Ya solo existe el mundo aquí y en otros sitios
tal como es,
y nadie llega a ninguna parte.
Giorgios Seferis
En mayo de 2006 llegaron numerosas barcas cargadas de
refugiados a la isla de Tenerife. Los botes pesqueros de madera habían recorrido
un largo camino, de 700 a 1.000 millas náuticas. Esos llamados
cayucos
habían partido de las costas de Mauritania y Senegal y los pasajeros venían de
África meridional. Gran parte de los que habían superado la travesía, en su
mayoría hombres jóvenes, arribaron al puerto del centro de vacaciones Los
Cristianos, nudo de la navegación marítima entre las Islas Canarias.
Los
Cristianos es una estribación de la Playa de las Américas, el centro del turismo
organizado en Tenerife. El lugar crece a marchas forzadas y por todas partes se
construyen hoteles, bloques de apartamentos y viviendas unifamiliares. Incluso
surgen playas totalmente nuevas excavadas de la tierra. La zona está al servicio
exclusivo de turistas deseosos de pasar sus vacaciones en un entorno
espectacular.
Los turistas se interesaron vivamente por la suerte de los
emigrantes africanos. Se agolparon en el extremo del animado muelle del puerto,
en el mirador de la terminal de transbordadores, para ver, aunque fuera
fugazmente, a los recién llegados al paraíso vacacional. Sin embargo, la policía
se llevó rápidamente a los inmigrantes a un discreto campamento situado junto a
Santa Cruz, la capital tinerfeña. Más que distraer a los turistas, la suerte de
esta gente, a la larga, podría resultarles molesta.
¿Es este encuentro en
Los Cristianos el fruto de una mera coincidencia? Cuando comenzamos a estudiar
la relación entre migración y turismo, muchos amigos y conocidos nos miraron con
extrañeza, pues no podían entender qué tenía que ver una cosa con la otra.
Algunos dijeron que era un sarcasmo relacionar los viajes de los emigrantes con
los de los turistas, y el ejemplo de los
boat people africanos que se
jugaban la vida en su intento de alcanzar los centros turísticos de las Islas
Canarias parece confirmar esta sospecha. ¿Acaso los ciudadanos de Guinea-Bissau,
Sierra Leona o Camerún que piensan entrar en el territorio de la UE no huyen de
la pobreza y la falta de perspectivas, mientras que los veraneantes de Alemania,
Inglaterra o Francia vuelan cómodamente a la otra punta de Europa para bañarse
en ese mismo océano Atlántico en que los refugiados arriesgan sus vidas?
Ese
escepticismo subyacente a esta pregunta está justificado, pero no solo nos
parece legítimo, sino también muy sintomático. Hay una necesidad muy extendida
de separar los dos ámbitos, y no sólo en las instancias del Estado, sino también
en los individuos, que no desean que se mezclen los espacios en los que se
mueven los migrantes y los espacios a los que viajan los turistas. Suponemos que
esto es así porque no se trata únicamente de espacios geográficos o físicos,
sino también de espacios sociales. La posibilidad de que la función social de
uno mismo como turista pudiera encerrar elementos de una función como migrante y
viceversa inquieta profundamente a muchas personas. Por eso se suele negar con
tanta vehemencia que ambas cuestiones estén interrelacionadas.
Sin embargo,
un encuentro temporal de migración y turismo como en Los Cristianos refleja
mucho más la experiencia concreta de contactos cotidianos que lo que se suele
reconocer. Por muchas razones, cada vez más personas están obligadas a moverse,
a viajar, a ir y venir de casa al trabajo y viceversa. Las líneas aéreas de bajo
coste, las autopistas y los trenes de alta velocidad, los teléfonos móviles,
internet y los ordenadores portátiles constituyen la infraestructura necesaria
para esta movilidad.
Aunque algunos de nuestros amigos reaccionaran
primero con reservas a los escritos que les mostramos sobre la migración y el
turismo, la mayoría de ellos podían contar muchas experiencias de su propia vida
cada vez más móvil. Hay tantas personas que de hecho están constantemente de
viaje, y por mucho que nuestros conocidos sean sobre todo personas que, como
nosotros mismos, viajan por motivos culturales y científicos, esto ya nos da una
imagen bastante impresionante de la movilidad.
Hace 20 años, esta imagen
todavía sería muy distinta y no reflejaría la experiencia propia de tantas
personas. No obstante, ahora la búsqueda de un puesto de trabajo incluye
automáticamente la búsqueda de un nuevo hábitat. A diferencia de la época de la
sociedad industrial, relativamente sedentaria, hoy en día la mano de obra sigue
los desplazamientos cada vez más rápidos del capital. La dinámica imparable de
la globalización económica tras el final de la «guerra fría» obliga a sectores
crecientes de la población a adoptar un estilo de vida más o menos nómada. Hay
quienes disfrutan con este constante viajar, y en su propio desarraigo descubren
el privilegio de una nueva elite de la movilidad. Otros sufren bajo la presión
de tener que desplazarse, pero para aprovechar sus oportunidades en el mercado
de trabajo se avienen a recorrer largos trayectos, en muchos casos a diario.
¿Puede ser el viaje al lugar de trabajo también una experiencia turística?
En la década de 1990 apareció en textos que se ocupaban de la combinación de
economía y movilidad en los países de Europa Oriental y Turquía el concepto de
«turismo de compras». Este término no se refería al turismo de compras que
trataban de promocionar las asociaciones de comerciantes y los departamentos de
marketing de los ayuntamientos de Europa Occidental, sino de una nueva forma de
viajar de un mercado a otro, de un bazar a otro, a cuestas con el propio
tenderete y con productos transportables, a menudo recorriendo largas
distancias, casi siempre en tren. En estos desplazamientos, también llamados
«comercio de maleta» o «comercio turístico», la movilidad de personas y
productos está totalmente imbricada. No sólo hombres, sino también –y sobre
todo– mujeres se dedican a ir y venir constantemente entre Varsovia, Berlín,
Kíev y Estambul.
El hecho de que en este contexto se utilizara el término
«turismo» no debe interpretarse únicamente como una ironía, ya que las
comerciantes de maleta utilizan una infraestructura de trenes, estaciones y
alojamientos baratos que podemos calificar de turística, aunque se trate de un
turismo de mínimos. Al mismo tiempo, el concepto de turismo abre una dimensión
subjetiva: estar de viaje en la informalidad económica de la nueva Europa puede
antojarse así a los viajeros como una ganancia de autonomía.
En el muelle de
Los Cristianos, las diferencias entre migrantes y turistas sólo están
aparentemente claras. En realidad, los veraneantes pueden ver en los refugiados
no tan sólo a víctimas o intrusos, sino también a su
alter ego, su otro
yo, a los dobles de su propia condición neoliberal condenada a la movilidad. A
su vez, a los migrantes que llegan no se les puede negar totalmente alguna
motivación turística; si en la migración sólo queremos ver privación y renuncia,
convertimos a los migrantes en víctimas. Si los turistas nos parecen simples
hedonistas, olvidamos las servidumbres del viaje y la cercanía de formas de vida
«migrantes». Por ello es necesario establecer una relación entre migración y
turismo. Cuanto más de cerca se analizan los términos «migrante» y «turista»,
tanto más cuestionables resultan.
Proponemos hablar de migración y turismo
de un modo distinto del habitual. Para ello, los conceptos de «migrante» y
«turista» no sólo se referirán a
personas reales, sino también a
posiciones sociales dentro de una sociedad en movimiento. A modo de
«tipos» o figuras conceptuales pueden ayudarnos a describir y analizar la
sociedad en movimiento.
El propósito subyacente a este uso novedoso de
dichos conceptos es una revisión de las ideas que prevalecen sobre la migración
y el turismo. Cuando se califica a los migrantes alternativamente de problema
social, amenaza, damnificados de la globalización o fundamentalistas islámicos,
ello no sólo es políticamente desastroso, sino que también levanta una cortina
de humo ante la diversidad de prácticas y formas de vida y ante la fuerza de
transformación social que encierra la migración.
La disputa en torno a la
cuestión de si Alemania es un país de inmigración o no se deriva de esta
ignorancia política y cultural. Algo parecido se puede decir del turismo. Más de
800 millones de «llegadas internacionales» registra la Organización Mundial del
Turismo (OMT), y se dice que alrededor de la mitad de los alemanes realizan cada
año uno o varios viajes de vacaciones al extranjero de cinco días de duración
como mínimo. Sin embargo, aunque se trate de uno de los principales sectores
económicos en todo el mundo, esta actividad viajera apenas se percibe como un
factor de transformación social, por mucho que las ideas culturalmente
dominantes de lo que significa vivir bien, del mismo modo que los derechos
políticos como ciudadanos, vengan dictadas cada vez más por el turismo.
Cuando decidimos estudiar las movilidades migratorias y turísticas,
desde el principio nuestro propósito era sobre todo examinar la migración y el
turismo, no como fuerzas aisladas, sino en su interrelación, como
fuerza
centrífuga compacta. Nos interesaba en particular estudiar cómo se articulan
ambos fenómenos en el plano material, es decir, en el espacio físico. ¿Cómo son
los lugares en que coinciden? ¿Qué arquitecturas surgen en estos lugares, cómo
cambian ciudades y zonas geográficas enteras por efecto de la migración y el
turismo?
Para ello hemos viajado. Hemos estado en España y en Marruecos, ya
que el vaivén de migrantes y turistas entre estos dos países tiene una larga
tradición y ha experimentado en los últimos años, tanto en el Estrecho de
Gibraltar como en las Islas Canarias, una tremenda escalada. Hemos ido a Italia
y Albania porque también entre las costas de Apulia y el área metropolitana de
Tirana existe una interrelación de colonialismo, migración y turismo que desde
la década de 1990 ha entrado en una nueva fase. Hemos viajado por los países de
la antigua Yugoslavia, primero interesados por la historia de los múltiples usos
de los hoteles durante la guerra los años noventa, pero también para analizar
cómo se prolongan hoy los desplazamientos de población forzados por la guerra.
Israel y los Territorios Ocupados de Palestina nos interesaban debido al
carácter de laboratorio de esta región, donde el control de la movilidad es el
instrumento de dominación decisivo. Otro laboratorio es la zona turística de
Languedoc-Rosellón, en el sur de Francia, donde en las décadas de 1960 y 1970 se
creó un gigantesco modelo de organización del ocio. En Bilbao, Venecia, Berlín,
París, Hamburgo, Marsella o Barcelona, finalmente, hemos observado la conversión
de los centros de las ciudades en lugares de entretenimiento para un nuevo
ciudadano: el turista.
Con este libro continuamos asimismo el trabajo
iniciado en los dos anteriores:
Mainstream der Minderheiten. Pop in der
Kontrollgesellschaft [Integración de las minorías. El pop en la sociedad de
control] (1996) y
Entsichert. Krieg als Massenkultur im 21. Jahrhundert
[Quitado el seguro. La guerra, cultura de masas en el siglo XXI] (2002): una
historia y una teoría del sujeto en el neoliberalismo. Entre las movilizaciones
de la guerra cultural de masas, que recluta a los individuos mediática y
militarmente, y las movilizaciones de la migración y el turismo de masas existen
muchos vínculos evidentes. Saltan a la vista cada vez que las llamadas guerras
de nuevo tipo, que se libran contra la población civil, provocan desplazamientos
masivos y la aparición de campos de refugiados, o cada vez que un paraíso
turístico se convierte en objetivo de un atentado terrorista.
En la sociedad
en movimiento también se desplazan las relaciones entre mayoría y minorías. En
los lugares de tránsito, en los caminos de la migración y del turismo aparecen
nuevos colectivos, nuevas comunidades de destino y de estilo de vida. Al mismo
tiempo, los individuos se convierten cada vez más en sujetos de la movilidad.
Las personas se mueven en redes translocales y sus vínculos con un lugar
dependen de las posibilidades que este les ofrece para realizar sus proyectos
personales.
Estos cambios acarrean forzosamente transformaciones sociales,
aunque la opinión pública reaccione muy lentamente a estos fenómenos. En el
curso de la redacción de este libro hemos mantenido acalorados debates sobre la
cultura dominante y la integración, pero a la vista de las circunstancias reales
dentro de una sociedad en movimiento, tales discusiones no sólo parecen
provincianas, sino totalmente absurdas. Cada vez más personas mantienen una
relación con su lugar de residencia que viene determinada en mayor medida por la
movilidad que por la nacionalidad. Conviene tener en cuenta este hecho, pues los
sueños de la sociedad integrada ya son cosa del pasado. Cuanto menos se tome en
cuenta la realidad de la movilidad, tanto más irreal será el concepto de
integración.
Nota de la Redacción: el texto corresponde a la Introducción del
libro de
Tom Holert y Mark
Terkessidis,
La fuerza centrífuga.
Sociedad en movimiento: migración y turismo
(Ediciones Carena, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento al
director de
Ediciones
Carena,
José
Membrive, por su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.