Sería muy largo contar todo lo que pasó los días siguientes. Primero, sus
amigos cuidaron a Sapo. Luego lo animaron. Después le dijeron, muy severamente,
que se calmara. Por último, le mostraron el negro futuro que le esperaba a menos
que se serenara, como dijo elocuentemente Tejón.
Pero nada funcionaba.
Respondía lo mejor que podía, pero no había rastro del viejo Sapo, tan lleno de
vida y dispuesto a burlar sus bienintencionadas filípicas. Al contrario,
estaba triste y deprimido, y cuanto más le aconsejaban sus amigos lo que debía
hacer, más triste y deprimido se encontraba.
Finalmente Tejón no pudo
aguantar más. Este admirable animal tenía muchos discursos, pero no le sobraba
la paciencia.
—Bien, presta atención, Sapo: esto no puede seguir así.
Intentamos ayudarte, pero parece que no quieres —«o no puede», pensó Topo con
perspicacia— ayudarte tú mismo. Solo queda una cosa. ¡counseling!
Se
hizo un silencio horrorizado. Hasta Sapo se sentó un poco más derecho. Ninguno
de los animales sabía bien qué significaba counseling, pero sabían que era una
actividad misteriosa a la que se sometía gente que había pasado por algo
terrible. Rata, que en el fondo era un conservador, dijo:
—¿De verdad
crees que Sapo está tan malo? Es decir, ¿no te parece que todo eso del
counseling es una moda? Por los periódicos parece que todo el mundo está en eso
del counseling. En mis tiempos, a la gente con problemas se le daba un par de
aspirinas. Probablemente les iría mejor —Rati recordaba que la primera idea
sobre el counseling había sido suya, y empezaba a encogérsele el estómago.
—Pero tenemos la dirección de un counselor local —terció Topo—. Creía
que estábamos de acuerdo en que Sapo debería verlo. Estoy de acuerdo con Tejón.
—Así se habla, Topo —respondió Tejón—. No te preocupes, Rati. Sapo debe
estar muy mal, porque hasta el consejo que yo le doy parece caer en oídos
sordos. Sé que puedes ser obstinado, Sapo, pero parece que necesitas alguna
clase de ayuda que sorprendentemente tus amigos no podemos darte. A grandes
males, grandes remedios. Tenemos que intentar el counseling.
Y así
fue como, tras mucho telefonear y arreglar y empujar y alegar, Sapo llegó a una
gran casa llamada El Aguazal. Era un edificio rectangular de tres plantas de
ladrillo rojo envejecido a color terracota con algunas franjas amarillas.
Infundía una sensación de estabilidad y delicadeza, parecía la clase de
casa donde una familia podría permanecer mucho tiempo. Tras llamar al timbre,
Sapo se encontró en una habitación llena de libros con algunas sillas y una mesa
grande donde había toda clase de trastos, incluyendo una cabeza de porcelana con
palabras inscritas a lo largo y ancho del cráneo. Tenía un letrero: «Frenología,
por L. N. Fowler».
Garza entró, era alto y de aspecto sabio, y se sentó
en la silla de enfrente de Sapo. Le deseó buenos días, y se quedó mirándolo en
silencio. Sapo, que se había acostumbrado a que la gente le hablara, esperó a
que empezara el sermón. Pero no pasó nada. En el silencio, Sapo sentía cómo
le latía la sangre en la cabeza y parecía que subía la tensión de la habitación.
Empezó a sentirse muy incómodo. Garza continuaba mirándolo. Hasta que Sapo
no lo pudo soportar más.
—¿No me va a decir qué tengo que hacer? —
preguntó lastimeramente.
—¿Sobre qué? —preguntó Garza.
—Bueno,
lo que tengo que hacer para ponerme bien.
—¿Se siente mal?
—Pues
sí. Pero ¿verdad que le han hablado de mí?
—¿Quiénes?
—Ya sabe…
Tejón, y Rata, y todos esos… —y con estas palabras Sapo empezó a llorar y dejó
salir una riada de infelicidad que había acumulado sin saberlo durante mucho
tiempo. Garza se mantuvo callado, pero le acercó una caja de pañuelos de papel.
Finalmente los sollozos de Sapo remitieron, respiró y se sintió un poco
mejor. Entonces habló Garza.
—¿Le gustaría decirme por qué está aquí?
—Estoy aquí —respondió Sapo— porque me hicieron venir. Dijeron que
lo que me hacía falta era counseling y sacaron su teléfono del periódico. Y
estoy preparado para escucharle y hacer lo que usted crea mejor. Sé que ellos
desean de verdad lo mejor para mí.
El counselor se inclinó en su silla:
—Entonces ¿quién es mi cliente, usted o ellos?
Sapo no entendía
bien.
—Mire —dijo el counselor—, sus amigos quieren que yo le preste
ayuda para aliviar su preocupación por usted. Usted parece querer ayuda para
agradarlos. Así que creo que mis clientes son sus amigos.
Sapo
estaba confundido con todo esto, y se le veía.
—Quizás podamos aclararlo
—dijo el counselor—, ¿quién va a pagar las sesiones?
«Tenía que haberlo
pensado», pensó Sapo. «Es exactamente igual que los demás, solo se preocupa de
que le paguen».
—No tiene que preocuparse por eso —dijo,
sintiéndose un poco el Sapo de antes— Tejón dijo que él se ocuparía del
aspecto económico. Se le pagará, descuide.
—Gracias, pero me temo que
eso no baste en absoluto. Sugiero que acabemos esta sesión y la
consideremos una experiencia sin mayores consecuencias.
Por primera
vez en muchos días, Sapo empezó a sentirse enfadado.
—Mire —dijo con voz
más fuerte—, no puede hacer eso. Dice usted que es un counselor y he venido aquí
a por counseling. Me he sentado aquí esperando que me diga algo y resulta que lo
único que me dice es que mi dinero no sirve. ¿Qué más tengo que hacer para que
las cosas arranquen?
—Esa es una pregunta muy buena, y voy a
responderla —contestó el counselor—. El counseling es siempre un
proceso voluntario, tanto para el counselor como para el cliente. Esto quiere
decir que solo podemos trabajar juntos si usted quiere hacerlo por sí
mismo, no solo para agradar a sus amigos. Si acordamos trabajar juntos
tenemos que hacer un contrato, y luego, cuando acabáramos el trabajo, le
enviaría mi factura. Ve usted, no es una cuestión de dinero. Pero esto solo
puede ser responsabilidad suya, de nadie más.
La mente de Sapo corría.
Sin entender completamente el sentido de las palabras, se daba cuenta de
que se le estaba pidiendo que fuera responsable de su propio counseling. ¡Y eso
que él no era el counselor!
Por otro lado, el counselor había empleado
la palabra
trabajo y eso suponía la implicación activa de Sapo en lo
que ocurriera. Todo esto era un cambio muy grande de su actitud inicial de
esperar que alguien le dijera qué hacer. Estos pensamientos eran molestos, pero
a la vez excitantes. Puede que hubiera un modo de salir de su desgracia, y que
pudiera descubrirlo él mismo. Tras lo que pareció una eternidad, Sapo habló.
—Creo que me he portado como un tonto y no por primera vez. Pero me
parece que empiezo a ver lo que usted intenta y me gustaría trabajar con usted.
¿Podemos empezar otra vez?
—Me parece que ya hemos empezado
—contestó el counselor. Y entonces pasó a detallar lo que sería el acuerdo para
trabajar juntos en un programa de counseling.
—Nos encontraríamos
una hora una vez a la semana, durante el tiempo que haga falta. Propongo cada
martes a las diez de la mañana, empezando la semana que viene. En la sesión
final repasaremos lo que hayamos hecho y lo que usted haya aprendido, y podrá
considerar los planes para el futuro que desee.
—¿Y cuánto cobra?
—preguntó el práctico Sapo.
—Cuarenta libras por sesión. Le cobraré ese
importe al final de cada sesión.
Y tras una pausa considerable añadió:
—Bien, ¿ha decidido qué le gustaría hacer?
Sapo no tomaba
decisiones meditadas con frecuencia. O las tomaba en el calor del momento,
y se arrepentía el resto de su vida, como salir corriendo en un coche del
que se acababa de encaprichar, o hacía lo que le decía alguien, normalmente
Tejón, y se sentía deprimido después. Le hubiera gustado consultarlo con la
delicada Rata: «Rati, ¿tú qué crees que debo hacer?» y así quitarse de encima la
responsabilidad. Pero Garza lo estaba mirando de una manera especial, como
si estuviera seguro de que él, Sapo, tomaría una decisión sensata. Finalmente
dijo:
—Me gustaría trabajar con usted e intentar descubrir por qué
me siento tan deprimido y qué puedo hacer para mejorarlo. Tengo aquí mi agenda.
¿Nos ponemos de acuerdo en las fechas?
Cuando el counselor lo acompañaba
a la puerta, Sapo se volvió hacia él y le preguntó:
—¿Cree usted que hay
alguna esperanza de que mejore?
Garza se detuvo y lo miró directamente a
los ojos.
—Sapo, si no creyera que todos somos capaces de cambiar y
mejorar, no me dedicaría a esto. No está garantizado que las cosas mejoren. Pero
puedo prometer que tendrá usted mi atención completa. Y espero el mismo
compromiso por su parte. Si trabajamos juntos así, podemos esperar un resultado
positivo. Pero en última instancia depende todo de usted.
Sapo caminó de
regreso, intentando entender lo que significaban esas palabras.
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