Ramón Trias Fargas: Introducción a la economía de Cataluña (Alianza Editorial, 1974)

Ramón Trias Fargas: Introducción a la economía de Cataluña (Alianza Editorial, 1974)

    NOMBRE
Mikel Buesa

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Guernica (Vizcaya), 1951

    CURRICULUM
Catedrático de Economía Aplicada en el Departamento de Economía Aplicada II de la Universidad Complutense de Madrid, donde desde 2006 dirige la Cátedra de Economía del Terrorismo. Además de sus libros, entre sus trabajos destaca el ensayo "Economía de la secesión: Los costes de la 'No-España' en el País Vasco", un análisis de las implicaciones económicas de una hipotética independencia del País Vasco




Tribuna/Tribuna libre
Las balanzas fiscales de las Comunidades Autónomas: una concesión al nacionalismo
Por Mikel Buesa, lunes, 2 de junio de 2008
Más allá de toda duda las balanzas fiscales han entrado en la agenda política del momento. Reclamadas por Convergencia y Unión en el Congreso de los Diputados durante la sesión de investidura, con la finalidad de que sus saldos entren en el juego de la negociación de un nuevo sistema de financiación de las Comunidades Autónomas, el Presidente del Gobierno se apresuró a conceder su publicación como un documento oficial. Se daba así satisfacción a una reivindicación histórica del nacionalismo catalán que, desde los años sesenta, había visto en ellas un soporte fundamental para el sostenimiento de sus aspiraciones financieras y, sobre todo, para alimentar el populismo que, durante mucho tiempo, ha sido el fundamento de su hegemonía política. Y no sólo era una reivindicación del nacionalismo moderado, sino también del más radical —pues es evidente que esa bandera fue ondeada con machacona insistencia por ERC durante la anterior legislatura— y, lo que es más relevante, por los socialistas del PSC —que, en esto, cuentan con una larga tradición que se remonta a las corrientes catalanistas que se integraron en él durante el proceso de integración de las diferentes tendencias del socialismo regional que dio lugar a la fundación del partido en los albores del actual sistema democrático—.
Así pues, parece que con entusiasmo desbordante las principales fuerzas políticas de Cataluña, más allá de diferencias ideológicas, se han adscrito a la idea de que las balanzas fiscales son fundamentales para sustentar su actuación política. Sorprende esta unanimidad que nos obliga a evocar la vieja observación de Keynes quien, en las páginas finales de su Teoría general, anotó: «las ideas de los economistas…, tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree». E inmediatamente añadió que «los hombres prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto»; para después aludir a los políticos «que oyen voces en el aire, (y) destilan su frenesí inspirados en algún mal escritor académico de algunos años atrás».

No es difícil encontrar, en este caso, al economista difunto, al mal escritor académico cuyas ideas erróneas han alcanzado un poder inusitado. Su nombre no es otro que el de Ramón Trias Fargas, Catedrático de la Universidad de Barcelona estrechamente vinculado, a través del servicio de estudios del Banco Urquijo, con la promoción en España de la economía regional —antes, naturalmente, de engrosar las filas de Esquerra Democrática de Catalunya, partido que se integraría en la Convergencia de Jordi Pujol—. Fue, en efecto Trias Fargas quien, en 1972, publicó una Introducció a l’economia de Catalunya que se tradujo dos años más tarde al español y tuvo una indudable difusión entre los economistas y políticos de la época.

En su obra, el profesor Trias Fargas, partiendo de algunos trabajos anteriores sobre la balanza de pagos de Cataluña, realizados dentro del ámbito académico de la Universidad Central de Barcelona, sostuvo que el ahorro generado en la región superaba a la inversión y que tal situación perjudicaba el desarrollo económico catalán. En vez de razonar el los términos de una economía abierta —y, en consecuencia, constatar que ese desequilibrio se tenía que compensar necesariamente con un superávit comercial—, prefirió hacer caso omiso de la relación externa de la región con los demás territorios de España; es decir, ignoró el verdadero motor de los negocios catalanes que estaba en la base del superior nivel de desarrollo de Cataluña: la venta de las mercaderías manufacturadas en la que ya entonces era la «fábrica de España» en un mercado interior protegido de la competencia internacional.

Trias Fragas parecía más bien imbuido de una idea autárquica. Y, por ello, sostuvo que, para impulsar el crecimiento catalán, era necesario «ahorrar más y procurar perder el mínimo posible de nuestro ahorro fuera de Cataluña». Cómo lograrlo era, en su singular análisis económico, muy sencillo: bastaba disminuir al máximo el déficit fiscal regional que, con dudoso rigor contable, estimaba en el 48 por 100 de los ingresos obtenidos por la hacienda del Estado. O sea, se trataba de que los impuestos pagados por los catalanes se gastaran exclusivamente en Cataluña y no se transfirieran al resto de España. Note el lector que esta propuesta —que ha pasado sin variación alguna al pensamiento político común de las diversas variantes del nacionalismo catalán— lleva implícita una idea falsa pero muy atractiva para las personas ignorantes de las florituras del análisis económico: la promesa de hacer ricos a los catalanes sin que éstos tuvieran que hacer nada.

Y, sobre esa base, Trias pretendió asentar un «nuevo regionalismo» de carácter populista en el que confluirían los intereses de «la Cataluña de los ricos y la Cataluña de los pobres», pues «cuando decimos que el ahorro catalán debe permanecer en Cataluña, decimos algo que le conviene al empresario… y decimos algo que igualmente conviene al asalariado». Ni que decir tiene que el profesor barcelonés, como todos los demagogos de esta especie, eludió el incómodo problema de la distribución de la riqueza diciendo que «una vez incrementada la renta regional, (ya) veremos cómo la repartimos». Y proclamó, con euforia irrefrenable, que «el catalanismo como exclusiva de la burguesía ha terminado». Dicho de otra manera, es obvio que, en las ensoñaciones de este intelectual, la lucha de clases, el conflicto de intereses entre capitalistas y asalariados, se desvanecía en la armonía universal de la nación reencontrada, de la etnia aislada y libre de las ataduras que, de momento, la mantenían unida a una España concebida como poder opresor ajeno a la tradición catalana.

La propuesta del profesor Trias Fargas tuvo un indudable impacto entre las minorías políticas catalanas que, en aquellos años, se afanaban en la lucha contra el franquismo; y dado que esa propuesta impregnó tanto a la derecha como a la izquierda catalanista, no sería sorprendente que, en el imaginario nacionalista, la eliminación del déficit fiscal se identificara con el derrocamiento de la dictadura. Se expandió así un sentimiento victimista, una idea de expolio, el delirio de haber sufrido un despojo legendario, como si el resto de los españoles se hubieran aprovechado siempre de la laboriosidad de los catalanes. Quien con mayor claridad ha expresado esta idea es el también distinguido economista académico Xavier Sala i Martin, para el que «un argumento importante que se tendría que utilizar para valorar los costes y beneficios de la independencia —se refiere a la de Cataluña— es el déficit de la balanza fiscal… El beneficio principal, según dicen, es la “solidaridad interregional”. Pero una cosa es la solidaridad y otra que te roben la cartera».

Pues bien, a partir de estas ideas simples y demagógicas, la cuestión de la balanza fiscal se convirtió en uno de los tópicos más relevantes en los que confluyeron los programas políticos de la derecha y la izquierda catalanista, incluyendo más tardíamente al socialismo. Y, puesto que, a partir de ellas, lo que se pretende argumentar es el saqueo de Cataluña, no sorprende que, como ha destacado el profesor Ángel de la Fuente, «exista la tentación de utilizar las balanzas fiscales de manera demagógica, manipulándolas para excitar la indignación ciudadana ante agravios reales o supuestos con la esperanza de obtener rendimientos electorales».

Llegados a este punto, conviene avisar al lector que, aún cuando en apariencia la discusión sobre las balanzas fiscales sólo versa acerca de la oportunidad de su publicación o de su limitada utilización al no tener en cuenta los flujos reales interregionales de bienes y servicios, las cosas se complican mucho más. Ello es así debido a las dificultades metodológicas que encierra el concepto de balanza fiscal. Éste se presenta muchas veces como un instrumento contable de carácter imparcial u objetivo. Sin embargo, debe aclararse que tal objetividad es también una ilusión, pues los economistas están aún muy lejos de haber establecido un consenso sobre el asunto, una metodología estandarizada para determinar cuál es la contribución de los ciudadanos residentes en cada región a los ingresos de las Administraciones Públicas, y los beneficios que esos mismos ciudadanos obtienen a partir de los gastos que realizan esas Administraciones.

En efecto, sin ninguna pretensión de exhaustividad, se puede señalar que los gastos de las Administraciones públicas se pueden imputar a un territorio teniendo en cuenta cuál es la localización geográfica de su realización o bien considerando dónde viven sus beneficiarios. Por poner sólo un ejemplo, según el primero de esos criterios el coste de la base naval de Cartagena se atribuiría a Murcia, pero de acuerdo con el segundo habría que repartirlo entre todas las Comunidades Autónomas debido a que la actividad de ese establecimiento militar proporciona un servicio de defensa a todos los españoles. Pero las complicaciones no acaban ahí, pues, además, para cada partida de gasto hay que tener en cuenta un criterio de reparto regional; y muchas veces son varias las posibilidades entre las que elegir. Y con los ingresos ocurre lo mismo, pues una cosa es dónde se declaran los impuestos y otra muy distinta quién los paga.

Todo ello hace que los resultados del cálculo puedan ser divergentes según sea el criterio de imputación empleado. Así, tomando en consideración el caso de Cataluña como ejemplo indicativo, el profesor Ramón Barberán demostró que el saldo fiscal de esta región, estimado según las diferentes reglas de cálculo utilizables, tiene un recorrido que va desde una cifra positiva equivalente al 0,4 por cien del PIB a otra negativa del 7,9 por cien de este agregado macroeconómico. Por tanto, para determinar cuál es el saldo fiscal de una región, son varias las orientaciones metodológicas que pueden seguirse y, paralelamente, varios los resultados que pueden obtenerse. Además, las metodologías se adscriben, en ocasiones, a las simpatías políticas de quien las adopta. Citemos a este respecto al profesor López Casasnovas, catedrático en la Universidad Pompeu Fabra, quien, con toda claridad, señala en uno de sus trabajos su interés en establecer, para el cálculo del saldo catalán, un «escenario soberanista… (con) derechos de recaudación y de participación en beneficios por parte de los diferentes territorios».

En definitiva, en el actual estado de la investigación económica sobre este asunto, no es prudente lanzarse a la publicación oficial de las balanzas fiscales de las Comunidades Autónomas, toda vez que aún queda un amplio margen de discusión sobre su metodología contable. Más que realizar precipitadamente esas balanzas, el Ministerio de Economía debería nombrar un comité de expertos para tratar de llegar, en un plazo razonable, a las convenciones necesarias que hagan de esas balanzas un documento aceptable. Y, en ese mismo sentido, debería integrar las balanzas fiscales en un sistema completo de cuentas económicas que refleje la totalidad de los flujos económicos, reales y financieros, entre las diferentes regiones de España.

Pero no nos dejemos llevar por la racionalidad abstracta. Lo que verdaderamente está en juego, en este momento, con la discusión sobre las balanzas fiscales, es la integridad y la legitimación del Estado democrático en España, a la vez que la unidad y la dimensión del mercado interior nacional. Para entender esto, basta con tomar en consideración el hecho de que, como destacó en su día el profesor De la Fuente, tres cuartas partes de los flujos interregionales de ingresos y gastos derivados de la actividad del sector público son atribuibles exclusivamente a la redistribución personal de la renta —en virtud de la cual hay más equidad y se amortiguan las diferencias entre los ricos y los pobres que se derivan del mero funcionamiento del mercado, lo que, a su vez, legitima el sistema político y amplia el tamaño del mercado—; otro ocho por cien financia la creación de bienes públicos de carácter nacional y la regulación de la economía —haciendo que ésta corrija sus fallos de mercado—; y sólo queda una sexta parte para los gastos en los que cabe la aplicación de criterios discrecionales de reparto territorial.

En consecuencia, en la práctica, el margen de actuación para aliviar supuestos agravios regionales —salvo que se quiera hacer más desigual la distribución personal— es demasiado estrecho como para satisfacer las aspiraciones nacionalistas. Si éstas, apoyadas en una visión simplista de los saldos fiscales, acabaran triunfando en el diseño de un nuevo sistema de financiación autonómica y se limitaran los flujos interregionales de ingresos y gastos públicos, ese margen puede verse sobrepasado. Entonces, el potencial de desarrollo económico de España, y de todas sus regiones, se estrechará; y, con él, las rentas de los ciudadanos y su nivel de vida. No sería sorprendente, entonces, que se levantaran voces contra el sistema que hubiera propiciado ese cambio, afectando así a la legitimidad de la democracia. Por ello, sería oportuno que quienes ahora nos gobiernan corrigieran el tortuoso rumbo que han emprendido y que nos puede conducir al desastre.