La novela comienza con una escena que a muchos les resultará familiar, o al 
menos fácilmente reconocible: un agitado viaje en avión. El vuelo que comunica 
Bruselas con Madrid se topa, a mitad de trayecto, con una tormenta de gran 
intensidad. El zarandeo de la nave no cesa y un miedo creciente comienza a 
extenderse entre los pasajeros. Es entonces cuando, en medio de esta situación 
de estrés, una persona empieza a reírse a carcajada viva. La reacción, aunque 
algo chocante, entra dentro de lo posible, pues es sabido que en momentos de 
nerviosismo o terror los humanos podemos reaccionar con risas, con carcajadas 
incluso. Sin embargo, la cosa cambia cuando las sacudidas van a más y el 
pasajero no sólo aumenta la intensidad de sus risas, sino que parece disfrutar 
de la situación: 
“Las ventanas tiritaban con cada trueno y 
las azafatas se agarraban a sus asientos abatibles con una lividez que alarmaba 
aún más a los pasajeros. La única persona que se mostraba despreocupada era la 
muchacha gruesa que Esteban tenía a su lado. Solo se escuchaban el tronar de la 
tormenta y las carcajadas roncas de la chica cuando el avión perdía altura 
bruscamente. 
-Uy –decía entre risotadas-. Uy… Ja, ja,ja… 
Parecía 
disfrutar con aquellos vaivenes, como si se encontrara en una atracción de 
feria. Alguien se había atrevido a chistar para que se callara, igual que se 
hace en el cine ante el alboroto de un grupo de adolescentes, pero fue un mal 
remedio. La mujer prorrumpió en risotadas aún más estridentes, 
impúdicas…”Si la mujer, de melena lacia, mirada descarada, no 
mayor de treinta años, gruesa y de aspecto desaliñado, durante el viaje se 
dedica además a comer con la boca abierta dientes de ajo que extrae de su 
riñonera, la cosa comienza a adquirir otros visos y a complicarse. Y en efecto 
se complica, en especial para Esteban, su compañero de asiento, un abogado de 
cuarenta años aterrorizado hasta tal punto por las sacudidas del avión que no 
puede evitar orinarse encima. A partir de aquí, esta pintoresca mujer –por 
adjetivarla con suavidad- va a convertir la tranquila y apacible vida de Esteban 
en una disparatada pesadilla repleta de escenas esperpénticas, absurdas y 
grotescas que pronto van a escapar a su control. 
El humor, tanto en el cine como en 
la literatura, ha sido siempre un excelente instrumento para mostrar y denunciar 
situaciones que se saben injustas o 
dramáticas
Al optar por un humor tan 
desvergonzado y gamberro, Aparicio-Belmonte consigue alejar al lector de su 
realidad inmediata haciéndole entrar en un mundo que, aun pareciéndose mucho al 
suyo, resulta ser un lugar extravagante y alocado en el que cualquier situación 
es posible. Pero ese distanciamiento también provoca otros dos efectos, 
íntimamente relacionados, que el autor de 
Una revolución pequeña sabe 
aprovechar bien. 
Por un lado, la distancia que se abre entre la realidad 
del lector y la de la novela permite ver aquélla con mayor claridad. El humor, 
tanto en el cine como en la literatura, ha sido siempre un excelente instrumento 
para mostrar y denunciar situaciones que se saben injustas o dramáticas. Los 
recursos que proporciona la comedia, empleados con pericia e inteligencia, 
pueden llegar a ser más incisivos que los de cualquier otro género a la hora de 
desvelar y recalcar los aspectos de una realidad incómoda, que permanece oculta 
o que sencillamente no se quiere ver. Además, como sabemos, en ocasiones la 
excesiva proximidad impide formarse una impresión general del conjunto. La 
distancia, en cambio, abre el campo de visión y permite captar y comprender 
cosas que de otro modo podrían pasar desapercibidas. Por otro lado, ese no 
tomarse en serio lo que se nos está contando, ese abandonarse con deleite y buen 
humor a la novela acompañado por la excentricidad de los personajes y lo 
descabellado de las situaciones, producen un efecto de relajación en el lector, 
lo vuelven más proclive y receptivo a la crítica, a reflexionar sobre temas que 
hasta entonces no se había planteado o que, enfocados de otra forma, no habrían 
suscitado su interés ni su atención. 
¿Qué temas son éstos? Uno de ellos 
tiene que ver con la violencia. Como un personaje afirma en un momento 
determinado: “Vivimos rodeados de violencia (…) Es realmente insoportable esta 
atmósfera”. En efecto. La violencia se presenta en la novela como un rasgo 
destacable del mundo contemporáneo, como una característica sobre la que es 
necesario reflexionar. Ojo –parece advertirnos Aparicio-Belmonte- la sociedad 
moderna, con su elevado grado de civilización y educación no ha eliminado, ni 
mucho menos, las tendencias violentas, esas que parecerían más propias de otros 
tiempos que del nuestro, tan avanzado y próspero; más bien al contrario, la 
coacción y los crímenes, la brutalidad y la barbarie, aunque camuflados en 
algunos casos, tienen una presencia constante en nuestras vidas, aunque no nos 
demos cuenta de ello. La violencia persiste y puede surgir en cualquier sitio, 
en cualquier momento, cuando uno menos se lo espera. Nadie está libre de 
padecerla. Tampoco de ejercerla. 
El autor emplea la ironía y el 
sarcasmo para denunciar unos determinados modelos de comportamiento cargados de 
fariseísmo
El otro tema que se plantea en 
Una revolución pequeña tiene que ver con las apariencias y sus engaños, 
con la importancia que nuestra sociedad otorga a la imagen y la hipocresía que 
todo ello conlleva. El autor emplea la ironía y el sarcasmo para denunciar unos 
determinados modelos de comportamiento cargados de fariseísmo: 
“Entraron en el despacho del hombre, que tenía un busto de Lenin junto al 
escritorio. 
-¿Monseñor Escrivá?... 
-Muy graciosa… Veo que no has perdido 
tu sentido del humor. 
- (…) ¿Sigues siendo leninista? 
El sonrió, al 
tiempo que le ofrecía asiento en un canapé de cuero ocre que había junto a la 
estantería blanca donde los libros se apretaban como un pelotón de esclavos. 
-Eso es como preguntarme si sigo siendo hombre. 
-¿Y no te remuerde la 
conciencia ser tan burgués? 
-¿A qué has venido? ¿A provocarme? –se enfadó-. 
Yo vivo de mi salario, ya te lo dije mil veces. 
-Pero no conozco ningún 
proletario que viva en una casa tan grande, en El Viso… ¿A todos los antisistema 
les trata así de bien el sistema?” La novela también nos 
alerta sobre el uso intencionado que hacemos de las palabras, cuando manipulamos 
el lenguaje para justificar nuestros actos y disfrazarlos con eufemismos: 
“-Ay, hijo, qué quieres que te diga… No es fácil asumir que 
te has casado con un asesino… 
-¡Y dale! (…). ¡Y dale! Lo que desde luego mi 
abuela nunca hizo fue tergiversar las cosas. Ella llamaba al pan, pan y al vino, 
vino… Ella sabía que mi abuelo era un bebedor y no un borracho. No sé tú, pero 
lo que yo hago es finiquitar y no asesinar… No sé cómo repetírtelo para que lo 
entiendas, de verdad te lo digo. 
-Bueno, llámalo como quieras. Finiquito, 
asesinato… Nos entendemos… 
-No. Es que no es lo mismo. Hay toda una 
distancia moral entre asesinar y finiquitar…” 
Aparicio-Belmonte incide en lo que 
las relaciones humanas tienen de ocultación y fingimiento, en lo poliédrico del 
carácter de las personas
Sin embargo, más 
allá de estos reproches centrados en determinados comportamientos más o menos 
extendidos hoy en día, Aparicio-Belmonte incide en lo que las relaciones humanas 
tienen de ocultación y fingimiento, en lo poliédrico del carácter de las 
personas. Según sea nuestro estado de ánimo, el contexto, el momento o las 
circunstancias en las que nos encontremos, podemos comportarnos de formas muy 
distintas, determinando así la opinión que los otros, los testigos de nuestros 
actos, van a formarse de nosotros: un mismo individuo puede ser un héroe para 
unos y un villano para otros; un ciudadano ejemplar, revelarse como el más vil y 
abyecto de los mortales. La distinta percepción que diferentes personas pueden 
tener de otra es una constante en la novela, aunque sólo al final de la misma 
descubrimos su profunda carga dramática. 
En 
Una revolución 
pequeña el lector simpatiza rápidamente con Esteban, el abogado que comparte 
asiento en el avión con esa extraña mujer que le cambiará la vida. Esa afinidad 
se produce porque Esteban es un hombre normal, con su trabajo, su mujer, sus 
neurosis y su vida más bien tranquila. Se trata de un tipo ordinario que incurre 
en un error. Esta equivocación provoca en el lector un sentimiento de piedad, 
pues el error es de tal naturaleza que, de estar en su lugar, nosotros también 
hubiéramos caído en él. Aristóteles lo explica muy bien en su 
Retórica 
(1385b13-86a26): 
“Definimos la piedad como una especie de pesadumbre que 
evoca el mal evidente, doloroso o destructivo, que recae sobre un hombre que no 
se lo merece y que uno puede contar con sufrirlo personalmente, o bien con que 
lo sufra alguno de los que le son próximos (…) Las personas sienten piedad por 
aquellos que son sus iguales en edad, en carácter, en capacidades, en condición 
social, en orígenes. Pues en virtud de todas estas [similitudes] resulta más 
evidente que existe la posibilidad [de que les ocurra esto] también a ellos” 
La conciencia de esa posibilidad, de que lo que le sucede a Esteban 
también podría sucedernos a nosotros, va abriéndose camino en nuestra mente 
conforme avanzamos en la lectura de la obra hasta que, en su espléndido final, 
un atisbo de piedad y horror se mezcla con la risa y el humor, generando una 
sensación ambivalente digna de elogio: las desventuras de Esteban y de los 
alocados personajes que se cruzan en su camino, esas que tan buen rato nos han 
hecho pasar, con las que tanto hemos disfrutado, se revelan en el fondo como 
trágicas, congelándonos un poco la sonrisa e invitándonos a reflexionar. 
Descubrimos entonces que ese mundo tan absurdo y disparatado se parece más de lo 
que creíamos a la realidad. Que tal vez nosotros volamos en el mismo avión que 
Esteban y que en cualquier momento todo puede venirse abajo.