Opinión/Editorial
Las raíces de la demagogia sectaria de la izquierda gubernamental
Por ojosdepapel, domingo, 1 de abril de 2007
Frente a la pluralidad de la derecha política e intelectual española, manifiestamente representada en la abundancia de medios de comunicación en permanente disputa (cuyos representantes significados van desde el liberalismo a los tribunos encaramados en la más cruda demagogia populista), en las familias políticas que pugnan dentro del PP bajo distintas filiaciones (liberales, democristianos, reformistas, etc.), en el debate intelectual entre los distintos grupos mediáticos, académicos y laboratorios de ideas, se alza el extraño monolitismo de la izquierda gobernante.
Las causas de esta excepcional rigidez se encuentran en la falta de pluralidad, en que la izquierda española parece estar representada casi en régimen de monopolio por un conglomerado de poder dividido en dos grandes plataformas, la política, esto es el partido socialista, y la mediática, el grupo PRISA, comandado por el poderoso magnate de la prensa Jesús de Polanco y sus consejeros y turiferarios. Ambas comparten, además de ideología y poder, intereses cruzados, cuya prueba material son las concesiones y privilegios que amplían el radio de acción mediático del citado grupo y la incorporación a los distintos departamentos ministeriales y agencias del gobierno de un sinfín de colaboradores periodísticos y empleados de PRISA en el momento en que se formó el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. El último paso ha sido el inicio de la purga de periodistas y colaboradores incómodos.

El PSOE vive una situación excepcional en su historia, sin corrientes internas, con escasísimas y pusilánimes voces discrepantes, a merced de la jefatura visionaria de un político mediocre (basta constatar su insignificancia política en el ámbito internacional a la luz de la inanidad de sus propuestas y de la irrelevancia de su liderazgo, incluso a escala europea) pero astuto en el luego corto y con una excelente imagen, cuyo éxito accidental ha colocado en sus manos el destino del partido. La consecuencia es que se ha impuesto en la organización una percepción muy determinada y simplista de la realidad, apoyada en dos pilares.

El primero es el profundo y extremado sentido de la superioridad moral respecto a sus rivales políticos, lo que ha llevado aparejado la exacerbación de un sectarismo congénito que ha cristalizado en la descalificación global de la oposición, sea de derechas sea de otros sectores e individualidades ajenos a este ámbito político (véase la reacción a la creación de Ciudadanos de Cataluña o ante las iniciativas cívicas vascas como ¡Basta Ya!), calificándola de franquista, falangista o extrema derecha, es decir, antidemocrática y, por tanto, inhabilitada para poder gobernar o ser alternativa o, simplemente, plantear reprobaciones. La obcecación en el empleo de esta vara de medir es tal que, inadvertidamente, la izquierda gobernante coincide en el diagnóstico sobre la derecha y las demás corrientes críticas con el nacionalismo terrorista vasco, que considera que la Transición fue el disfraz bajo el que continuó la presencia franquista (de ahí que exijan una “verdadera democracia”). Hay que subrayar que, por supuesto, esta concordancia sólo tiene lugar en el terreno de la retórica.

El discurso del antifranquismo retrospectivo está sustentado en la reivindicación de la “memoria histórica”, la deslegitimación del pacto de la Transición y la rehabilitación del régimen republicano heredado de la fracasada generación de los abuelos, en la que se idealiza lo que acabó siendo una experiencia histórica nefasta si se valora en términos de convivencia. La estrategia de alianzas resultado de esa convicción, y de la necesidad parlamentaria, se ha convertido en un corsé que ha limitado la capacidad de maniobra de la izquierda zapatista al depender de los apoyos de los grupos nacionalistas y segregacionistas a la hora de emprender las reformas de los estatutos con la vista puesta en un molde confederal, sin respetar los mecanismos constitucionales expresamente previstos. Además de que los hechos van demostrando que esa confianza carece de fundamento (ahí está la última opera bufa protagonizada por ERC y CiU en torno a la convocatoria de un referéndum de independencia y sus amenazas de no acatar la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el nuevo Estatuto de Cataluña), la otra gran piedra en el camino es la deriva de la negociación para apaciguar al terrorismo nacionalista vasco. Como en ninguno de los dos casos, por la propia naturaleza independentista de las organizaciones con las que se pretende llegar a acuerdos, la meta es diáfana ni el método es claro ni brilla la transparencia en las intenciones últimas, el Gobierno de la facción hegemónica de la izquierda ha acabado introduciéndose en un laberinto que erosiona su imagen pública y amenaza sus posibilidades en las futuras citas electorales. En consecuencia, la acción de gobierno ha extremado el nivel de crítica a la oposición, reincidiendo hasta la exageración caricaturesca en su carácter antidemocrático, a fin de rebajar sus expectativas de victoria.

El otro gran pilar es la cosmovisión del conglomerado de poder político-mediático que recoge y propaga una creencia que ha arraigado profundamente en la sociedad española, muy popular y extendida también en el mundo occidental, que se sintetiza en una actitud emocional primaria basada en la filantropía sentimental (buenismo). Pese a sus evidentes contradicciones, pues tiene como barrera infranqueable el interés personal más descarnado, esa noción de altruismo indoloro encaja muy bien con las pulsiones sociales pacifistas y solidarias, tan en boga que hasta forman parte del paisaje de la publicidad, de la moda, de las artes, de la ecología, en definitiva de todo aquello que está socialmente bien visto. Es obvio el componente autocomplaciente y narcisista que caracteriza a esta postura, que, indiferente a la coherencia (no son tratados ni vistos igual los abusos según quién sea el causante o la víctima), desplaza la totalidad de la culpa, de nuevo la superioridad moral resplandece con todo su fulgor, sobre un sector determinado de la sociedad, dejando al bienpensante perfectamente instalado en el confort moral y sicológico.

Este tipo de comportamiento se patentiza muy bien en el discurso de fondo del presidente Zapatero. La retórica y los términos que emplea machaconamente son ampulosos, enfatiza de forma escurridiza conceptos que sabe que serán bien recibidos (“solidaridad”, “paz, “amor”...) pero sin definir su concreción y, pese a ser el primero en zaherir a sus rivales, manifiesta con gesto estoico y de forma reiterativa que no va a responder con el insulto y la descalificación a las agresiones de quienes se oponen a sus políticas. Resulta curioso que un abanderado del laicismo como es el presidente del Gobierno recurra a modelos religiosos (el paralelo con la figura de Cristo es evidente) para potenciar su imagen pública.

El resultado de toda esta monocromía conceptual, sectarismo y percepción moral autocomplaciente de la izquierda gobernante es la corrupción del concepto fundamental que siempre ha distinguido a esta tendencia política desde el siglo XIX: la igualdad. Frente a la defensa de los derechos y libertades de los ciudadanos, en la práctica se antepone su restricción al consagrar los derechos colectivos, fruto del pacto con los nacionalistas. Por mucho que se quiera disfrazar semejante desafuero sosteniendo que habrá recursos y derechos equiparables para todos los españoles, la intención manipuladora es evidente dado que por su propia naturaleza recursos y privilegios son limitados y la aceptación de blindajes y cosoberanías implica necesariamente cesiones que desequilibrarán la balanza en favor de unos y en perjuicio de otros en función de la fuerza política, y no de las necesidades, de cada territorio.

No es extraño, pues, el hecho determinante de que profesores, académicos, escritores y periodistas con gran prestigio intelectual, que han abanderado o respaldado políticas de izquierda, se vayan alejando paulatinamente del conglomerado político-mediático de poder que actualmente lleva la iniciativa de gobierno.