Cortázar era el maestro de la perturbación, de la
corrección.
Papeles inesperados es una obra miscelánea que abarca varias
décadas, un repertorio de textos heterogéneos, muy semejante por otra parte a lo
que el propio Cortázar denominó “libro almanaque”, mezcla o suma de lecturas,
cartografía varia de intereses y lugares. Quizá podríamos tomarlo como una
síntesis de todos sus registros o como la quintaesencia de su arte verbal y
narrativo (incluso poético). Pero hay algo que perturba al lector que tanto
quiere al mejor Cortázar: la impresión del
déjà-vu. Las varias prosas que
aquí se reúnen son de varia factura: de cuentos a prólogos, de declaraciones a
entrevistas. Hay textos políticos, circunstanciales, discutibles y perecederos,
y hay creación pura.
O, como admite finalmente el propio Cortázar en
Managua hacia 1983: “el compromiso del escritor es esencialmente el de la
literatura, y que ésta sólo incide de veras en un proceso liberador cuando a su
vez funciona como revolución literaria, entendiendo por esto cosas tales como la
experimentación, invención, destrucción de ídolos, actos
zen de la
escritura que sacudan al lector lo den vuelta como un guante”. ¿Hay en este
volumen textos así? Por supuesto hay páginas eximias que no reproduciré, como
hay relatos que alteran lo previsible. Como los viejos cuentos del narrador
argentino, también aquí son recortes de lo real, hechos incompletos, troceados,
fragmentos de cosas aparentemente ordinarias: lo cierto es que son sucesos que
secuestran al lector, haciéndole ver lo que a simple vista no apreciamos. Sin
elementos superfluos, ornamentales.
¿Maestros? Muchos son los maestros
de Cortázar, pero allá en el fondo, remotamente, aún se distingue la lección
inagotable de Edgar Allan Poe, cuya obra en prosa traduce en los años cincuenta
del siglo XX. Aquí, en
Papeles inesperados, encontramos la sombra del Poe
sombrío y burlesco, el que se empeña en ensayos que parecen cuentos, y el que
cuenta como si fuera una crónica. En el norteamericano y en el argentino se da
el cruce de géneros, una proeza que adelanta lo que tanto se practicará bajo el
posmodernismo. Pero en
Papeles inesperados, en donde hay páginas
verdaderamente maestras, hay una constatación: Cortázar murió y lo que dejó en
un arcón, fuera de los libros,
no es mejor que lo que él decidió editar.
Leyendo estos textos exhumados, añoramos los relatos de
Todos los fuegos el
fuego, de
Las armas secretas, de
Bestiario.
Qué le
vamos a hacer. En
Papeles inesperados hay unas páginas dedicadas al
viandante. Se titulan “
Monólogo del peatón”. Están fechadas en 1984 y son
una defensa del caminante. “¿Me reconciliaré alguna vez con los autos?”, se
pregunta. “Tal vez, pero para ello tendrían que ser muy diferentes de lo que
son, y cuando hablo de autos hablo sobre todo de sus dueños y conductores”. Al
decir lo anterior, Cortázar recuerda un viejo cuento suyo, “
La autopista del
sur”. Autos parados, un embotellamiento, una crisis. Yo no he olvidado ese
relato,
periódicamente
lo releo o lo evoco. Si pienso en aquel cuento magistral
--aparecido en
Todos los fuegos el fuego-- el “Monólogo del peatón”, una
prosa circunstancial rescatada ahora, no me enciende ni me colma. Qué le vamos a
hacer.