Spinoza le mostró las claves fundamentales de la ética humana, el código de esa entidad falible que quiere perseverar en su ser, de ese sujeto que se alza contra la decrepitud y el acabamiento sin encontrar nación que lo acoja, sin hallar una comunidad tolerante. Nietzsche le enseñó el legítimo orgullo del individuo que ha roto sus cadenas trascendentales y colectivas, el coraje de quien por haber renunciado a Dios sólo se tiene a sí mismo para calificar los actos que emprende. Cioran le indicó la irrelevancia o la chiripa de haber nacido, la falta de necesidad que tiene dicho accidente, hecho a partir del cual ese maldito yo perdura años y años sólo porque tiene la libertad última de matarse. El monstruo de Frankenstein --compuesto de trozos, de cachos y de fragmentos— le reveló la fealdad y la orfandad a las que cada uno está condenado, esa mala hechura con la que sobrevivimos y de la que no todos acaban de reponerse. Jim Hawkings le demostró lo que es el valor adolescente, la audacia de quien, siendo huérfano de padre, crece y madura de grado o por fuerza, enfrentándose a los que amenazan u hostigan. Y Drácula..., qué decir del señor Conde: del triste vampiro aprendió la importancia de gozar el instante para no condenarse a una inmortalidad previsible, a una eternidad de cinco o seis siglos por vivir. Esos héroes particulares (y universales) son, en efecto, auxiliares: habitantes de una comunidad de interlocutores de distinto tiempo pero que entonces y ahora –en la imaginación del lector Savater-- conviven y charlan civilizada, educadamente, sobre temas escabrosos. Dios, por ejemplo.
Hay un momento en la vida en que algunos creyentes ven flaquear su fe hasta finalmente perderla. Cuando eso sucede, ¿qué queda? Puede quedar un vacío sin creencias, con el ánima desarbolada, con la ética personal echa trizas. O, por el contrario, ese hueco existencial puede rellenarse con cualquier cosa, con cualquier fe secular que dé cohesión, fuerza y valores a quien ya no está protegido por la custodia de la Providencia. Pero puede muy bien ocurrir que la antigua criatura de Dios empiece a tomarse como creador, como el creador de sí mismo. Es entonces cuando decretará la muerte de Dios y cuando se elevará juzgándose dueño del presente en cuyos actos se define. Nietzsche lo estableció así y Fernando Savater lo difunde desde hace treinta, treinta y tantos años. Imagino a nuestro filósofo donostiarra siendo joven y recitando pasajes como éste, frases explosivas procedentes de Así habló Zatatustra:
“¡Ante Dios! ¡Pero si ese Dios ha muerto! Hombres superiores, ese Dios ha sido vuestro mayor peligro. No habéis resucitado hasta que él bajó a la tumba. Ahora solamente vuelve el gran Mediodía, ahora el hombre superior es el amo. ¿Habéis comprendido esta frase, oh hermanos míos? ¿Os habéis asustado? ¿Vuestro corazón es presa del vértigo? ¿Aquí se abre el abismo para vosotros? ¿El perro del infierno os ladra? ¡Pues bien! ¡Vamos, hombres superiores! Ahora es cuando la montaña del porvenir humano va a dar a luz. Dios ha muerto: ahora queremos ‘nosotros’... que viva el superhombre”.
De eso tratan estas páginas: de cómo refundar la vida individual del sí mismo en un espacio hospitalario, legal, democrático y laico sin guarecerse en el colectivismo, en las creencias que nos permiten abdicar a cada uno de nosotros, de lo que somos y de lo que nos espera: la muerte sin esperanza
Imagino a nuestro pensador local sumándose a esa empresa cosmopolita, la de individuos que ya no abdican de su condición, de su inmanencia, de su finitud. Si el catolicismo fue un empeño universalista, su superación habrá de serlo también: pero habrá de serlo sin metafísicas compensatorias, sin recambios de religiones políticas que simplemente secularicen y reemplacen la figura de Dios. El ser humano se define en cada acto que realiza, sabiendo además que se levanta y muere en cada acción, que elige y descarta. En Savater, aquella soledad cósmica que descubre con Spinoza, Nietzsche, Cioran, Frankenstein, Jim Hawkings y Drácula se realiza, finalmente, con Jean-Paul Sartre, otro gran solitario... Fernando Savater no ha ocultado el gran aprecio que desde joven ha sentido por Jean-Paul Sartre y, en particular, por el primer Sartre, siempre ateo, aquel que pronunciara la conferencia inaugural de una época, de la reconstrucción de posguerra: El existencialismo es un humanismo, charla impartida en el Club Maintenant en el París de posguerra. Sartre no era pesimista, admitía: era un escritor que declaraba su fe en la capacidad creadora de los jóvenes. Ser joven no era, sin más, un estado de carencia que se resolviese con la edad. Ser joven era reconocer el presente como un espacio de contingencias, sin patrimonios definitivos, sin legados gravosos. Así, ese joven que se crea a sí mismo elige, pero sobre todo se elige: decide ser de una forma frente a otra y por tanto opta por una clase especial de humanidad. “Hemos sido injustos con el existencialismo francés de la primera hora: era el bueno”, decía Fernando Savater en su obra Humanismo impenitente. “El propio Sartre fue retrospectivamente injusto consigo mismo, cuando abjuró de su célebre conferencia del Club Maintenant”, añadía.
Pues bien, creo que Fernando Savater ha sido fiel a aquel precepto sartreano y podríamos decir que su compromiso y sus pifias, su intervención incluso aparatosa en la esfera pública, su empecinamiento, su ateísmo religioso e ideológico (que le genera el reproche o la incomprensión de los clérigos y de sus mantenedores) son la aplicación tentativa de dicho programa, tan temprano. Por esto, pudo hacer propio aquel precepto de ese otro gran solitario, de ese otro emboscado que se ofrece al mundo, de Ernst Jünger: “El poder y la salud están en quien no siente miedo”. Y el miedo principal es la muerte. Por eso, años después, bien puede decirse que La vida eterna, de Fernando Savater, una obra aparentemente dedicada a la religión, en el fondo está destinada a examinar ese escándalo que es la muerte. Pienso en ello, en el ateísmo saludable que profesa Savater... O quizá no: quizá –como él mismo indica-- no pueda llamarse ateísmo a lo que es una actitud irreligiosa en Savater, ajena totalmente a la religión. De eso tratan estas páginas: de cómo refundar la vida individual del sí mismo en un espacio hospitalario, legal, democrático y laico sin guarecerse en el colectivismo, en las creencias que nos permiten abdicar a cada uno de nosotros, de lo que somos y de lo que nos espera: la muerte sin esperanza.
Qué lejos nos queda la Providencia a quienes –como Savater-- carecemos de “oído musical para la religión” (por decirlo con Max Weber) o a quienes nos profesamos anticlericales. “El anticlericalismo es una visión política, no epistemológica o metafísica”, dice Richard Rorty en El futuro de la religión, un libro del que es coautor con Gianni Vattimo, y a quienes Savater cita críticamente en su obra. “Las instituciones eclesiásticas, a pesar de todo el bien que hacen –a pesar del consuelo que ofrecen a los que están en situación de necesidad o hasta de desesperación–, son peligrosas para la salud de las sociedades democráticas”, añade Rorty. “Según nuestro punto de vista, la religión resulta inobjetable en la medida en que se privatice, en la medida en que las instituciones eclesiásticas no pretendan convocar a los fieles en pos de propuestas políticas y en la medida en que tanto creyentes como no creyentes estén de acuerdo en seguir una política de vivir y dejar vivir”. Algo semejante podría defender el Savater maduro y actual, por oposición –seguro— al Savater nietzscheano...
Lejos de profesar el laicismo, Sarkozy prefiere reivindicar la laicidad de la República (por decirlo con una palabra más propiamente francesa), es decir, la igualdad jurídico-política de los credos. No hay confesión que esté por encima y, por tanto, las distintas Iglesias deben estar amparadas por las leyes, que deben cumplir (...) De todos modos, las reflexiones de Sarkozy van más allá, precisamente porque la importancia del islam en la Francia de hoy exige ciertas reformas a las que este político no se opone
Los creyentes tienen derecho a manifestar su contento y su fe. Pero lo que las Iglesias no pueden olvidar es que su referencia moral no tiene por qué imponerse a toda la ciudadanía; igual que nuestras autoridades no deben ignorar que hay una parte de la población que tiene un oído “religiosamente no musical”, que hay una parte de la población que es agnóstica o atea. “Los que son indiferentes a la cuestión de la existencia de Dios”, apostillaba Rorty, no tienen derecho a despreciar a los que creen apasionadamente en su existencia. Y en ese punto el Nietzsche más tremebundo se bate en retirada (como el Savater más radical). Pero de igual modo los que creen apasionadamente en la Providencia no tienen derecho alguno a reprenderlos por no acudir a un Rosario o a una Misa o por no seguir los preceptos que esa Iglesia impone. Más aún, esos preceptos no pueden contradecir las normas comunes a que están obligados los ciudadanos de una democracia.
Por tomarme en serio esta conclusión, que Savater repite una y otra vez –obvia, por otra parte--, decidí leer lo que sobre este mismo punto sostiene Nicolas Sarkozy. Son interesantes el ejemplo y la comparación, pues el afrancesamiento del filósofo donostiarra obliga: obliga a compararlo con lo que ahora se dice del laicismo en Francia. Y en este punto Sarkozy es quien ha dicho las cosas más interesantes: las más interesantes y discutibles. Admito que es un político con ideas que sabe expresarlas y que tiene el don de la oratoria y de la convicción. Es tal el empeño que le pone a sus intervenciones que es capaz de hacernos olvidar sus incongruencias o su conservadurismo imaginativo. He releído La República, las religiones, la esperanza para cotejar esas ideas con las de Savater. Es un libro-entrevista de 2004 –ahora traducido– en el que el político francés se explaya sobre las creencias y sobre su condición de ministro de Cultos (función asociada al Ministerio del Interior). Lejos de profesar el laicismo, Sarkozy prefiere reivindicar la laicidad de la República (por decirlo con una palabra más propiamente francesa), es decir, la igualdad jurídico-política de los credos. No hay confesión que esté por encima y, por tanto, las distintas Iglesias deben estar amparadas por las leyes, que deben cumplir. En principio, no es nada audaz afirmar eso, pues la República francesa no reconoce, no paga salario ni subvenciona ningún culto desde la Ley de 1905. De todos modos, las reflexiones de Sarkozy van más allá, precisamente porque la importancia del islam en la Francia de hoy exige ciertas reformas a las que este político no se opone.
En cualquier caso, la parte que a mí me ha resultado más interesante y discutible es la que hace referencia a esa palabra, esperanza: un vocablo que repele a Nietzsche o a Savater o a cualquier ateo (yo mismo), y que el ex ministro repite una y otra vez. La vida es corta y, además, es humanamente inexplicable su significado, dice. No hay argumento filosófico o antropológico que sea suficiente, que dé sentido a esa brevedad y al hecho inapelable que implica morirse. Por eso, a los individuos no les basta con ser ciudadanos, incluso no les satisface ser ciudadanos honestos. Necesitan tener esperanza: en el más allá inexplicable, añade Sarkozy. Aunque no lo cita, esta conclusión recuerda en algún momento al arrobo místico que sintiera Ludwig Wittgenstein ante el hecho religioso: no lo puedo explicar, ni siquiera puedo hablar de un sentido que no puede expresarse con el lenguaje del mundo, pero le tengo enorme respeto a la creencia que proporciona esperanza, a ese absoluto que me obliga a preguntarme… Más aún, añade Sarkozy, la religión es comunidad y, por tanto, anuda lazos entre individuos que, de otro modo, estarían desorientados. O, por decirlo con palabras de la tradición sociológica francesa --Émile Durkheim, a quien no cita--, una Iglesia es una comunidad moral en la que los creyentes se sienten vinculados por normas comunes, por valores compartidos, por una cierta idea de lo sagrado y de lo profano. Justamente, lo que Savater no olvida.
Lean a Savater y discúlpenle el hecho de que su anticlericalismo se haya atemperado. Lo que no ha menguado es su arrojo vital, esa certidumbre nietzcheana que sostiene que la vida se acaba aquí, en un presente civil y republicano en el que no hay esperanza trascendental que nos salve. Mal que le pese a Sarkozy o a su prologuista español: José María Aznar
La religión proporciona cohesión, una forma secular de consenso: una gran ventaja para la estabilidad de la sociedad, podríamos decir con Durkheim. Los individuos forjan sus preferencias a partir de unas expectativas que la propia sociedad alimenta; ésta les da o les quita los medios para satisfacerlas. Si se carece de esperanza religiosa, la frustración de esas expectativas (y la principal es la vida eterna) nos deja peligrosamente desamparados. “La cuestión espiritual es la cuestión de la esperanza, la esperanza de una perspectiva de realización en la eternidad después de la muerte”, precisa Sarkozy. “El hombre experimenta la necesidad de la esperanza desde que es consciente de tener un destino”. De ahí viene que la amenaza de una muerte sin esperanza sólo provoque decepción profunda, incluso una quiebra absoluta de la propia voluntad de vivir. A eso, Émile Durkheim lo llamaba la anomia, la pérdida del sentido, la falta de valores, una evaporación de toda axiología.
La vida nos decepciona, insiste Sarkozy, y, por eso, necesitamos la esperanza y la comunidad que nos procura la religión. Desde ese punto de vista, las creencias son beneficiosas para la República. Ya no estamos en tiempos de lucha anticlerical, añade un Sarkozy que parece responder a Savater, porque el catolicismo ultramontano y político ha remitido: no interfiere. Por tanto, un laicismo como combate antirreligioso carece de sentido y, además, entraña peligros, concluye. De triunfar, dejaría a los ciudadanos sin referencias: sin las beneficiosas ataduras de la identidad. Por eso, este creyente tibio que es Sarkozy valora muy positivamente el catolicismo como factor de equilibrio social: ya no es un riesgo para la República, insiste.
“A lo largo de los años”, dice, “la religión católica ha tenido un papel de instrucción cívica y moral ligada a la catequesis que existía en todos los pueblos de Francia. El catecismo ha dotado de un sentido moral bastante afinado a generaciones enteras de ciudadanos. En tiempos se recibía educación religiosa incluso en las familias no creyentes. Eso permitía la recepción de valores necesarios para el equilibrio de la sociedad”, acaba diciendo Sarkozy cuando apela implícitamente a la idea durkheimiana de cohesión comunitaria y moral. ¿Y el islam? “En Francia por doquier, y en mayor medida en las barriadas que concentran todas las desesperanzas, es preferible que los jóvenes tengan esperanza espiritual en vez de tener en la cabeza como única religión la violencia, la droga o el dinero”.
Si leen el volumen de Savater, no creo que nuestro filósofo pueda llegar convenir en algo así, tan conservador. Es probable que ya no profese el culto del Nietzsche más tremebundo, pero no es menos cierto que para él cualquier concesión a la religiosidad como excusa moral es el principio de una derrota. Lean a Savater y discúlpenle el hecho de que su anticlericalismo se haya atemperado. Lo que no ha menguado es su arrojo vital, esa certidumbre nietzcheana que sostiene que la vida se acaba aquí, en un presente civil y republicano en el que no hay esperanza trascendental que nos salve. Mal que le pese a Sarkozy o a su prologuista español: José María Aznar. En efecto, el prólogo lo firma el ex Presidente del Gobierno y he de reconocer que no está a la altura del vuelo místico de su amigo francés. Mientras Sarkozy habla de la esperanza y de lo absoluto, categorías de honda raigambre religiosa (wittgensteiniana, diría), el mandatario español insiste en la excelencia, palabra de orden entre los conservadores locales que yo no le he leído al político francés en estas páginas. Aznar insiste también en asociar la ideología socialista al relativismo, curiosa aleación sobre la que tampoco Sarkozy se extiende y que, de ser debatida por Savater, habría merecido un severo rapapolvo.
Aunque pueda rebatir la posmodernidad muelle, a nuestro filósofo no le gusta (evidentemente) el esplendor religioso, esas “manifestaciones dogmáticas” que en España se han convocado “contra la ley del matrimonio de homosexuales y la escuela laica”, según dice: algo impensable en la Francia republicana. Y, más aún, le disgustan especialmente el peso, el papel, el poder de los creyentes en la esfera pública, unos fieles que no se toman “su fe como una forma poética o metafórica de dar cuenta de sus emociones ante el misterioso universo y ante la vida” (como aceptaría un Wittgenstein místico), “sino como explicaciones efectivas y eficaces de lo que somos y de lo que podemos esperar”. Y eso, que Sarkozy evita tratar directamente, Aznar lo aprueba: a distancia –claro— del “ateísmo” de Savater. Si uno mismo se declara ateo (y esa revelación de quien reseña es algo que sólo interesa relativamente), en principio no tiene más que aprobar la posición del filósofo español. Pero hay un problema, un problema que prueba su egregio fracaso: nada de lo que aquí dice –ahora con más erudición, con mayor madurez— es realmente nuevo. Como sigo con interés al Savater ateo, al intelectual que interviene contra el confesionalismo voraz, estas declaraciones se las tengo leídas treinta, veinte, diez años atrás. Se las leí en La piedad apasionada, en Invitación a la ética, en Ética como amor propio, en el Diccionario filosófico, en Las preguntas de la vida… Como dijo el propio filósofo, ésa es la prueba del mayor revés: si unas ideas interesantes, razonables, incluso exactas, han de ser repetidas una y otra vez, entonces hay que admitir el propio chasco: el rotundo mentís que Savater recibe es el de la muerte que espanta y que a tantos hace aproximarse a las creencias y a la fe. La religión no es un dato del pasado, una ilusión del pasado: para muchos, la fe perdura, como permanece el porvenir de una gran ilusión, de una gran compensación, de una gran coartada, de un gran consuelo. En fin, del Savater que dejó de ser católico podríamos afirmar lo que Borges decía de sí mismo: “los católicos creen en un mundo ultraterreno, pero he notado que no se interesan en él. Conmigo ocurre lo contrario; me interesa y no creo”. A Savater le interesa la vida eterna, pero no cree.