos Juliá (fuente http://portal.uned.es)

Santos Juliá (fuente http://portal.uned.es)


Reseñas de libros/No ficción
Santos Juliá: Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del siglo XX (RBA, 2010)
Por Justo Serna, lunes, 5 de julio de 2010
Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del siglo XX, de Santos Juliá, es un volumen extenso e inspirador, un libro que sobrepasa las cuatrocientas páginas y que se nos hace corto. Treinta y tantos años después de la muerte del dictador, el general Francisco Franco Bahamonde, y de la aprobación de la Constitución, la Guerra Civil es aún objeto de debate público, de discusión civil, y la Transición es ya tema de polémica política. Estos dos elementos son esenciales en Hoy no es ayer y a ellos dedica el autor páginas inspiradas. Santos Juliá tiene finura intelectual: sabe componer valiéndose de una prosa cuidada y sabe analizar sirviéndose de una documentación exhaustiva. Sus páginas suelen ser esclarecedoras y sólo a veces alguna generalización o cierto tono sarcástico empañan los logros y la destreza del historiador. Pero eso es algo accesorio o circunstancial, pues en cada uno de los capítulos, Santos Juliá emprende un examen histórico de gran sutileza, cosa que tiene mucho valor: al fin y al cabo son asuntos muy delicados. En efecto, su objeto es importante y peliagudo: los acontecimientos y los procesos de la España prometedora y atormentada del siglo XX, el país convulso y guerrero; el país pacificado y próspero. Juliá repasa numerosos hechos y situaciones de esa centuria y lo hace con capacidad de síntesis, con pericia expresiva y con una escritura erudita y escrupulosa.
¿Es un volumen académico? Sus páginas son académicas si por tal entendemos reglas de investigación, normas de comunicación y procedimientos técnicos. Pero son algo más: no es un libro destinado exclusivamente al público universitario. Está concebido para lectores cultos, lectores que quieran informarse, reflexionar sobre el pasado español. Lo pretérito no desaparece: en cada uno de nuestros actos y en cada uno de nuestros pensamientos regresa lo que nuestros antepasados hicieron o dejaron de hacer. Por eso, un buen examen histórico no exhuma lo inerte, sino lo que aún nos da vida o nos mortifica.

Pero no confundamos la revisión con la mera adición erudita. Lo importante de este volumen no es el caudal de datos, sino el significado que Santos Juliá da a los procesos y acontecimientos del siglo XX español. Su lectura es, pues, un pasatiempo intelectual de primera. Con preparación bien probada y con observaciones bien documentadas, Juliá nos traza el panorama de las expectativas y estremecimientos españoles; nos describe una centuria violenta y promisoria a la vez. Santos Juliá reúne textos previamente publicados, ensayos analíticos y escritos de síntesis en los que el autor explora y relata los efectos y los defectos de esa vicisitud española. Es un libro de retales, pero bien cosido, con textos que se complementan entre sí, que se completan unos a otros. Quizá Juliá podría haber armonizado el conjunto si hubiera adoptado un criterio editorial uniforme. ¿Cómo? Adecuando todo el aparato crítico, el sistema de referencias. Hay capítulos con bibliografía; otros con notas. Hay textos puramente divulgativos; otros de reflexión.

El autor tiene aciertos notables: por ejemplo, el énfasis en la España prometedora de principios de siglo. Las partes que dedica a la modernización de 1914-1931 son muy valiosas: levantan el velo de la fatalidad y de la anomalía españolas, mostrándonos por contraste la gran fractura de 1936 y de 1939. Por esas páginas del primer Novecientos reaparecen Manuel Azaña y José Ortega y Gasset, espectadores de un país que muda y que se actualiza. Son igualmente atinados los capítulos que dedica a la Guerra Civil, al Caudillo y a su régimen: especialmente, a la sociedad aplacada y desmovilizada que sólo comienza a desperezarse a partir 1956. O, en fin, son páginas muy aleccionadoras aquellas en las que Santos Juliá hace sutiles observaciones sobre el valor de la transición posfranquista, sobre las dificultades de pactar, de levantar un armazón democrático tras décadas de represión, de exilio y de incultura política. El autor se siente muy reconocido en la obra constitucional de aquella España de 1978, una obra que no es amnesia –como tantas veces se dice--, sino transacción entre partes: un echar al olvido las culpas y las deudas con que los antiguos enemigos podrían recriminarse mutuamente. ¿De qué se trataba? De iniciar, de poner en práctica una política de consenso y de superación del pasado, un consenso lejanamente inspirado en los planes de reconciliación nacional que el Partido Comunista de España ya alentaba desde los años cincuenta.

Aunque se presente bajo la forma de ensayo analítico de excelente factura y de distante y brillante pulso narrativo, Hoy no es ayer tiene un fondo o un eco inevitablemente autobiográficos, emocionales incluso

El régimen de Franco fue un sistema políticamente desastroso, una profunda grieta de la que aún no nos hemos repuesto enteramente. Combinó el fascismo violento y ornamental de Falange con el confesionalismo de la Iglesia católica y el militarismo de un ejército africanista, nos recuerda Santos Juliá. Impuso primero la autarquía económica –de grandísimos costes— para luego evolucionar liberalizando sólo en parte el mercado, un mercado frecuentemente intervenido: con numerosos frenos, con corrupciones. ¿Qué es el franquismo? Pues, en primer término, una dictadura militar, un régimen arbitral, un sistema político unipartidista: es decir, de partido único (Falange o Movimiento Nacional), con una jefatura del Estado rodeada de plenos poderes, sin rey y sin presidente de la república. Es un sistema castrense o pretoriano a cuya cabeza hay, por supuesto, un militar, un Jefe de los Ejércitos que es a la vez Jefe del Estado: un Generalísimo o un Caudillo. Nace en la época de los fascismos, en tiempos convulsos: la época de países aquejados por crisis económicas profundas, con crisis sociales tendencialmente violentas, con derrotas militares o con amenazas revolucionarias. Nace a partir de un pequeño movimiento de corte igualmente fascista.

Pero en el franquismo el régimen y el partido no son lo mismo. El sistema nace de una Guerra Civil redefinida como Cruzada -según nos indica el autor en uno de los capítulos más precisos-- y, por tanto, nace de una coalición de fuerzas combatientes y políticas que luego tendrán distinta influencia. Hay diferentes familias políticas con ideologías variadas: desde el falangismo hasta el carlismo, pasando por el Opus Dei o los propios militares. Es un régimen que dura y evoluciona. Dura gracias a la circunstancia estratégica que beneficia a Franco –particularmente la lucha occidental contra el expansionismo soviético-- y evoluciona desde la dictadura totalitaria hasta el sistema autoritario: desde el sistema con partido único, hasta la dictadura unipersonal de pluralismo limitado. Pero lo que no dejará de ser el franquismo es un sistema antiliberal y antidemocrático, como otras dictaduras de origen fascista. Y eso lo destaca una y otra vez Santos Juliá, que se ampara en Manuel Azaña y en José Ortega y Gasset para realizar sus análisis.

"La forma que en política ha representado la más alta voluntad de convivencia es la democracia liberal", decía José Ortega y Gasset en un párrafo memorable de La rebelión de las masas. Vale decir, la forma más sofisticada, la técnica más compleja de funcionamiento social es el sistema democrático porque hace convivir a los diferentes, a los que piensan distinto, a los que se contrarían. Lejos de eliminar las tensiones, la democracia liberal reconoce los conflictos, conflictos de intereses o de opinión, y les da un cauce de expresión. "Ella lleva al extremo la resolución de contar con el prójimo y es prototipo de la 'acción indirecta'...", añadía Ortega. Contar con el prójimo, pero no porque piensa igual que nosotros, sino porque sostiene cosas diferentes, porque sus juicios, por muy equivocados que puedan estar, expresan puntos de vista que sería una pérdida eliminar. "El liberalismo es el principio de derecho político según el cual el Poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría", insistía Ortega. Resulta difícil esta autolimitación, entre otras cosas porque los recursos institucionales o policiales de ese Estado podrían aplicarse con gran eficacia para acallar a quienes incordian o molestan y no sólo a quienes amenazan o mienten con el afán de destruir. Es decir, entre la inacción (el todo vale en virtud de la libertad de expresión) y el intervencionismo que fiscaliza, controla, limita, persigue la disensión, sólo hay un trecho corto, y la tendencia de los poderes es a usar aquello que más a mano tienen: la represión.

Por eso, añade Ortega, la democracia liberal es un marco en el que se hace explícita "la suprema generosidad". En ella se pregona "el derecho que la mayoría otorga a las minorías y es, por tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta. Proclama la decisión de convivir con el enemigo; más aún, con el enemigo débil". La generosidad suprema no es la que se da con el igual o con el afín, con el adherente o con el próximo, sino con el distante, con aquel con quien no nos une o no compartimos casi nada. Según admite Ortega inmediatamente, "era inverosímil que la especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita, tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan antinatural" como es la democracia liberal. Aceptar la pluralidad de intereses, admitir la legitimidad de los conflictos y de las opiniones diversas es un logro civilizado, lo que no significa que esos juicios que nos son contrarios debamos aceptarlos sin más para silenciar los nuestros.

Su generación es la que protagoniza la Transición, la que hace un ejercicio de moderación y de modestia, de entrega y de esfuerzo, sin un plan establecido y cerrado, sin un programa fijado: aprendiendo el lenguaje de la libertad y de la democracia

Lo bonito de la democracia liberal es dar visibilidad legal a esos conflictos y sobre todo excluir la violencia. ¿Y qué es lo civilizado? "La barbarie es ausencia de normas y de posible apelación”. Y lo civilizado se mide por la mayor o menor precisión de las normas. En efecto, se mide por la densidad normativa de la sociedad y del sistema político. Eso no quiere decir que el Estado deba regularlo todo, sino que debe crear un espacio jurídico en el que no haya lugar a la improvisación o a la arbitrariedad, un ámbito o dominio en el que todos sepan a qué atenerse y en el que la vulneración de esas normas bien fijadas y claras tenga la respuesta institucional prevista. Ese dictamen, que está en Ortega, reaparece en las páginas de Santos Juliá una y otra vez, de manera directa o indirecta. Por un lado, la España de Franco es intervencionista, ordenancista, leguleya; por otro, ese país es también el del estraperlo, el de la corrupción, el de la patrimonialización. Aparte de la dictadura, lo que lo hace repudiable es, precisamente, la suma de intervencionismo y corrupción, nos recuerda Juliá.

Aunque se presente bajo la forma de ensayo analítico de excelente factura y de distante y brillante pulso narrativo, Hoy no es ayer tiene un fondo o un eco inevitablemente autobiográficos, emocionales incluso. Por eso, entre sus páginas, el autor manifiesta un dolor generacional que es, a la vez, personal. Es un volumen escrito por alguien nacido en 1940, alguien que llega a la juventud tras las primeras contestaciones juveniles (1956) y tras el Plan de Estabilización (1959), alguien cuya madurez corresponde ya a la muerte de Franco y, por tanto, al período de la Transición. Haber vivido la historia en esas etapas, haberlas vivido con lucidez, debió de ser lamentable y prometedor. Digo lamentable porque vivir bajo una dictadura durante treinta y cinco años es una mala fortuna: te hurtan buena parte de tu juventud, potencialmente díscola y levantisca. Y digo prometedor porque la salida del régimen franquista a esa edad te permite la madurez lúcida y prudente. Personas como Santos Juliá, con esos condicionantes biográficos, hay muchas, pero no todas se han dedican a la investigación histórica. O, como decía Antonio Gramsci, todos podemos ser intelectuales (en el sentido de observar, pensar, reflexionar, dictaminar), pero no todos desempeñamos esa función en la sociedad. Pues bien, Santos Juliá es uno de esos observadores finalmente intelectuales que trabajan con el intelecto, sí, y que además hace públicas sus reflexiones para ilustración de sus lectores. No es un académico recluido en la oscuridad de su gabinete, sino alguien que interviene en los medios. Tiene libros de investigación y tiene obras de síntesis, pero sobre todo tiene análisis periodísticos de notable perspicacia, concebidos para el examen de los hechos y de sus contextos, del presente y de ese pasado que aún pesa; intervenciones para edificación de los lectores y para réplica de ideas recibidas, de errores políticos.

Su generación es la que protagoniza la Transición, la que hace un ejercicio de moderación y de modestia, de entrega y de esfuerzo, sin un plan establecido y cerrado, sin un programa fijado: aprendiendo el lenguaje de la libertad y de la democracia. “Pero la vieja generación, la que durante los años cincuenta y sesenta procedió a construir un nuevo sujeto que se presentó en el espacio público por vez primera en 1956 como ‘hijos de los vencedores y de los vencidos’, tuvo que echar a andar sin ningún referente europeo antifascista que le indicara el camino y, la verdad, ahora da un poco de pereza construirlo y es muy tarde para sacárselo de la manga o para ‘inventarlo’ en un relato sobre lo que pudo haber sido y no fue”.

Esa conclusión es el final de su libro y es también el hilo conductor de todo el volumen. De ahí, seguramente, las irritaciones o los sarcasmos que Juliá dedica a sus oponentes o a quienes polemizan con sus puntos de vista. Es mucha la carga histórica que le ha tocado arrastrar y, por eso, no le agrada el desdén con que muchos tratan la Transición, una labor costosa de la que por poco no salimos con bien. Insistir en la memoria frente a una presunta amnesia encoleriza a Santos Juliá y, por eso, todo el volumen acaba dependiendo de esta controversia: Juliá se opone a quienes reivindican la memoria colectiva o la memoria histórica como deuda insaldable del presente. Como se opone a quienes reivindican los nuevos giros de la historiografía frente a la historia social que él siempre ha cultivado.

Es mucha la carga histórica que le ha tocado arrastrar y, por eso, no le agrada el desdén con que muchos tratan la Transición, una labor costosa de la que por poco no salimos con bien. Insistir en la memoria frente a una presunta amnesia encoleriza a Santos Juliá y, por eso, todo el volumen acaba dependiendo de esta controversia: Juliá se opone a quienes reivindican la memoria colectiva o la memoria histórica como deuda insaldable del presente

Estos polemismos son la parte menos convincente del libro y condicionan la obra. Con el título y con el prólogo, Juliá justifica el conjunto de los ensayos reunidos. El autor quiere dar unidad y cohesión a los escritos. Sabe que aúna textos de diferente cronología (1996-2009) y, por ello, intenta fundamentar historiográficamente sus observaciones. Esos pronunciamientos historiográficos son, en general, poco persuasivos y, por supuesto, carecen de la enjundia que demuestran sus análisis empíricos: a fuerza de repudiar los excesos del memorialismo político y a fuerza de criticar cáusticamente la nueva historia cultural, Juliá corre el riesgo de estropear exámenes atinados. Este libro se confecciona contra los abusos de la memoria, contra esa tendencia reciente que consiste en hablar siempre en términos de recuerdo aunque no se hayan vivido los hechos supuestamente evocados. Pero los ensayos más antiguos que aquí se recopilan no tienen por objeto dicho asunto, que es preocupación pública más reciente. Así, Hoy no es ayer resulta ser una defensa contra las ofensas de esa memoria presunta, pero es un libro de título reciente, con una justificación muy circunstancial. “Anomalía, dolor y fracaso de España” o “República y guerra en España” o “Pueblo republicano, nación católica” o “La sociedad” son textos concebidos antes de esa marea memorial que Juliá deplora. En cambio, “Echar al olvido: memoria y amnistía en la transición a la democracia” o “Tres apuntes sobre memoria e historia”, entre otros, serían ensayos escritos para distinguir investigación y recuerdo. Así, al titular el libro como Hoy no es ayer y al mostrar su reacción contra los abusos de la memoria justifica retrospectivamente, hermanando lo que no es común, es decir, buscando una coherencia ulterior.

Pero tomémonos en serio este asunto, el de la memoria, el de la memoria colectiva, Sobre este asunto Santos Juliá polemiza, por ejemplo, con Pedro Ruiz Torres en uno de sus ensayos finales. ¿Qué hacemos con la memoria colectiva? En principio, los recuerdos personales sólo lo son de hechos de los que se tiene experiencia, insiste Santos Juliá frente a Pedro Ruiz Torres. ¿Y los acontecimientos anteriores que no hemos vivido directamente pero de los que tenemos noción efectiva e incluso emoción? Ruiz Torres responde procurando ensanchar la idea de experiencia y tratando de incorporar la fórmula “memoria colectiva”. Hemos de admitir que se puede hablar de memoria colectiva sólo en un sentido propiamente metafórico, pues hemos de reconocer que las sociedades no recuerdan: carecen de un centro neurálgico. La respuesta de Santos Juliá tiene este tenor. Ahora bien, como somos objeto de socialización, crecemos con relatos del pasado más o menos remoto, de un pasado que no hemos vivido y que nos afecta hondamente. En eso convienen Ruiz Torres y Juliá. En efecto, hemos recibido historias con sentido, con cierto sentido, que aplicamos a lo que vivimos o a lo pretérito. Por tanto, esa “memoria” vicaria también es o forma parte de nuestra narración personal, dice Ruiz Torres. Que la formen relatos foráneos o “recuerdos” estrictos es una cuestión nominal, un asunto a debatir, pero lo esencial es esto: la experiencia de los hechos no es lo único que constituye nuestra identidad; también nos forma y nos forja lo que nos hacen vivir como recuerdos prestados. Por otra parte, frente a la tesis de Juliá, podemos oponer esta evidencia: somos contemporáneos de hechos y a la vez carecemos de experiencia propia, directa. En realidad, es lo común: cuando hablamos de recuerdos personales de acontecimientos colectivos también es una licencia, pues esos sucesos los solemos vivir mediatizados, narrados por otros que son nuestros coetáneos. Es decir, lo significativo no es el número y la calidad de nuestros recuerdos de hechos vividos directamente (que es una experiencia infrecuente), sino el sentido que los hechos narrados tienen para nosotros. Etcétera, etcétera.

Pero prefiero acabar destacando lo mejor del volumen: no la diatriba contra la marea memorial, sino el análisis de los hechos históricos del pasado reciente. ¿Cuáles? Los objetos esenciales de este libro son dos. El primero es una guerra civil que impresiona al mundo, que fractura de manera irreparable a los beligerantes, que se salda con la instauración de una dictadura: una contienda que pesará onerosamente en el recuerdo de los contemporáneos. Santos Juliá la analiza con rigor. El segundo asunto abordado es una transición política que impresiona igualmente al mundo, que permite echar al olvido los crímenes que los antiguos enemigos podrían reprocharse, que se consuma con el establecimiento de una democracia, una transformación que clausurará la experiencia convulsa y guerrera del país. Para numerosos observadores, esto será poco menos que un prodigio: el cambio próspero y modesto de una España tantas veces torturada. Santos Juliá sabe oponer ambos fenómenos, el de la contienda y el de la transición, mostrando las cegueras y las habilidades de los españoles que las protagonizaron. No hay un plan preestablecido que todos sigan; no hay un fatalismo que a todos arrastre. El futuro está abierto: son los individuos con sus acciones y son las autoridades con sus decisiones quienes hacen por mejorar o aliviar la suerte del mundo en contextos siempre limitados.