Opinión/Editorial
La política de Zapatero, ¿mera cuestión de estilo?
Por ojosdepapel, viernes, 2 de noviembre de 2007
La campaña de José Luis Rodríguez Zapatero en las elecciones de 2004 sorprendió por su frescura y desenfado. Se trataba de ofrecer al electorado la otra cara de la moneda de la ejecutoria de un Gobierno dirigido por un José María Aznar marcado por una imagen ceñuda y regañona. Acabó siendo un éxito, aunque no se sabrá bien en qué medida porque la masacre del 11-M y la gestión de la misma por el gabinete popular influyó de modo decisivo en los resultados finales. En cualquier caso, marcó una pauta fundamental porque abrió el camino a la consagración de lo informal como método y estilo de hacer política.
Pero la ambición rupturista de Rodríguez Zapatero, tan bien envuelta en el papel de regalo de aquella campaña referida a los modos de Aznar, no se limitaba al tono y a ese estilo particular (talante, diálogo, cintura, optimismo antropológico), el líder socialista pretendía inaugurar una nueva etapa en la política española a través de tres ejes. Uno, clásicamente socialdemócrata, apostaba por la profundización en políticas sociales y asistenciales, aunque la ejecución de última hora ha degenerado en un ejercicio de dadivosidad electoral a costa del superávit coyuntural de las cuentas públicas cercana al populismo bananero, algo muy cuestionable a las puertas de un posible cambio en el ciclo económico.

El segundo se orientaba a la consagración legal del cambio de costumbres y de los nuevos valores, con la ampliación de los derechos de las minorías, cuyo símbolo más publicitado (gracias a la oposición de la clerigalla) fue el matrimonio gay, la ofensiva anticlerical, que no laica, el pacifismo a ultranza (en dosis infinitas) y el antiamericanismo como bandera de la política internacional (la estrambótica Alianza de Civilizaciones en convergencia con el Irán jomeinista) y, finalmente, el ecologismo “gore”, un nuevo dogma o religión sustitutiva, como lo fuera el comunismo o la liberación nacional para la antigua izquierda, que condena a las tinieblas a los monstruos que pretendan poner en cuestión, matizar o evaluar su verdadera dimensión desde el punto de vista científico, racional, económico o político.

Por último, y principal, la superación del marco político de la Transición, concebida como un producto espurio de la situación histórica que la vio nacer, fruto de las presiones de la derecha franquista (una redundancia para el zapaterismo) y de la impotencia de las fuerzas de la izquierda y los nacionalismos para imponer sus posiciones. Con objeto de acometer esta última y capital iniciativa se ha puesto en marcha la reivindicación del pasado republicano frentepopulista (que se hace equivaler a democracia) como ariete contra la derecha democrática mediante la propagación insistente del concepto contradictorio y tergiversador de memoria histórica. Bajo el pretendido y loable propósito de rendir homenaje a las víctimas de la Guerra Civil y el franquismo, de recuperar los restos humanos y darles un sepelio digno, de establecer lugares de la memoria y eliminar los obscenos reconocimientos a la Dictadura y su obra, se encubre el designio de descalificar políticamente a la derecha como posible alternativa democrática de poder.

Este frentepopulismo de nuevo cuño, más obligado por la correlación de fuerzas políticas que por la emulación histórica (aunque tanto da porque el resultado divisivo es idéntico), está volcado en la unión de los heterogéneos sobre la base del sectarismo y la exclusión política de casi la mitad de la sociedad, recobrando artificialmente los fantasmas del pasado cainita y las viejas querellas, pues este es el componente ideológico que está detrás de la recuperación de la memoria histórica. Se recrean así de modo forzado las bases de un conflicto que en realidad dejaron de tener vigencia hace décadas, con la excepción de la cuestión territorial. La Transición permitió canalizar las ansias autonomistas de las nacionalidades históricas. Sin embargo, no se pudo persuadir a una parte del nacionalismo terrorista vasco (la denominada rama de ETA militar) de que abandonara las armas ni a los moderados que no se aprovechasen de las oportunidades que éstas ofrecían, aunque fueran empleadas por otros, para avanzar en la dirección soberanista.

Sobre estos fundamentos, la pacificación de los terroristas y la satisfacción de las demandas radicales de los sedicentes nacionalismos moderados a cambio de cesiones anticonstitucionales, sacrificando la tradición igualitarista de la izquierda al reemplazar derechos ciudadanos por el de los territorios, José Luis Rodríguez Zapatero calculaba que podría obtener la sanción electoral del frentepopulismo oportunista, la permanencia en el poder y la segregación a perpetuidad de la derecha, liquidando la Transición, es decir, la Constitución por la vía de los hechos consumados. No ha logrado sacar adelante de momento estos planes, pero, él mismo lo ha declarado en la radio con sus peculiares circunloquios, no cejará en sus objetivos y se pondrá manos a ello en cuento las circunstancias se lo permitan.

Los planes de futuro de Rodríguez Zapatero parecen una huida hacia adelante y pueden suponer el suicidio político del partido socialista, pilar fundamental en la consolidación de la Transición democrática, como lo demuestra la rememoración de aquella victoria histórica de Felipe González en octubre de 1982 que supuso la entrada definitiva de España en el tramo final de la agenda de la modernización inspirada por las generaciones del 98 (Costa) y del 14 (Ortega). Felipe González, pese a sus grandiosos y sucesivos éxitos electorales, nunca tuvo el poder y la hegemonía en el partido que ha alcanzado el actual presidente del Gobierno. Es un dato llamativo que enlaza con otro de distinta naturaleza pero de igual signo en cuanto a la concepción del poder, que se vierte en el último vídeo electoral de Rodríguez Zapatero, con el que se ha iniciado la campaña “Con Z de Zapatero”. Aquí se vuelve al inicio de este editorial al tratar de métodos y formas de hacer política.

Pese a su sencillez, es necesario visualizar el vídeo más de una vez para analizarlo y sacar algunas conclusiones (ver link). La primera es la absoluta personalización de la campaña en la figura del candidato, ni el partido ni el Gobierno, como no sea de forma accesoria, protagonizan el spot. La mercadotecnia insiste en subrayar la marca que más vende y ésta es la persona, reflejada en la cara sonriente y el carácter distendido del candidato. En segundo lugar, lo que algunos juzgarían como frivolidad y ligereza, bromear con el modo en que utiliza el lenguaje, dándole mil patadas al idioma de Cervantes, es visto por los creadores del producto y por el propio Zapatero como una muestra de la naturalidad de su personalidad, de su talante, de cercanía con los ciudadanos, de su llaneza y accesibilidad en justo contraste con una derecha apocalíptica y bronca. El mensaje hablado, “todo se puede decir con una sonrisa”, por absolutamente falso que sea (no se ha visto nada risueño al presidente mientras ejercía la autocrítica por la chapuza ferroviaria de Barcelona o cuando se disculpaba por la profecía de los tiempos idílicos que vendrían respecto al terrorismo un día antes del atentado de la Barajas), induce al elector a contrastar esa actitud desdramatizadora con la de unos adversarios políticos que se desahogan, muchas veces con torpeza y gesto desabrido, ante alguien que busca cambiar las reglas del juego y echarles del tablero.

En definitiva, José Luis Rodríguez Zapatero, un hombre con una trayectoria política dilatada pero de nula relevancia, que jamás se había significado en las campañas y disputas políticas nacionales de las últimas tres décadas, está protagonizando una ruptura generacional con el pasado reciente de la Transición empleando paradójicamente como instrumento un pasado más lejano, residenciado en la herencia republicana. La consecuencia, sobre la que nadie tiene el control una vez abierta la puerta, es que se ha revitalizado ese pasado cainita y destructivo contribuyendo a enconar los ánimos de las fuerzas políticas y la sociedad en su conjunto y obligando al país a emplear parte de sus energías y recursos en fijar su atención en el retrovisor de la historia en vez de encarar los desafíos de un futuro plagado de incertidumbres a escala mundial.