Atom Egoyan es un director canadiense de origen armenio. Nació en 1960 en
El Cairo y a los tres años se trasladó con su familia a Victoria (Columbia
Británica). Dado que eran los únicos armenios en toda la ciudad, Egoyan se crió
sin mayor contacto que el familiar con sus raíces, de las que no tardó en
renegar para volver, de manera relativa, a reconciliarse con ellas después.
Instalado por su cuenta en Toronto, estudia guitarra clásica y en 1982 se
licencia en Relaciones Internacionales por la Universidad de Toronto. Pero su
futuro diplomático se difumina cuando Egoyan empieza a escribir obras de teatro
y, sobre todo, a dirigir cine. Rueda su primer corto, Howard in
Particular, en 1979. En 1982 escribe, dirige y produce de forma
independiente (con dinero de una beca que recibe del Ontario Arts Council), la
pieza de 25 minutos Open House, consiguiendo luego que sea comprada y
emitida (en 1985) por el renovador programa “Canadian Reflections”, de la CBC.
Rueda su primer largometraje, con el dinero ahorrado de la venta a la CBC y dos
becas del Canada Council y el Ontario Arts Council, en 1984: Next of Kin
(“Parientes próximos” sería la traducción literal) gana el Ducado de Oro en
la semana de cine internacional de Mannheim y le convierte, con 24 años, en “el
director más joven jamás nominado para un Genie”, el Oscar de la industria
canadiense.
Pero Egoyan debe todavía esperar a su siguiente largo,
Family Viewing (“Mirando a la familia” o “Mirando en familia” o “Vistas
familiares”, entre otras posibilidades; en su pase por TVE se la tituló “La vida
en video”), para que su obra empiece a adquirir cierta repercusión
internacional. Ello ocurre entre noviembre de1987, en el Festival du Nouveau
Cinéma de Montreal, y febrero de 1988, en el de Berlín. Wim Wenders había ganado
el premio Alcan (valorado en 5.000 dólares canadienses) por su film Cielo
sobre Berlín en el primer certamen mencionado. En el momento de subir a
recogerlo, el cineasta tuvo un gesto sin precedentes: “Esto es un gran honor
-dijo-, pero os pido que inscribáis en el premio el nombre de mi colega
canadiense Atom Egoyan”. Éste, que sólo había ganado una mención especial de la
crítica, aceptó el premio -y el cheque- y abrazó a Wim. Ser apadrinado y
reconocido como colega por Wenders, cuando Wenders era Wenders, sirvió,
como dicen, para poner el nombre, si no otra cosa, de Egoyan en el mapa
internacional del cine. Pero no hubo que esperar mucho más porque tres meses
después el prestigioso Forum de la Berlinale proyectó Family Viewing,
permitiendo a los curiosos que se acercaron a verla descubrir a un cineasta de
rara originalidad. La rueda ha bía empezado a rodar: a pesar de ser una
producción modestísima, Family Viewing recibió ocho nominaciones para el
Genie en su país natal, y fue proyectada en los festivales de Locarno (en donde
ganó el premio de la FIPRESCI) y Valladolid, iniciando su relación estable
con este certamen cas tellano, que ha proyectado toda su obra y al que el
cineasta se muestra siempre agradecido.
En 1989 participó en la Quincena
de Realizadores de Cannes con Speaking Parts (una traducción literal
sería “Papeles con frase”, en referencia a los extras cuya participación en una
película incluye una parte hablada. Pero Lucy Virgen me comenta que el propio
Egoyan le dijo que el sentido original que quiso darle al título incluía también
una connotación genital: sería entonces “El sexo que habla” o “Partes
parlantes”). Era un ascenso: Egoyan estaba dejando de ser uno de esos
secretos (a voces) que rondan los pequeños y grandes festivales internacionales.
Pero eso no sirvió para que esta magnífica película se estrenara comercialmente
en Canadá, a pesar de estar nominada para seis Genies, ni en Estados Unidos, ni
en Francia, ni en España (a pesar de estar comprada para distribución, no
encontró sala). Tal privilegió recayó, tras pasar también por la Quincena y
ganar luego la Espiga de Oro en Valladolid, sobre su siguiente film, The
Adjuster (“El tasador”, o El liquidador, que tal fue su título
español). Egoyan volvió luego a un cine de formato más minoritario con
Calendar, proyectada en el Forum de Berlín, para conseguir a continuación
su primer gran éxito con Exotica, película con la que por fin concursa en
un gran festival competitivo de categoría A: el de Cannes, en donde vuelve a
ganar el premio… de la crítica. La película acapara ocho nominaciones para los
Genies y le permite ser descubierto definitivamente por los franceses,
activando los mecanismos de lanzamiento de la industria cultural gala. (Todavía
en 1991 los antaño infalibles Cahiers despachaban El liquidador
con esta incongruencia: “Estamos lejos aquí del petit vélo de Lynch
sobre el que Egoyan trata visiblemente de subirse”...) Cuando le comenté la
ironía de que su “consagración” a concurso en Cannes 94 se produjera con un
título en donde repetía los temas de sus films anteriores, y no necesariamente
más “fácil” que estos, se rió y dijo: “Resulta irónico, sí. Pero es cierto que
parece que uno debe insistir en sus ideas, porque llega un momento en que las
aceptan. Lo que pasa es que mi reputación ha ido creciendo en Francia: han hecho
un ciclo de todos mis films en París en noviembre y hasta se ha publicado un
libro de mesa, bastante lujoso, sobre mi obra. Por eso debieron pensar
que ya era hora de que concursara en Cannes...”
Los avatares de la
fabricación de Atom Egoyan como Autor no difieren demasiado de la
trayectoria de muchos de sus colegas que acaban viendo estrenadas sus películas
en las salas de ensayo occidentales. Pero su caso presenta algunas
peculiaridades. De sus seis largometrajes, por ejemplo, la mitad (Next of
Kin, Family Viewing y Calendar) han sido rodados en 16
milímetros, lo que, pese a un posible hinchado posterior a 35, como se hizo con
Family Viewing, dificulta de entrada la explotación y reduce el “interés
comercial” de una obra que Egoyan siempre ha desarrollado con total
independencia -alternándola con trabajos de free lance en televisión- y
dentro de presupuestos milagrosamente bajos. En segundo lugar, sus tres primeros
largos llamaron la atención sobre todo por la forma (ciertamente revolucionaria)
en que supieron integrar el soporte video en una ficción cinematográfica. Ello
dio lugar a una serie de malentendidos –Egoyan como cineasta hi tech- que
llegaron a hartarle hasta el punto de que prescindió por completo de dicho
soporte en El liquidador. Fue este film, quizá el más difícil de los
suyos, el primero que se estrenó comercialmente en países como Francia o España.
Con unas pocas excepciones, en las críticas (incluso en las positivas) que
entonces recibió hubo más de una nota de confusión. Pesaron factores como su
propio espesor; la austeridad de textura que, por reacción a su obra-con-video,
había querido imprimirle Egoyan; y el desconocimiento de su trabajo anterior y
de la forma en que este film prolongaba el complejo discurso desarrollado en
dicho trabajo. Que su obra empiece a ser conocida cuando se halla ya bien
avanzada es uno más de los avatares a que está expuesto un Autor, y no de los
más beneficiosos precisamente. Pero quizá cierta confusión es inevitable en la
recepción de la obra de Atom Egoyan. El suyo es un cine intelectual,
conceptual, disciplinado y exigente con el espectador, que produce un (buscado)
efecto de extrañeza. No es un cine de fácil acceso: por su formalismo (que
alguien calificó de perverso), por su construcción artificiosa y
fragmentada, por la presentación enigmática de la narración, por sus diálogos
despojados y elípticos, etc. Los primeros críticos canadienses que comentaron su
obra se dividían entre los que alababan su carácter “maravillosamente extraño” o
“provocativamente contemporáneo” y los que le acusaban de urdir meras
“especulaciones macluhanescas” o de que en su cine “las dimensiones humanas se
pierden por la interferencia intelectual”.
Lo que es cierto es que en
una época, finales de los años ochenta, en la que el cine de autor parecía irse
limitando cansinamente a apurar fórmulas personales hasta convertirlas poco
menos que en un género convencional más, surgía en Toronto un realizador que
hacía un cine, de autor hasta la médula, que no se parecía al de (casi) nadie.
Puestos a buscar posibles antecedentes, cabe citar nombres como el de Antonioni
(Egoyan investiga nuevos medios de expresión formal de la incomunicación),
MacLuhan (Egoyan hace un cine frío/caliente, de aldea global, que explora
las relaciones entre las nuevas tecnologías y la conducta urbana), Bergman (la
misma pasión por los rostros, una similar intensidad emocional, la sustitución
del espejo, lugar privilegiado de la retórica visual expresionista y manierista,
por el monitor de video), o Bresson (por la dirección de actores: un detractor
escribió que sus actores interpretaban como “pacientes recién recuperados del
efecto de la anestesia”; así como por la trayectoria de redención que describen
muchos de sus films). Como se ve por la lista, a la que el propio Egoyan añade
nombres como el de Resnais e, inopinadamente, Buñuel, estamos ante un autor
serio que surge, repito, en una época en que tal modelo de cine cotiza a
la baja frente al juego con los géneros de los independientes USA.
Atom Egoyan pertenece a la familia de directores que “hablan bien”, que
tienden incluso a “sobreelaborar” (la expresión es suya) las respuestas que dan
para explicar sus películas. No me parece ningún defecto y esta publicación se
beneficia del privilegio de citar in extenso las declaraciones suyas que
he ido registrando en el curso de los años. Lo que sí es cierto es que sus
explicaciones pueden hacer parecer su cine más “impenetrable” de lo que
realmente es a la hora de verlo proyectado sobre la pantalla. La razón es que
Egoyan discute sus películas haciendo referencia sobre todo a los temas que
exploran y a la estructura que las sustenta, más que en función de las historias
que cuentan o de los personajes que las protagonizan, como hace ese otro “buen
hablador” que es Peter Greenaway. Explorar ideas frente a contar historias, ésa
es la cuestión: una cuestión que representa toda una toma de postura ante el
cine (por otro lado, como se ve más adelante, la indudable complejidad de sus
films dificulta el mero intento de dar una “descripción” mínimamente decente de
su contenido argumental).
Así, Family Viewing: “En esta película
-dice Egoyan-, establecí una correlación entre la idea de generaciones
familiares y la idea de generaciones de imágenes, en el sentido que se habla en
video de que cada nueva copia de una imagen es una generación más”. Así, la idea
que preside Speaking Parts: el nuevo “sistema de clases” vendrá definido
por el dominio de las imágenes. Tenemos en consecuencia a una camarera que
carece de imagen y busca (en los videos de las películas que ha he cho) la de un
actor de figuración que a su vez aspira a tener una imagen superior; y tenemos a
una escritora que genera imágenes que luego son tergiversadas por el productor
que ocupa la cúspide de esta particular pirámide social. Así, los dos
protagonistas de El liquidador: uno explora imágenes de intimidad real
(fotos de las pertenencias domésticas de los siniestrados que han perdido su
hogar, para eva luar sus pérdidas), otra explora imágenes de intimidad ficticia
(es censora y extirpa imágenes pornográficas). Así, en Calendar se
contrapone la idea de la separación de la nación propia a la separación que
sufre la pareja protagonista. Así, en Exotica se asocia la tienda de
animales domésticos con el club que da título al film, lleno de bailarinas que
se convierten en “mascotas humanas” para los clientes del mismo.
A pesar
de lo que pueda hacer pensar este panorama, Egoyan insiste en que sus películas
se pueden apreciar de una forma “simplemente emocional”. Y, en efecto, eso es lo
que le separa de un Greenaway: Egoyan parte de emociones y, tras recorrer una
compleja trayectoria, apela a las del espectador. Una de las grandes paradojas
de su cine es el grado de intensidad -de saturación, incluso- emocional que
llega a alcanzar a pesar de funcionar en contra de todas las “leyes de
identificación” convencionales; a pesar de recurrir a la tecnología, al
artificio, y a todo tipo de recursos “distanciadores”; a pesar de su radical
discontinuidad; a pesar de presentar siempre sus imágenes como algo construído;
y a pesar de reducir sus personajes a figuras (a funciones, casi, dentro
de una estructura) y sus acciones, a conductas rituales, excéntricas o
incomprensibles. He aquí la paradoja del texto-Egoyan: el suyo es un cine de
emociones formales.
Por generación y por formación, Egoyan es un
director modernista. No puede evitarlo: le cuesta filmar, encontrar una
imagen, o justo una imagen, que diría ese padre del modernismo llamado Godard.
Sumemos esta (toma de) postura –filmar no puede tener ya nada de espontáneo- a
su interés por el lenguaje y al genuino asombro que siente por el enigma
de la cámara, que siempre es mucho más que un mero instrumento de registro (ese
enigma y esa fascinación se transfieren intactos al funcionamiento de sus
films): Egoyan sólo puede ser un interrogador de formas. Es una tarea que su
cine traspasa al espectador: como la pareja de evaluadores de El
liquidador, debemos preguntarnos, ¿Qué valor tiene ésta imagen, quién la ha
tomado? Las respuestas no se nos dan en una explicación final con efecto
clarificador retroactivo, como en el thriller: estamos más cerca de la charada,
de la metáfora, de la música, que de la prosa policiaca. Las respuestas, como
las preguntas, surgen de la textura y la estructura: ahí es donde debemos mirar.
No hay nada directo en el cine de Egoyan, no hay nada “objetivo”. Todo funciona
por representaciones, por mediación. Su narrativa se funda sobre las modalidades
de la mirada y sus películas se construyen (y nos construyen como espectadores)
a partir de la naturaleza subjetiva de la experiencia.
Nota de la Redacción: este texto corresponde a un fragmento del
libro de Antonio Weinrichter, Teorema
de Atom. El cine según Egoyan (T&B Editores,
2010). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a T&B
Editores por su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.