Stephen Mansfield: La fe de Barack Obama (Grupo Nelson, 2008)

Stephen Mansfield: La fe de Barack Obama (Grupo Nelson, 2008)

    TÍTULO
La fe de Barack Obama

    AUTOR
Stephen Mansfield

    EDITORIAL
Grupo Nelson, 2008

    TRADUCCCION
Grupo Nivel Uno, Inc.

    OTROS DATOS
176 páginas. 12,64 € (17,99 $)




Reseñas de libros/No ficción
Stephen Mansfield: La fe de Barack Obama (Grupo Nelson, 2008)
Por Francisco Fuster, jueves, 2 de octubre de 2008
El 12 de septiembre de 1960, y ante una Asociación Ministerial de Houston reunida en pleno para la ocasión, John F. Kennedy pronunció un discurso que ha pasado a la historia de la literatura política norteamericana, como la mejor argumentación jamás expuesta, en defensa de una necesaria separación entre Iglesia y Estado. Al afirmar no ser “el candidato católico a la presidencia” sino “el candidato del Partido Demócrata a la presidencia que, por casualidad, también es católico”, Kennedy trataba de alejar las sospechas sobre su condición de católico e iba incluso más allá en su mensaje, constatando que la fe personal de un candidato a la presidencia de los Estados Unidos, nada tenía que ver con un futuro ejercicio de su cargo. Sin embargo, los ocho años de gobierno de George W. Bush y su conservadurismo compasivo, han venido a contradecir esta idea, al situar nuevamente la religión en el primer plano de la vida pública, un primer plano ocupado ahora por dos candidatos a la presidencia –el republicano John McCain y el demócrata Barack Obama–, cuya religiosidad personal también ha sido tema de debate y controversia entre votantes y analistas políticos.
Decir que el pueblo estadounidense es muy religioso es no decir nada nuevo, pues más que por el capitalismo consumista o el patriotismo ufano de sus gentes, Estados Unidos se define por una arraigada e ineluctable creencia en Dios, por ser una tierra exageradamente devota, una reserva espiritual que no ha dejado nunca de asombrar a aquellos que han tratado de entender la naturaleza del ser americano: “A mi llegada a los Estados Unidos –escribía un epatado Tocquevillefue el carácter religioso del país lo primero que atrajo mi atención”. Más de ciento cincuenta años después, estas palabras de La democracia en América resuenan con una actualidad pasmosa; la religiosidad americana sigue despertando nuestro interés y, a la vista de algunos datos, seguimos sin acabar de entenderla. En marzo de 2007, una encuesta publicada por la prestigiosa revista Newsweek demostraba que el 91% de los estadounidenses afirma creer en Dios, mientras que sólo un 3% se atreve a declararse ateo. Por su parte, una encuesta de octubre de 2005 realizada por CBS News, intentando responder a la pregunta de si los americanos eran más partidarios del Creacionismo o de la Teoría de la Evolución de Darwin, constataba que sólo el 13% de los encuestados defendía el evolucionismo sin intervención divina. Para el 51% de la población, Dios había creado a la raza humana tal y como es en la actualidad, mientras que el 30% admitía un proceso de evolución humana, guiado –eso sí– por Dios. Son cifras –sin necesidad de comparación alguna– totalmente desproporcionadas: guarismos impropios de cualquier país occidental, de cualquier sociedad europea industrializada y modernizada en la que razón y fe han sido –desde la llegada del racionalismo ilustrado– y son, contextos antagónicos, realidades incompatibles. Esta aceptada disociación entre ciencia y religión, tan enraizada en otras partes, resulta sin embargo, difícilmente extrapolable al caso de los Estados Unidos, que una vez más y como sucede con tantas otras cosas que nos escandalizan (la libertad en la posesión de armas de fuego, por ejemplo), se nos muestra como una realidad extemporánea, como un país ajeno a la norma y orgulloso en su particularidad propia e irreducible, su excepcionalismo norteamericano.

De todo esto se derivan, más allá de los fríos datos de unas encuestas, unas consecuencias políticas de primer orden; si la religión inunda los Estados Unidos, impregnando todos los aspectos de la vida, la política, como uno más de ellos, no puede de ninguna forma escapar a su alcance. Más aún si cabe, cuando el sistema político americano –en el que los partidos son maquinarias gigantescas que el votante mira con mucha distancia–, favorece una política personalista, donde más que en ninguna otra democracia, se vota a la persona del candidato, por encima de su filiación partidista concreta. Esto hace que la biografía del aspirante, su carrera y su reputación en todos los órdenes de la vida, sea su más preciado –y a veces casi único– aval, su mejor y más sincera carta de presentación ante el electorado. En este sentido, huelga decir que la fe personal y la religión del candidato son, además de un rasgo que favorece la identificación o el distanciamiento del votante, un dato muy a tener en cuenta, una cuestión esencial y prioritaria a la hora de decidir en manos de quién se dejará el destino de todo un país. Una excelente prueba de esta vital importancia concedida a la fe y la moral de los presidenciables, la pudimos ver el pasado 16 de agosto, cuando Obama y McCain coincidieron por primera vez durante la campaña juntos en un acto para participar en un debate moderado por el conocido e influyente pastor evangélico, Rick Warren, quien interrogó a ambos candidatos sobre cuestiones tan variadas como el matrimonio homosexual, el aborto o la existencia del demonio. Este mismo propósito de acercar al público la visión teológica de un candidato, es el que ha movido a Stephen Mansfield a publicar –tras el enorme éxito de su libro La fe de George W.Bush, que estuvo quince semanas en la lista de best-sellers de The New York Times– una monografía destinada a acercarnos a uno de los aspectos de la personalidad de Obama que más han llamado la atención: su peculiar cosmovisión religiosa.

Consciente de lo que se juega, Obama supo advertir desde un inicio la importancia del voto evangélico y protestante del sur, instando al movimiento progresista a abandonar su lado antirreligioso y a hacer un esfuerzo por encontrar puntos en común con la gente de fe, no sólo cristiana, sino también judía, musulmana o de cualquier otra creencia

La fe de Barack Obama es en parte una biografía espiritual de Obama, un recorrido por los principales hitos de su trayectoria dentro y fuera de la Iglesia, aquellos que han forjado esa personalísima fe que le caracteriza. Pero al margen de este aspecto más íntimo, es también un ensayo sobre la importancia de la fe en la política americana y sobre el uso que hacen de ella los grandes partidos. El apoyo y la influencia recíproca entre los partidos y las diferentes iglesias americanas ha sido una constante a lo largo de la historia electoral americana, en la que el voto por razones religiosas o morales siempre ha estado presente. Reverendos y pastores de diferentes credos han avivado el debate generando opinión y canalizando los objetivos de auténticos lobbies organizados. En este sentido, ha sido el Partido Republicano quien más y mejor ha sabido aprovecharse de este impulso. Ya desde el mandato de Ronald Reagan, el nacimiento de un potente movimiento neoconservador ha tenido como uno de sus más fieles bastiones a una vigorosa Derecha Religiosa, formada por una coalición de grupos de interés que han llegado a asesorar al presidente sobre diferentes materias, como hemos podido comprobar en estos últimos años de la Administración Bush. Por su parte, el Partido Demócrata ha intentando durante las últimas décadas mantener en lo posible esa separación de poderes entre Iglesia y Estado que proponía Kennedy, para evitar una excesiva injerencia de la religión en la vida pública.

Esta tradicional y aceptada división entre Derecha Religiosa e Izquierda secular es la que, según Mansfield, se ha visto amenazada en estas elecciones de 2008. El responsable de trastornar este orden no ha sido otro que Barack Obama, el candidato demócrata que con su discurso de fe y esperanza, ha tratado de superar estas diferencias, demostrando que en los Estados Unidos, también existe una Izquierda Religiosa que quiere tener su propia voz. Consciente de lo que se juega, Obama supo advertir desde un inicio la importancia del voto evangélico y protestante del sur, instando al movimiento progresista a abandonar su lado antirreligioso y a hacer un esfuerzo por encontrar puntos en común con la gente de fe, no sólo cristiana, sino también judía, musulmana o de cualquier otra creencia. Con esto quiere evitar Obama lo que ha ocurrido en los últimos años: que el voto protestante ha sido prácticamente patrimonio exclusivo de los republicanos. Eso supondría una derrota segura para los demócratas, como ya le ocurrió a John Kerry en 2004. 

Dice Mansfield, a mi juicio con mucha razón, que Obama ha encontrado la fórmula, el camino perfecto para presentarse a sí mismo como un compendio de todo lo americano, como una versión actualizada del sueño americano, adaptada a los tiempos difíciles que atraviesa un mundo incierto y acomodada a los intereses y temores de las jóvenes generaciones

Como biografía espiritual, La fe de Barack Obama se centra sobre todo en tres aspectos fundamentales. Dos de ellos –la relación de Obama con la religión durante su infancia y su conversión a la fe cristiana– han sido profusamente descritos por el propio Obama en sus dos libros de memorias, tanto en Sueños de mi padre (1995) como en La audacia de la esperanza (2006), donde encontramos un capítulo dedicado precisamente a la Fe. Respecto al primer tema señala acertadamente Mansfield que, de asumir la presidencia en 2009, Obama sería el primer presidente estadounidense criado en un hogar no cristiano. Con un padre y un padrastro ateos, su única educación religiosa la recibió de parte de su madre, mujer que no profesaba ninguna fe específica, pero que le transmitió una visión religiosa propia de un antropólogo, despertando el interés del joven Obama por todas las religiones (cristiana, musulmana, budista, hinduista) e inculcando en él un espíritu crítico y relativista alejado de cualquier dogma. Este escepticismo de juventud hizo que Obama tardara mucho en aceptar formar parte de una Iglesia. Fue solo a partir de 1985 y mientras Obama trabajaba en Chicago con el Proyecto de Comunidades en Desarrollo, cuando empezó a asistir a la Iglesia de Cristo de la Trinidad Unida, una Iglesia afroamericana muy comprometida con los valores sociales y morales que él defendía. Ahora bien, en La audacia de la esperanza, Obama ya dejó claro que su llegada a esta iglesia fue más por sentido de pertenencia y necesidad de sentirse miembro de una comunidad que por convicción absoluta o por iluminación súbita; sus dudas y su escepticismo no desaparecieron porque para él la fe es siempre una actitud crítica, no de certeza absoluta: “Al comprender que el compromiso religioso no exigía que dejara de pensar de forma crítica ni que me desentendiera de la batalla por la justicia social y económica ni que me retirara del mundo de ninguna otra forma, pude caminar un día por el pasillo central de la Trinity United Church of Christ para ser bautizado. Fue una elección, no una epifanía, y las preguntas que tenía no desaparecieron por arte de magia” (p. 222).

El tercer aspecto importante es quizá el más controvertido e impugnado: la relación de Obama con el polémico e histriónico reverendo, Jeremiah A.Wright Jr. Mansfield dedica varias páginas de su libro a describir la relación de afecto y admiración mutua que Obama ha mantenido con el pastor afroamericano durante todos estos años en los que Wright ha actuado como un auténtico padre espiritual para Obama, como el hombre que ha canalizado su fe y su deseo de transformar la sociedad. Con el inicio de la carrera presidencial de Obama, el reverendo no tardó en mostrarle su apoyo y reclamar el voto negro para el que había sido su “ahijado”. Sin embargo, la relación entre los dos ha dado un giro radical en los últimos meses, cuando algunos medios conservadores como la cadena de televisión Fox News rescataron algunas opiniones provocadoras vertidas por el reverendo Wright en sus multitudinarios e incendiarios sermones. En estos videos –que han hecho furor en Youtube– se despachaba el mentor de Obama con proclamas del tipo “Dios maldiga a América” (en alusión al popular lema “God bless America”), hablaba de los U.S.K.K.K.A. (los Estados Unidos del Ku Klux Klan de América) y maldecía al país entero por su racismo, declarando que el SIDA era una arma inventada por el gobierno estadounidense para atacar a los negros y que los hechos del 11 de septiembre de 2001 eran un castigo por los pecados nacionales de los estadounidenses. Evidentemente, esto provocó un sonado escándalo en el país de las barras y estrellas y estuvo a punto de acabar con la candidatura de un Barack Obama, a quien todos miraban ya con lupa por aquel entonces. El propio Obama tuvo que dar un paso al frente y, pese a que intentó distanciarse del reverendo Wright sin avivar la disputa, no tuvo más remedio que romper definitivamente su relación ante una situación que ya no admitía disculpas posibles y podía costarle un precio político muy alto como reconoce Mansfield: “Llegó la separación, seguramente, porque Obama pudo ver que sus oponentes republicanos vendrían por él y que harían de su asociación con la Iglesia de la Trinidad y Wright el punto de partida para un ataque de la derecha” (p. 67).

Resulta un libro totalmente pertinente y oportuno porque, por mínimo que sea el conocimiento que de los valores americanos tenga el lector, nadie se atreverá a decir que la religión y su influencia en la política estadounidense son temas menores o intrascendentes

Pero más allá de estos episodios personales en la vida de Obama, más o menos conocidos, en La fe de Barack Obama trata Stephen Mansfield de responder a una serie de interrogantes: ¿Por qué ha conectado Obama tan bien con el público americano y con los valores de una sociedad desencantada con la política de Bush?, ¿Qué características de su fe personal han hecho que muchos jóvenes hayan visto en él a un auténtico Mesías, al portador de un mensaje de cambio y esperanza? La respuesta la da Mansfield en algunas páginas de su libro muy interesantes e ilustrativas. Dice Mansfield, a mi juicio con mucha razón, que Obama ha encontrado la fórmula, el camino perfecto para presentarse a sí mismo como un compendio de todo lo americano, como una versión actualizada del sueño americano, adaptada a los tiempos difíciles que atraviesa un mundo incierto y acomodada a los intereses y temores de las jóvenes generaciones. “En una generación sin padres y sin ligaduras –dice Mansfield–, Obama suele aparecer como representante de la raza humana en general, a lo largo de una historia heroica que tiene que ver con la búsqueda espiritual. Los estadounidenses como pueblo nacido a partir de una visión religiosa encuentran en Obama al menos un compañero de viaje, y a lo más a un hombre a la vanguardia de una nueva era de la espiritualidad estadounidense” (p. XX). Esa identificación tan clara que vemos en los mítines de Obama por todo el país, esa empatía que muestran los jóvenes americanos con el senador demócrata cuando le corean y le aclaman al grito del célebre “Yes, we can”, obedece según Mansfield a un cambio mayor en la concepción de la religión por parte de las nuevas generaciones de americanos. Son los actuales para los americanos, tiempos que –como decía Dylan– representan un cambio, un giro posmoderno en la forma de entender la espiritualidad y la fe personal por parte de los jóvenes: “En términos religiosos la mayoría de los jóvenes estadounidenses son postmodernos, lo cual significa que para ellos la fe es como el jazz: informal, ecléctica y a menudo sin un tema. […] Por eso, cuando Obama habla de cuestionar ciertos principios de su fe cristiana o de la importancia de la duda en la religión, o de su respeto por las religiones no cristianas, la mayoría de los jóvenes se identifican con él al instante, y adoptan la fe no tradicional suya como base de sus preferencias políticas por la Izquierda, y las de ellos” (p. XVII).

Esta religiosidad tan laxa que comparte Obama con muchos de sus conciudadanos ha sido fuertemente criticada por los conservadores, que hablan de una religión civil descafeinada y superflua, un conjunto de creencias sobre la justicia social, sin ninguna base teológica sólida. Denuncia la Derecha Religiosa que, en su afán por preservar la independencia del poder político, Obama propone una subordinación de los valores religiosos tradicionales al imperio y el dominio de un Estado laico y una sociedad secularizada. Especialmente en el tema del aborto, cuestión espinosa y fundamental en la política estadounidense, Obama ha sufrido los ataques de los conservadores religiosos, que han criticado algunas decisiones que tomó cuando era senador en el Estado de Illinois y votó una ley que, según los medios conservadores, le situaba más a la izquierda que la propia NARAL (Liga Nacional de Acción por el Derecho al Aborto).

No es el libro de Stephen Mansfield un libro extraordinario, no es una monografía sublime, de esas que quedan como modelo a estudiar en las universidades. Es más pronto un libro coyuntural, publicado en un contexto determinado, intentando aprovechar los efectos de una obamanía que convierte en éxito todo lo que acompaña al nombre del candidato demócrata. Resulta sin embargo, un libro totalmente pertinente y oportuno porque, por mínimo que sea el conocimiento que de los valores americanos tenga el lector, nadie se atreverá a decir que la religión y su influencia en la política estadounidense son temas menores o intrascendentes. En este sentido, tiene La fe de Barack Obama el valor de ser un libro claro y conciso, que aporta información nueva a la imagen que se ha forjado de Obama cada uno de nosotros, un plus a añadir a lo que ya sabemos sobre la personalidad de este hombre sorprendente. Mansfield nos muestra a un Obama conciliador que trata de superar las diferencias partidistas para encontrar un término medio de acuerdo. Al igual que hicieron antes que él algunos de sus precursores como Kennedy o Clinton, Obama intenta encontrar en estos días previos a las elecciones presidenciales, una tercera vía de consenso, más allá de esa tradicional dicotomía entre Derecha Religiosa e Izquierda Secular, un atajo que le permita armonizar su política liberal basada en su particular fe religiosa, con el deseo de cambio de un país que, aún hoy todavía, mantiene su audacia y su esperanza.