En definitiva, Madrid, solo, en compañía o en colaboración ha sido,
siguiendo una idea esbozada hace años por Juan Salcedo, responsable del atraso
económico, responsable del fracaso político y agente parásito y esterilizador.
Llama la atención el sinnúmero de juicios negativos que hay sobre Madrid.
También el que e bastantes casos las opiniones sean contradictorias: así, en
unos se dice que Madrid mira sólo para sí mismo (Ortega), oprime y explota a
toda España (lo esboza Almirall, lo sancionan Rovira y Virgili y Pedro
Corominas), en otros se le atribuye explotar inmisericordemente en beneficio de
España a una región determinada que pugna por desarrollarse siguiendo modelos
insdustriales europeos (Balmes, Illas y Vidal), mientras, bajo un tercer punto
de vista, se le imputa ser el agente intermediario que lleva las materias primas
y los hombres de las regiones subdesarrolladas a las desarrolladas, siguiendo un
modelo de explotación colonial (Beiras). Madrid ha surgido como concepto
maleable del que echar mano para convertirlo e lo que la voluntad del
comentarista dicte.
En muchas ocasiones, las críticas se debe a que
Madrid no cumple con el papel que se le había asignado en el modelo
preestablecido por cada autor. Contrariamente a capitales europeas ejemplares,
como Londres o París, no se constituyó en agente de desarrollo económico de la
región y del país por carecer de industrias y comercio, o encabezar y estimular
un hinterland con agricultura avanzada (Ringrose). En relación con ésto,
la capital careció de una clase activa capaz de aprovechar esas posibilidades de
desarrollo (Larra, Pla). Madrid tampoco supo ser capital de un estado federal o
cuasifederal con unas atribuciones administrativas restringidas que le hubiesen
impedido inmiscuirse en la vida interna de la regiones que de este modo no
habrían visto despilfarrada su riqueza ni frenado su desarrollo (Pi y Margall).
Madrid adoleció de la capacidad de influjo cultural y artístico que se le debe
exigir a toda capital merecedora de ese rango (Mesonero Romanos). Ni siquiera
pudo lucir una estructura urbana ni una monumentalidad en la edificación pública
y privada que la acreditase como cabeza de la nación (Fernández de los Ríos,
Azaña).
Creo que tantas y tan variadas versiones, muchas de ellas
superpuestas y hasta incompatibles, lejos de sumir en la perplejidad al
observador, constituyen una ayuda para comprenderla si se estima que Madrid,
como objeto de estudio, debe comprenderse por sí misma. De la abundancia de
juicios negativos y de las contradicciones e incompatibilidades que se dan entre
éstos, se deduce la indefinición de Madrid. Es evidente que desde perspectivas
tan múltiples, cruzadas e inconciliables, Madrid no puede ser explicada ni como
capital ni como ciudad, a no ser que se acepte que esa indeterminación de Madrid
es su verdadero carácter. No es ningún descubrimiento. Gómez de la Serna
afirmaba en el prólogo de su Elucidario de Madrid que “Madrid es la
capital del mundo más difícil de comprender”. Sin embargo, creo que se establece
una nueva perspectiva si se introduce este concepto de indeterminación de Madrid
como clave para la interpretación del desarrollo histórico de la urbe, como
capital y como ciudad, durante el siglo XIX.
La renovación que llevó a Madrid a desempeñar una nueva función fue efecto
de la creación de un mercado político, consecuencia de la instalación de los
diputados del Congreso (y en muchos casos de sus familias) y de todos aquellos
que representaban los intereses políticos y económicos de las
provincias
El Madrid de la dos primeras décadas del siglo XIX era un
barco sin rumbo. La pérdida de las colonias supone un golpe mortal para su
condición de capital del imperio. La urbe, según ha estudiado David R. Ringrose,
disfrutaba de un modo de vida que se había sostenido sobre un complejo sistema
de subsidios y flujos de rentas que procedían básicamente de la corona y de las
grandes fortunas aristocráticas. Con el proceso de emancipación colonial, la
ocupación francesa y el subsiguiente colapso económico y demográfico, Madrid
entra en un profundo marasmo.
Tras la vuelta del poder absoluto de la
mano de Fernando VII, Ramón de Mesonero Romanos escribe acerca “...del estado
material y social de la villa que entonces todavía se titulaba `la capital de
dos mundos´; arrogante dictado, que contrastaba ciertamente con el escaso
desarrollo de sus condiciones materiales, de su prosperidad y de su cultura”
(Ramón de Mesonero Romanos, Memorias de un sesentón, Madrid, edición
facsímil de 1881, pág. 159). Tras detallar el lamentable estado material,
realiza una crítica que permite conceptuar globalmente la ciudad, aunque aquí
sólo aluda al aspecto social: “En cuanto a la vida animada de los habitantes de
Madrid (...) poco puede decirse que de contar sea, reducida (...) a vegetar
materialmente y a subvenir a sus escasas necesidades y recreos con el producto
de sus diversas profesiones, empleos u oficios. Pueblo entonces sin industria,
sin agricultura ni comercio y casi sin propiedad, veía pasar los días, los meses
y los años en una inercia verdaderamente oriental” (Mesonero, Memorias,
pág. 168).
¿Cómo sale Madrid de aquel marasmo? Se trataba de encontrar
una nueva función, pues como ciudad carecía de una ventaja alternativa para
poder perdurar. La renovación, el estímulo, como más adelante explicaré, provino
de la política. Madrid empezó a ocupar y a desarrollar el papel de capital
política del nuevo Estado liberal que se estaba construyendo. Madrid, tanto por
su función como antigua capital imperial como por su dimensión, tenía las
condiciones para que se crearan las bases de una sociedad política de un tamaño
respetable. Así, durante el trienio liberal se constituyen las sociedades y
clubes políticos, los centros de reunión (cafés), florece una importante prensa,
se enriquece el campo de las alternativas políticas a través de la división
dentro del movimiento liberal, las masas, limitadamente, y las clases medias,
activamente, intervienen en la vida pública.... Mesonero Romanos intuye el
fenómeno: “...al través del sacudimiento político, y tal vez a consecuencia de
él, Madrid salía de su letargo secular (...) revelaba el propósito de
reivindicar, fiado de sus propios esfuerzos, el puesto distinguido de capital
del reino” (Mesonero, Memorias, pág. 247).
La renovación que llevó
a Madrid a desempeñar una nueva función fue efecto de la creación de un mercado
político, consecuencia de la instalación de los diputados del Congreso (y en
muchos casos de sus familias) y de todos aquellos que representaban los
intereses políticos y económicos de las provincias. Esta renovación también
afectó a la faz interna de la ciudad al aplicarse las medidas liberalizadoras de
los gobiernos constitucionales. Creo que este proceso fue decisivo. Hasta el
momento, no existía en la ciudad ningún interés de importancia que pudiera
determinar el curso de su actuación como capital. El tiempo también los creará
en su interior. Me refiero al comercio, cuya influencia de todos modos nunca
tendrá un peso decisivo.
Todo esto quiere decir que, ausentes las
características que la conviertan en una capital homologable a los emporios que
protagonizan el desarrollo de sus respectivos países como Londres o París, las
carencias se convierten en una ventaja comparativa en lo que se refiere al
desarrollo de su función política. Su carácter de mercado político en el que
concurren personas, familias, grupos, redes... de todas partes de España,
confiere a Madrid un talante radicalmente abierto (el cual, por cierto,
continuará tiñendo hasta el presente todas sus actividades: económicas, sociales
y culturales).
Esto implica que es un lugar en el que se puede obtener
respuesta (positiva, negativa o silencio) a una petición, teniendo la seguridad
de que en él no existe un concreto grupo de interés conforme al cual se
determine esa respuesta. Por esa razón, sostengo que es un mercado. Por
contraste, no hay que tener una imaginación desbordante para suponer que
resultaría imposible que una política española dirigida, por ejemplo, desde
Barcelona dejase de atender de modo constante y preferente los exclusivos
intereses proteccionistas de la industria textil, grupo que, al menos, sí tuvo
posibilidades, como otros, de llegar a influir en la política que se decidiese
en Madrid. Tener esta perspectiva sobre el papel de la capital me parece
central.
Para los nacionalistas de regiones industrializadas la capital ha
simbolizado un todo poliédrico, la opresión nacional, que se diversificaba en un
abanico que iba de la ineficiencia y la irresponsabilidad como capital a la
infertilidad y parasitismo como ciudad, subsumido todo en un baño de leyenda
negra en el que Madrid monopolizaba la representación de lo antimoderno, lo
irracional, lo antieuropeo, la intolerancia, el antiindustrialismo, en síntesis,
el contravalor ilustrado: lo reaccionario
Creo que la cuestión hasta el
momento ha estado pervertida por distintos tipos de proyecciones. Juan Salcedo
las ha sintetizado acertadamente en el título de su libro: Madrid
culpable. Madrid ha venido a encarnar el fracaso histórico español para los
regeneracionistas y la generación del 14. Para los nacionalistas de regiones
industrializadas ha pasado a simbolizar un todo poliédrico, la opresión
nacional, que se diversificaba en un abanico que iba de la ineficiencia y la
irresponsabilidad como capital a la infertilidad y parasitismo como ciudad,
subsumido todo en un baño de leyenda negra en el que Madrid monopolizaba la
representación de lo antimoderno, lo irracional, lo antieuropeo, la
intolerancia, el antiindustrialismo, en síntesis, el contravalor ilustrado: lo
reaccionario. Para la historiografía marxista, encabezada por Ramos-Oliveira y
Tuñon de Lara, quienes se inspiran en la crítica de los regeneracionistas y del
catalanismo de izquierda (iniciado por Almirall), la capital constituía la
personalización del bloque del poder oligárquico agrario-financiero asentado en
un marco urbano en el que el lujo suntuoso contrastaba con la miserable
situación de un pueblo levantisco que acaba siendo reprimido.
La cuestión
del centralismo no es sólo conceptual, también lo es de prejuicios. Del
unitarismo se puede predicar todos los males a los que dé lugar la forma de
organización territorial que dispone. Pero lo que no se puede ignorar que lo que
es, lo es, porque de otro modo la perspectiva quedaría truncada. Se dice que el
centralismo acapara las energías humanas del país, desperdicia y obstaculiza las
materiales al monopolizar las decisiones. El argumento implica
complementariamente que el centro de decisiones, que se beneficia de esta forma
de organización, es, por lo menos, digno de consideración por la notable
densidad o concentración que lógicamente tiene que procurarle el sistema que
encabeza. ¿Cómo se puede olvidar que esto supone para la capital volumen y
calidad humana, dentro del contexto del país, en lo político, intelectual,
cultural, social, literario, científico, administrativo, jurídico, artístico...?
n su panorámica de la vida cultural de la capital en el siglo XIX Martínez Martí
concluye significativamente que “Madrid estuvo más cerca de la cultura europea
que lo que hicieron las descripciones de ciudad inmóvil e inculta de los
viajeros románticos, y fue una ciudad más dinámica y plural que las imágenes
proyectadas por el costumbrismo como supuestas señas de identidad (Jesús A.
Martínez Martín, “La cultura en Madrid en el siglo XIX”, en Antonio Fernández
García [dir], Historia de Madrid, Madrid, 1993, pág.
564).
Volviendo al hilo de las críticas a Madrid, es importante destacar
que incluso quien más ha estado pensando últimamente en lo abusivo de la
culpabilización de Madrid, santos Juliá, he terminado reconociendo que este
juicio estaba justificado: “Madrid parece confirmar en el siglo XIX el artificio
y la culpa de su elección como capital de España” y es que Juliá hace suya la
interpretación del pasado español de la generación del 14, Azaña en particular,
y de quienes se han obsesionado tratando de explicar por qué Madrid no es como
Londres o París: “Ha dejado de ser sólo Corte, y la vieja nobleza ha entrado en
un irrefrenable declive económico, sin haber alcanzado todavía el rango de
capital y sin que afirme su presencia una burguesía que confunda sus intereses
con los de la nación. La nación (...) no encuentra en Madrid un elemento humano
en el que sustentarse: la capital de la monarquía es incapaz de sostener sobre
sus hombros a la nación española y (...) no ofrece la sólida estructura
económica y social capaz de convertirla en capital de un Estado que encarne la
soberanía del pueblo” (S. Juliá, “Madrid, capital del estado [1833-1993]”, en
Madrid. Historia de una capital, Madrid, 1994, pág.259).
El texto
compendia, eliminado la estridencias de otras versiones, la culpabilización de
Madrid. Contrariamente a Juliá, según he esbozado anteriormente, creo que sí
existe un elemento humano en Madrid sobre el que se sustentará la nación. Lo
proporcionará la política y no será nativo: son los políticos, sus familias y
todos los que buscan en Madrid un marco de movilidad social más accesible. En
Madrid se configura un mercado político (que irá irradiando submercados anejos
de forma inmediata, como el cultural: prensa, libros, impresión,
representaciones musicales, teatro...), en el que, por comparación con la mayor
parte de España, las oportunidades serán mayores. No hay que olvidar a este
respecto que el papel de Madrid se vio reforzado por el hecho d que la pérdida
de las colonias continentales en América supuso para muchos el cierre de
oportunidades de hacer carrera.
Me parece pertinente desarrollar a esta
altura la tesis de Madrid como mercado político de carácter nacional a través de
un ejemplo que dota de paisaje humano a la propuesta. Mi investigación me ha
llevado al Museo-Biblioteca Balaguer, donde me he tropezado con lo que considero
un “modelo” de participación en dicho mercado. Se trata de Víctor Balaguer
(Barcelona, 1824-Madrid, 1901), político progresista de la etapa isabelina,
constitucional sagastino y liberal en el Sexenio y en la Restauración, no de los
protagonistas del movimiento intelectual de carácter romántico de la cultura
catalana (Renaixença) a través de su amplísima labor como escritor, y muy
destacadamente como autor de la primera historia de Cataluña. Fue Balaguer quien
supo sintetizar las inquietudes regionalistas de su tiempo y dar forma al pasado
de Cataluña, proponiéndolo como una historia nacional (década de 1860),
concebida como instrumento para la toma de conciencia de la población catalana.
La obra alcanzó enorme eco y difusión.
En Madrid se entrecruzan dos tipos de concurrencia derivados de su doble
carácter. Como capital, representa el ya expuesto ámbito de carácter nacional
para la gestión de productos político-administrativos. Derivado de esta función,
y en tanto ciudad, se genera un espacio privilegiado para buscar oportunidades
de movilidad social
Su adscripción intelectual al regionalismo catalán inicialmente hacía
prever un difícil encaje de Víctor Balaguer en el ámbito político y social
madrileño. El que esto no fuera así, sino todo lo contrario, creo que refuerza
la idea de Madrid como marco neutro integrador de personalidades, redes y grupos
de interés de toda España. El hecho central es que Balaguer, que desempeñó en
numerosas ocasiones altos cargos en la administración y fue varias veces
ministro (de Fomento y Ultramar en gobiernos de Sagasta durante el Sexenio y la
Restauración canovista), no estaba en Madrid para hacer carrera en su exclusivo
beneficio y el de quienes le eran cercanos, representaba en lo inmediato a un
grupo particular de intereses, además de luchas, ya más genéricamente, por la
satisfacción de las exigencias proteccionistas de la industria textil
catalana.
La base de poder de Balaguer se sostiene sobre el hecho de que
ocupa el centro de una red de gestión, cuyos hilos son un grupo de negociantes
de Villanueva y la Geltrú y Barcelona, el entramado político liberal de, al
menos, Barcelona y Gerona, los intereses proteccionistas dirigidos por el
industrial de Villanueva, Vidal y Ferrar (presidente del Instituto de Fomento de
Barcelona) y la defensa de las posiciones de sectores ultramarinos contrarios a
las reformas en Cuba y Puerto Rico. También es miembro del consejo de
administración de la compañía de seguros La Unión y el Fénix.
Es preciso
explicar las causas por las que Balaguer es la persona elegida por estos
intereses para representarlos, porque es aquí donde cobra sentido la función de
Madrid como mercado político. En primer lugar, hay que indicar que se instala
definitivamente en la capital en 1869, en la calle de la Salud, que no tiene
domicilio en Cataluña, por lo que cuando la visita para descansar o en períodos
electorales se aloja en casa de amigos. Es patente s arraigo en Madrid.
Participa en la actividad cultural a través del Ateneo y de la Real Academia de
la Historia, sus amigos están entre lo más granado del mundo intelectual tiene
tertulia propia en su casa.
En el ámbito político de la capital tiene un
gran peso en dos periódicos, El Derecho y, sobre todo, La Mañana
(a cuyo director saca diputado por Olot). A partir de 1881, Balaguer encarna
políticamente la contestación que se extiende en muchas provincias en la
izquierda del partido liberal contra el liderazgo de Sagasta, por lo que se
califica como traición ante los sectores de la derecha del nuevo partido liberal
fusionista. Las dotes de Balaguer como político de fuste están contrastadas:
buen orador, prestigio intelectual, antiguo exiliado debido a las conspiraciones
progresistas. Pero lo que más se valora de este político es todo lo que se
deriva d sus contactos personales y amistades (en todos los partidos), su
conocimiento y pericia para gestionar ante la maquinaria humana de la
administración pública y los políticos que gobiernan, todo esto en medio de una
complicada situación de recomendaciones cruzadas de otros prohombres y
personalidades que compiten por la obtención de favores y concesiones públicas.
Balaguer se cartea con ministros ( a alguno de los cuales devuelve favores), con
altos cargos de la administración (puestos muy importantes por funcionar con
gran discrecionalidad), como subsecretarios y directores generales de Obras
Públicas, Beneficencia y Sanidad, Correos y Telégrafos, Agricultura, Industria y
Comercio, Gracia y Justicia, Propiedades, Contribuciones y
Rentas.
Balaguer ocupa, pues, la cima de una estructura establecida a su
alrededor que tiene doble vertiente. Por un lado, la red integrada por los hilos
de las relaciones personales y de negocios antes mencionadas, por otro, la red
intangible que le proporciona el conocimiento y la capacidad para establecer
relaciones que le permiten llegar con eficacia a las instancias administrativas,
políticas y de poder que componen el mercado político que constituye Madrid como
capital del Estado.
A pesar de desarrollar su actividad en el ámbito
ciudadano madrileño, debe quedar claro que Balaguer que Balaguer no persigue
hacer carrera en la administración local o provincial y su relación con ésta
sólo es episódica, no tiene ninguna base de poder en ella, su respaldo ante
Madrid está en los intereses personales, de negocios y regionales que
representa. Su carta ante estas redes de intereses está en su excelente
capacitación para desenvolverse en el mercado político
madrileño.
Balaguer no es un personaje único. Las investigaciones van
probando que Elduayen y Vega de Armijo hacían algo similar para intereses
situados en Pontevedra; Urzaiz, en Vigo; Montero Ríos y su familia, en Santiago,
diversos distritos de Pontevedra, La Coruña y Lugo; Linares Rivas, en La Coruña
capital; la familia Bugallal, e Orense; Posada Herrera y, sobre todo, Alejandro
Pidal, en Asturias; González Fiori, Groizard y Baselga, en Extremadura;
Canalejas, en Alicante; Gamazo, en prácticamente toda Castilla la Vieja; ;
Alonso Martínez, Merino y Dato, en León; la familia Sagasta, en Zamora y
Logroño; Romero Robledo, en Málaga y Cuba; Romanones en Castilla-La Mancha y
otras muchas zonas; La cierva, en Murcia. El espacio disponible no permite
ampliar una lista que sería demasiado larga, sirva esta relación a modo de
ilustración. Por lo demás, aunque todos estos políticos alcanzaron la cima de
sus carreras en la Restauración, casi todos iniciaron su andadura en el ámbito
público durante el reinado de Isabel II, por lo que creo que queda apoyada en
datos históricos la tesis esbozada en este artículo que pretende demostrar que
Madrid como capital del estado desempeña la función de mercado político de
carácter nacional, actuando, por tanto, como un factor de integración
nacional.
En suma, en Madrid se entrecruzan dos tipos de concurrencia
derivados de su doble carácter. Como capital, representa el ya expuesto ámbito
de carácter nacional para la gestión de productos político-administrativos.
Derivado de esta función, y en tanto ciudad, se genera un espacio privilegiado
para buscar oportunidades de movilidad social. Un excelente ejemplo de este
entrecruzamiento de mercados, nacional y ciudadano, lo brinda un interesante
estudio de Carmen del Moral. No es casualidad que en una de las tradiciones
consideradas más conspicuamente “madrileñas”, es decir, de la ciudad, tal
cual es el género chico, los libretos de las obras sean creación de jóvenes en
su mayor parte procedentes de la periferia que se habían trasladado a la
capital en busca de unas oportunidades que terminaron encontrando, no
como inicialmente se habían planteado a través de una carrera universitaria (y
luego política) para la que carecían de vocación, sino participando en la
composición de representaciones musicales (Carmen del Moral, “La mitificación de
Madrid en el género chico”, en Revista de Occidente, enero 1992, núm.
128, págs. 80-81). En relación con esto último, y con el repaso hecho más atrás,
de las distintas visiones de la capital, se puede extraer una conclusión de
carácter general: es algo palmario que Madrid es más una invención de escritores
nacidos en la periferia (regeneracionistas, generación del 98, proteccionistas y
regionalistas catalanes, regionalistas gallegos y de otras zonas) y viajeros
extranjeros, que fruto de la producción cultural autóctona.
En
definitiva, me parece que esta propuesta explicativa de Madrid puede contribuir
a aclarar una cuestión que hasta el momento a estado pervertida por proyecciones
de distinto tipo. Del hecho de que Madrid sea un artificio, que fuese designada
capital para una función puramente político-administrativa, no se puede concluir
que sea un fracaso, porque no tenga una importante clase industrial o comercial
dirigente, objetivo que nunca fue contemplado. Los términos de la cuestión
tienen que atender al hecho de que es sólo una capital política y de si cumplió
satisfactoriamente o no esa función. Yo creo que sí, que cohesionó al país
durante el difícil proceso de construcción del Estado liberal, lo introdujo en
la senda de la modernización mediante un acertado programa de reformas y un
centralismo con los que se pudo hacer frente a un enemigo nada desdeñable (el
carlismo y resto de resabios absolutistas, a los que hubiese venido óptimamente
una estructura de corte federal para desde ella interrumpir el proceso) y, por
último, se configuró como un marco neutral (mercado político) que sirvió para
canalizar las demandas personales, grupales, provinciales y regionales
existentes en España.
Finalmente, establecer, como se ha hecho desde el
movimiento regionalista y nacionalista catalán a partir de la obra
historiográfica de Víctor Balaguer, que una dicotomía fundamental de la historia
española del siglo XIX, sobre todo en sus dos primeros tercios, giraba en torno
a un Madrid regresivo (asentado sobre un centralismo definido como reaccionario)
y una periferia encabezada por Cataluña (defensora de un programa
descentralizador definido per se como progresivo), es un notable error de
perspectiva. Barcelona y su hinterland no fueron más que un enclave
rodeado de un territorio plagado de carlismo. Sobre esto es sumamente expresiva
la conclusión de Juan José López Burniol de que el carlismo “fue un factor
decisivo que impidió que cristalizara en España un estado unitario, centralista
y jacobino” (“El fuero y el huevo”, La Vanguardia, 5 de noviembre de
1995). En cuanto a las provincias vascas, poco queda por descubrir en torno a
este asunto. Lo central durante buena parte del XIX fue la disputa entre el
liberalismo y el absolutismo. Y, s se ha de aludir a un sistema de
representaciones simbólicas, fue Madrid quien principalmente encarnó al primero
encabezando la lucha contra la reacción, como lo volvería a hacer en 1936.
(*) NOTA DE LA REDACCION: Este artículo apareció publicado en Revista de
Occidente, nº 128 (marzo 1996), pp. 140-152.