José Ignacio Sánchez Sánchez es Licenciado en Historia por la Univ. de Valencia, en Filología Árabe y Hebrea por la Univ. de Salamanca. Actualmente trabaja en una tesis sobre la formación de la sociedad cortesana en el Islam Clásico

José Ignacio Sánchez Sánchez es Licenciado en Historia por la Univ. de Valencia, en Filología Árabe y Hebrea por la Univ. de Salamanca. Actualmente trabaja en una tesis sobre la formación de la sociedad cortesana en el Islam Clásico



Página del diario danés "Jyllands-Posten" del día 30 de septiembre de 2005 en el que aparecen las caricaturas

Página del diario danés "Jyllands-Posten" del día 30 de septiembre de 2005 en el que aparecen las caricaturas





Caricatura de Plantu en "Le Monde": el dibujo está construido repitiendo la frase "No debo dibujar a Mahoma"

Caricatura de Plantu en "Le Monde": el dibujo está construido repitiendo la frase "No debo dibujar a Mahoma"

Revista "El Jueves"

Revista "El Jueves"

Olivier Roy

Olivier Roy

Gilles Kepel

Gilles Kepel

Aalin Finkielkraut

Aalin Finkielkraut

Fernando Savater

Fernando Savater

Receep Tayyip Erdogan

Receep Tayyip Erdogan

Salman Rushdie

Salman Rushdie

David Irving

David Irving

Theo van Gogh

Theo van Gogh

Ayaan Hirsi Ali

Ayaan Hirsi Ali

Tayseer Allouni

Tayseer Allouni


Tribuna/Tribuna internacional
El islam y los problemas de la representación
Por Ignacio Sánchez Sánchez, viernes, 10 de marzo de 2006
Dos tipos diferentes de imágenes han ilustrado en los medios de comunicación el inesperado estallido de violencia provocado por las viñetas del diario danés Jyllands-Posten. Por un lado, las propias caricaturas de Mahoma, ya sean las publicadas en este periódico ataviado con un turbante que esconde una bomba, o restringiendo la entrada al paraíso de los mártires suicidas, sedientos de sangre y vírgenes; o bien, con mucho mejor gusto, como un rostro que emerge de la prohibición repetida mil y un veces por Plantu, y que se transmuta, gracias a la maestría del dibujante francés, en un alegato por la libertad de expresión. Otras imágenes, anecdóticas si las comparamos con las anteriores, exhuman de los manuscritos persas miniaturas que representan a un Mahoma cordial, predicando ante sus seguidores.
A grandes rasgos, estas caracterizaciones podrían servir para representar los dos extremos entre los que se mueven las opiniones que hemos podido leer y escuchar en los medios de comunicación. El terrorista que representa a una civilización ligada al terror y al martirio, ontológicamente incompatible con la modernidad y la democracia; un icono querido por los medios más conservadores, como el periódico danés que desató la crisis. Al lado opuesto, el quietismo del hombre santo, tocado por el amor de Dios y portador de un mensaje de paz continuamente malinterpretado; imagen elevada a los altares por los defensores del multiculturalismo y la mayoría de los arabistas –sobre todo los españoles que siguen ganándose a pulso su merecida mala fama-. Y entre ambas, como justo medio, la palabra hecha carne en la portada de Le Monde para amonestar a los que atentan contra uno de los más importantes logros de la civilización: la libertad de expresión.

Sería absurdo perder el tiempo con los extremistas de uno y otro bando. No creo, sin embargo, que esta crisis se pueda interpretar como un mero conflicto entre dos derechos del que ha salido triunfador el derecho a la libertad de expresión. Es fruto, en primer lugar, de la escenificación de los problemas políticos que derivan del nuevo papel desempeñado por la Unión Europea en Oriente Medio, como bien han señalado Olivier Roy o Gilles Kepel. Fundamentalmente de su política en relación al programa nuclear de Irán, de sus recelos ante el nuevo gobierno de Hamas en Palestina, condicionando la ayuda económica al abandono de la violencia, y de sus presiones sobre el régimen de Damasco, primero para que cumpliera la resolución 1559 de Naciones Unidas, que obligaba a Siria a retirarse del Líbano; después para que colaborara en la instrucción que lleva a cabo Detlev Mehlis para esclarecer las circunstancias que rodean el asesinato de Hariri, y otros crímenes en los que las maquinaciones del gobierno Sirio son más que evidentes, incluyendo el reciente asesinato de Jibran Twaini, director del periódico an-Nahar. Los ataques a embajadas occidentales en Teherán y Damasco son incomprensibles sin la directa intervención de los respectivos gobiernos. Los medios de comunicación que presentaron estos hechos como una explosión espontánea harían bien en preguntarse cómo es esto posible en países en los que es impensable dar un paso sin ser controlado por las fuerzas secretas de seguridad. Lo mismo puede decirse del acoso a los representantes de la Unión Europea en Palestina.
Porque, no nos engañemos, lo que realmente ha convertido este ridículo episodio en una crisis no son las amenazas a la libertad de expresión, sino la posible amenaza a la integridad física de las personas que vivimos en ese afortunado rinconcito del mundo donde esta libertad, con sus limitaciones, es posible. Si la protesta se quedara en una pataleta retransmitida por la televisión desde esos exóticos y poco civilizados países donde se manifiestan las masas fanatizadas hoy no estaríamos hablando de esto

Esto es así en Siria, Irán o Palestina, pero las protestas se han extendido a casi todo el mundo islámico, desde Indonesia hasta la Libia del histriónico Gadafi, reconducida no ha mucho al redil de las naciones aliadas, donde la embajada italiana fue atacada tras la lamentable comparecencia televisiva de otro bufón, el ministro Calderoni, obligado después a dimitir. Incluso en Turquía, que hizo del laicismo de Atatürk su seña de identidad y sigue apelando a él cada vez que llama a la puerta de Europa, se han concentrado miles de personas para protestar contra el gobierno danés ¿Podemos interpretar estas protestas como una simple actuación para desviar nuestra atención de asuntos más importantes, y considerar a las personas que en ellas intervienen meros títeres manipulados por el régimen de turno? ¿O estamos, como afirman algunos con insistencia, ante un episodio más del manido choque de civilizaciones?

Un buen punto de partida para demostrar lo complicado que resulta entender este fenómeno es el del despido del director de France Soir, Jacques Lefranc. Sus propios compañeros se han apresurado a denunciar un despido fundamentado en razones que atentan contra la libertad de expresión, y los artículos y editoriales han señalado a la nacionalidad egipcia del propietario Raymond Lakah como dato relevante a la hora de comprender este hecho. El propio Lakah alegó el respeto a las creencias religiosas como motivo para despedir a su director y la respuesta que se le dio fue la misma que se dirigió contra aquellos que pretendían impedir la publicación de las viñetas: no se pueden imponer las creencias particulares de una comunidad religiosa a toda una sociedad que hace uso de uno de sus derechos fundamentales, el de expresión. Sin embargo, el uso de este derecho por parte de los periodistas que con tanto entusiasmo lo reclaman deja mucho que desear habitualmente. Que yo sepa, ningún periódico ha hecho nada por evitar que el señor Lakah apareciera como uno más de los muchos fanáticos musulmanes que amenazan los sacrosantos valores de la laicidad. ¿Deberían haberlo hecho? Sí, siempre y cuando queramos entender las causas de ese fanatismo. Con este fin, y arriesgándome a ser incluido en el “partido de las causas”, creo imprescindible señalar que el propietario del grupo de comunicación al que pertenece el diario France Soir, sea o no un fanático, y a pesar de su origen egipcio, no es musulmán sino cristiano. Este hecho no lo exonera de responsabilidad alguna ni hace menos censurable su acto a ojos de sus críticos, pero rompe con la causalidad inmediata sugerida por la redacción capciosa de los medios de comunicación o, lo que es casi peor y bastante más habitual, por una redacción sencillamente negligente. Del mismo modo que la de los artículos que ligan las matanzas de cristianos en Nigeria a la publicación de las caricaturas, como si el acoso a los miembros de las religiones minoritarias fuera algo nuevo.

De hecho, en los días previos a las últimas elecciones egipcias se produjeron ataques a iglesias con la excusa, precisamente, de que los cristianos habían representado una obra de teatro en la que se hacía escarnio de la religión musulmana. No es extraño que Akram Belkaïd, escribiendo en oumma.com, una de las páginas web de la comunidad musulmana francesa más visitadas, entendiera y justificara la decisión de Lakah al despedir al director de France Soir y pedir disculpas a quienes se hubieran sentido ofendidos por las caricaturas, asumiendo que lo hacía por el miedo a las posibles venganzas de los musulmanes egipcios contra sus correligionarios, que han sufrido innumerables vejaciones en los últimos meses. La causalidad esgrimida por los analistas que asaltan los periódicos cada vez que el islam, en cualquiera de sus manifestaciones, se asoma a las portadas, es tan simplificadora y errada como el razonamiento de los responsables del Jyllands-Posten que, al pretender combatir la autocensura de los medios, han conseguido que el miedo a las represalias condicione no sólo lo que se escribe, sino también el desarrollo de las fiestas de moros españolas o los carnavales alemanes.
Pues si una cosa esta clara, a pesar de la denuncia del fanatismo sin fronteras en la que coincidían Fernando Savater y Alain Finkielkraut en sendos artículos, es que los fanáticos existen, pero las fronteras también. Y, con las diferentes fronteras, variadas motivaciones que hacen del islam un fenómeno inconmensurable sencillamente porque no existe: no podemos concebir el islam como objeto

Independientemente de que fuera el miedo a las represalias contra la comunidad copta el que hubiera motivado la decisión de Lakah, o bien un oscurantismo que le uniría al Papa Benedicto XVI, Bush, Blair, Chirac, Zapatero o Erdogan, quienes, al contrario que el gobierno danés, han lamentado la publicación de las viñetas y reclamado respeto para los símbolos religiosos; lo que es indudable es que las motivaciones que explican la conducta de un empresario franco-egipcio ante la crisis desatada por las caricaturas están determinadas por diferentes causas que apenas pueden esbozarse a partir de la presentación que de su figura han hecho los periódicos, pues al omitir su adscripción religiosa falsean de facto la información. Del mismo modo, es el miedo y no las posiciones filosóficas ante los derechos universales y particulares el que decidirá qué aparecerá o no en las filás de los pueblos durante las fiestas de moros y cristianos, o el que cortará los disfraces de carnaval en muchas ciudades con importante presencia musulmana. Porque, no nos engañemos, lo que realmente ha convertido este ridículo episodio en una crisis no son las amenazas a la libertad de expresión, sino la posible amenaza a la integridad física de las personas que vivimos en ese afortunado rinconcito del mundo donde esta libertad, con sus limitaciones, es posible. Si la protesta se quedara en una pataleta retransmitida por la televisión desde esos exóticos y poco civilizados países donde se manifiestan las masas fanatizadas hoy no estaríamos hablando de esto.

Los intelectuales que han levantado su voz contra el falso argumento que opone a estas manifestaciones las protestas ante los cines en los que se proyectaban La última tentación de Cristo o La vida de Brian están en lo cierto: si por algo es especial esta ira es porque nos da miedo, porque tememos que acabe en masacre. Lo que no es en modo alguno verdad es la relación directa entre las inofensivas viñetas y esa ira que puede llevar a la muerte. Ante todo, no todos los musulmanes son islamistas –aunque la involución que experimenta el mundo islámico esta haciendo crecer su proporción-; ni tampoco todos los islamistas son terroristas. En segundo lugar, la gente no mata por un dibujo, las causas del terrorismo son múltiples y el recurso a argumentos monocausales fundamentados en la religión es siempre un error, por mucho que la religión sea parte del discurso que alimenta el terrorismo.

Las razones individuales o locales que intervienen en esta oleada de manifestaciones y despropósitos se nos escapan igualmente; señalan a uno de los principales problemas para la comprensión de estos hechos y, en general, de los desafíos que el islamismo radical presenta para nuestros países: la falta de categorías para comprender y representar los fenómenos sociales que tienen lugar dentro y fuera de nuestras fronteras. Pues si una cosa esta clara, a pesar de la denuncia del fanatismo sin fronteras en la que coincidían Fernando Savater y Alain Finkielkraut en sendos artículos, es que los fanáticos existen, pero las fronteras también. Y, con las diferentes fronteras, variadas motivaciones que hacen del islam un fenómeno inconmensurable sencillamente porque no existe: no podemos concebir el islam como objeto.
Los problemas de las sociedades de los países islámicos no son fruto de tiempos medievales, ni de la superstición religiosa, sino de la modernidad o, mejor dicho, de sus fracasos al afrontarla; son producto del mundo de la globalización, que es el que explica, entre otras cosas, la incidencia planetaria de unos dibujos publicados en un desconocido periódico danés

Estos filósofos oponían la libertad de conciencia emanada de la Europa de la Ilustración al oscurantismo de la religión, fuera ésta la de los manifestantes musulmanes o la de los católicos que se sumaron a la defensa de los símbolos religiosos: la defensa del laicismo marcaba la frontera en este caso. Otro autor que ha hecho del racionalismo su bandera, Ibn Warraq, lanzaba desde las páginas de Der Spiegel una súplica dirigida principalmente a los que se han sumado a este último grupo: “¡No pidáis perdón!”. No hay que pedir perdón, decía el intelectual pakistaní que escribe bajo este pseudónimo, por defender con firmeza los derechos más importantes de nuestro tiempo frente a reclamaciones medievales. La frontera cronológica que Ibn Warraq hace explícita determina, de hecho, la mayoría de las apreciaciones sobre el mundo islámico.

Seguir manteniendo la ficticia frontera cronológica a la que alude este intelectual es, sin duda alguna, uno de los errores más determinantes para una recta formulación de los problemas a los que nos enfrentamos. Los problemas de las sociedades de los países islámicos no son fruto de tiempos medievales, ni de la superstición religiosa, sino de la modernidad o, mejor dicho, de sus fracasos al afrontarla; son producto del mundo de la globalización, que es el que explica, entre otras cosas, la incidencia planetaria de unos dibujos publicados en un desconocido periódico danés. Pero esta globalización no depende sólo de la internacionalización de la economía o los medios de comunicación, ni del acceso de los individuos a la información, circunstancia que nos haría dudar al aplicar estos criterios a muchos de los países implicados en la crisis de las viñetas, sino también de la capacidad para integrar fenómenos periféricos en la explicación de hechos locales. Y en este sentido, la globalización no es unívoca, como entendieron los autores del The 9/11 Commission Report cuando reconocían que: “Para nosotros, Afganistán parecía estar muy lejos. Para los miembros de Al-Qaeda América parecía estar muy cerca. En cierto sentido, ellos estaban más globalizados que nosotros”. El extrañamiento que el observador occidental experimenta al enfrentarse con las manifestaciones culturales de las sociedades musulmanas ¿es comparable al que sienten los individuos de estas sociedades y tiene la misma significación? Dudo mucho que el contenido que encierra el nombre de la lejana Dinamarca significara gran cosa hace apenas unos meses para los que ahora queman su bandera. La cita de los miembros del comité que estudió el atentado del 11 de septiembre no se refiere a los afganos, obviamente, sino a los miembros de la jihad, un movimiento difícilmente clasificable que, como muy bien dice Faisal Devji, es la causa última de la globalización del islam al haber despojado sus objetivos de todo contenido político y convertido los medios de sus acciones en el verdadero fin, un fin revestido de la ética individual del martirio.

Sin embargo, hay una cesura fundamental que casi todos los argumentos aportados en la ceremonia de confusión desatada por las caricaturas pasan por alto. No podemos pretender que los medios de comunicación nos ofrezcan una imagen nítida de la pluralidad del mundo islámico, sobre todo si muchos son aún incapaces de distinguir entre árabes y musulmanes. Pero debemos subrayar una diferencia elemental, la que separa a los musulmanes que viven o son ciudadanos de los países del llamado primer mundo y aquellos que no. El rasgo que diferencia esta crisis de anteriores intentos de limitar la libertad de expresión es precisamente el hecho de haberse producido también fuera de las fronteras de los países occidentales. El caso Rushdie, si bien originado por una fetua del imam Jomeini tuvo infinitamente más incidencia en Europa y Estados Unidos que en los países islámicos, incluído Irán, como recuerda Fred Halliday. Las protestas por la obra de teatro Aisha, que no llegó a estrenarse en Rotterdam no cruzaron las fronteras holandesas. Tampoco la repercusión de la crítica al islam que Theo van Gogh hizo en Submission y que le costó la vida tuvo eco fuera de nuestro continente, y las amenazas a la diputada del Partido Demócrata Liberal holandés (VVD) Ayaan Hirsi Ali han partido de musulmanes que tienen residencia o ciudadanía europea.
Como ha señalado Olivier Roy, la respuesta de los musulmanes europeos, a pesar del impacto mediático que tuvieron las pancartas londinenses en las que se llamaba a acabar con la civilización occidental, ha sido sumamente cauta. Los cauces para protestar contra la publicación de las caricaturas han sido los legales, la interposición de demandas tanto en Inglaterra como en Francia, Alemania o España, aunque en nuestro país la respuesta ha sido prácticamente inexistente

Ha habido, no hace mucho tiempo, intentos de internacionalizar algunos conflictos acaecidos en países europeos y denunciados por organismos musulmanes como una discriminación religiosa. Es el caso del cierre de la escuela musulmana de la “via Quaranta” en Milán, o el de la condena en España del periodista Sirio de al-Jazeera Tayseer Allouni. En el primer caso, que tuvo lugar el pasado mes de septiembre y fue motivado por el cierre de una escuela musulmana “consentida” desde hacía tiempo, las quejas de los musulmanes italianos llegaron a las páginas de los medios de comunicación árabes. El diario de Riad al-Watan comparaba al Ministro de Justicia italiano, Castelli, nada menos que con al-Zawahiri y en Italia Il Giornale respondía con toda una portada dedicada a los ataques de los medios islámicos contra la liga. No obstante el asunto no pasó de ahí. La condena por la Audiencia Nacional española de Tayseer Allouni, periodista famoso, entre otras cosas, por haber entrevistado a Bin Laden, se presentó como un atentado a la libertad de expresión y la página web de al-Jazeera tuvo en su portada durante mucho tiempo un enlace a páginas en las que se apoyaba al periodista y se tildaba a la justicia española de servil y violadora de los derechos humanos. El asunto tampoco tuvo mayor trascendencia.

Hay, sin embargo, otro antecedente que puede ser ilustrativo. Pasó desapercibido en España, pero sí tuvo serias repercusiones en Estados Unidos, donde el Muslim Public Affairs Council intentó impedir la publicación del número de la revista Newsweek del 28 de julio de 2003; y en Pakistán, donde el ministro de interior secuestró esta edición. El origen de estos desvelos era un artículo sobre un ensayo que, a simple vista, difícilmente podría considerarse una amenaza por las enormes dificultades que plantea su lectura: Die Syro- Aramäische Lesart des Koran. Ein Beitrag zur Entschlüsselung der Koransprache, escrito por un lingüista que oculta su identidad bajo el pseudónimo de Christopher Luxenberg. Para comprender el contenido de este libro el lector, además de ser capaz de leer el idioma alemán en el que está escrito, debería tener nociones de griego y un amplio conocimiento de varias lenguas semíticas, fundamentalmente el árabe, el hebreo y el siríaco, competencia que no está al alcance de muchos. Sin embargo, algunos de los medios de comunicación más importantes del mundo, como el New York Times, The International Herald Tribune, The Guardian, Liberation, Die Süddeutsche Zeitung, L’Expresso, o el citado Newsweek dedicaron varios artículos a esta obra. Fue un pequeño escándalo con repercusión internacional. El peligro que este libro entrañaba para los organismos musulmanes que actuaron en su contra se debe a que Luxenberg plantea la más irreverente de las tesis para un musulmán creyente: que el Corán es en realidad un texto misceláneo compuesto a partir de otros textos cristianos escritos en siríaco, textos transmitidos usando la deficiente caligrafía árabe que dieron forma a tradiciones heréticas convergentes, finalmente conocidas como islam. El pasaje más popular de esta obra es el que reconstruye el confuso párrafo en el que el Corán habla de las vírgenes que esperan a los mártires en el paraíso; Luxenberg ensaya otras posibles lecturas y llega a la conclusión de que lo que realmente aparecía en el texto siríaco original, falseado luego en el Corán, eran “uvas blancas” y no huríes de bellos y negros ojos. A simple vista, poco es lo que diferencia la respuesta a esta irreverencia de los ejemplos anteriores; de hecho, las novelas de Rushdie también tuvieron problemas para editarse en la India y Pakistán –y no sólo Los versos Satánicos-. Sin embargo el caso de Christopher Luxenberg tiene un componente original que permite hacer una comparación con la crisis de las viñetas.

El libro de Luxenberg, a pesar de su complejidad y de no haber recibido demasiada atención en el mundo académico hasta bastante tarde –no aparece, por poner un ejemplo, en el catálogo de las bibliotecas universitarias españolas-, fue ampliamente discutido en un espacio global que algunos autores han bautizado como la umma virtual, es decir, los foros de internet dedicados a discutir sobre el islam. No me refiero a páginas de contenido confesional destinadas a asesorar a los musulmanes que viven en países occidentales sobre problemas de culto, ni a las de sesgo claramente islamista que transmiten los sermones y las fetuas de los imames más incendiarios, sino a páginas sostenidas fundamentalmente por universitarios musulmanes, residentes sobre todo en Estados Unidos, que mantienen un diálogo virtual con autores que oponen los logros de la ciencia a los de la religión. Tal vez el ejemplo más destacado es islamic-awareness.org cuyo objetivo es defender al islam de los ataques de cristianos y orientalistas. El rasgo más interesante de los textos que encontramos en estas páginas es que convierten la historia y la filología en un arma dialógica esgrimida contra aquellos intelectuales que han estudiado el mundo islámico de forma rigurosamente histórica –por desgracia es algo inusual entre los orientalistas- y en los propagandistas que se valen de estos estudios para atacar la verdad histórica del islam. El citado Ibn Warraq, paradigma más claro de los que engrosan este segundo grupo, comentaba este libro en las páginas de The Guardian mofándose de los mártires suicidas, que no mueren por vírgenes sino por uvas. Nos encontramos, por tanto, en un diálogo de sordos que no trasciende las fronteras del paradigma puramente religioso: atacando la verdad histórica del islam nos defendemos de su amenaza piensan unos, defendiéndola, dicen los otros, nos ponemos a salvo de la amenaza orientalista. El fenómeno, si bien poco tiene en común con las viñetas de marras, nos sitúa ante un escenario diferente, una comunidad globalizada definida por su identidad religiosa, pero muy real y completamente ajena a las representaciones que aparecen en los medios de comunicación. Basta con teclear en un buscador de internet los nombres de los principales investigadores que han escrutado críticamente las fuentes empleadas para reconstruir la historia de los primeros siglos del islam –John Wansbrough, Patricia Crone o Michael Cook- para encontrar foros en los que se les califica de amenaza y se proponen interpretaciones alternativas que “demuestran” la interpretación canónica de los orígenes del islam. El libro de Luxenberg que, no lo olvidemos, escribe ocultando su identidad bajo un pseudónimo, tuvo una respuesta internacional que incluso motivó demandas judiciales. Relacionar esta toma de posición con las manifestaciones de Irán o Nigeria es un absurdo, por muy musulmanes que sean los que en ellas toman parte, pero la respuesta existió y se planteó formalmente en términos similares a los que escuchamos estos días y que afectan, en primer lugar, a la libertad de expresión y a la escritura de la historia. Ni que decir tiene que el revisionismo de estos autores ha sido comparado, apelando a la dimensión de la ofensa, con el de quienes han reescrito la historia europea negando el holocausto.

Si nos fijamos en las reacciones de los musulmanes europeos, algunos de cuyos miembros han reaccionado de forma violenta ante los casos antes mencionados, comprobamos igualmente que la representación de su comunidad como un todo hace imposible interpretar el verdadero origen de sus respuestas. Como ha señalado Olivier Roy, la respuesta de los musulmanes europeos, a pesar del impacto mediático que tuvieron las pancartas londinenses en las que se llamaba a acabar con la civilización occidental, ha sido sumamente cauta. Los cauces para protestar contra la publicación de las caricaturas han sido los legales, la interposición de demandas tanto en Inglaterra como en Francia, Alemania o España, aunque en nuestro país la respuesta ha sido prácticamente inexistente.

No obstante, lo que se dirime bajo el malestar que han provocado los dibujos va mucho más allá de los sentimientos ofendidos que, legítimamente, pueden sentir y expresar quienes se creen víctimas de la islamofobia. Es precisamente el debate en torno a éste concepto el que puede arrojar un poco de luz sobre las profundas diferencias entre la postura que los musulmanes franceses han adoptado ante este escándalo y la de los musulmanes británicos o, al menos, aquellos musulmanes que tienen voz pública y gozan de medios de comunicación en los que expresar sus ideas, fundamentalmente a través de internet.

Al margen de las declaraciones oficialistas del Consejo Francés del Culto Musulmán, continuamente desautorizado por numerosas organizaciones musulmanas al interpretar su existencia como una interferencia de la laica República Francesa en la esfera privada de lo religioso, el malestar expresado por los musulmanes franceses debe entenderse no en el contexto esencialista de la umma sino en el contexto político francés, más concretamente en la apropiación del discurso de la izquierda. En los últimos años se han sucedido los debates y las publicaciones destinadas a conceder a la islamofobia un lugar en el espacio público y normativo similar al que ostenta el antisemitismo o la judeofobia. Conviene recordar que el tratamiento de la crisis israelo-palestina tiene en Francia un correlato que se inscribe en la pugna entre el secular discurso antisemita y la defensa intelectual de la minoría judía francesa. El “j’acuse” acude a las páginas de los medios de comunicación cada vez que se denuncian los abusos y violaciones del gobierno de Israel. Y todos conocemos bien el papel que la situación de Palestina desempeña no sólo en el imaginario del islam político, sino también en el discurso de la izquierda francesa, de la que forman parte numerosos intelectuales surgidos de las poblaciones inmigrantes y que suelen calificarse, obviando la aporía, como musulmanes laicos. Basta ojear las páginas de la publicación señera de la izquierda francesa, Le Monde Diplomatique, para darse cuenta de los cauces de este debate, sobre todo los artículos polémicos con el campeón de la denuncia zoliana, Bernard Henri-Lévy. El ejemplo más evidente, sin embargo, es la condena de Edgar Morin, él mismo judío, Jean-Marie Colombani, Sami Naïr y Danièle Sallenave por “difamación racial”, tras la publicación de un artículo crítico con el gobierno de Israel en el diario Le Monde. A los libros publicados recientemente en Francia sobre judeofobia, han seguido otros que intentan situar el concepto de islamofobia a la misma altura. La legislación que condena la difamación antisemita y el negacionismo, sumamente dura en Francia, y que ha vuelto a situarse en el centro de atención de los medios con la condena de David Irving por los tribunales austriacos, se considera un atentado a la misma libertad de expresión que ahora se reclama ante las quejas de los musulmanes. Difícilmente entenderemos los argumentos de las protestas por las caricaturas en Francia si no tenemos esto en cuenta.

El caso inglés es todavía más claro, pues se inscribe en una tradición que parte desde los años 80 y ha coincidido con los debates públicos y parlamentarios sobre la llamada “ley Atkinson”, por la tenaz oposición que el conocido cómico ha mantenido a la Ley contra el Odio Racial y Religioso, rechazada por el Parlamento Británico en su primera redacción y finalmente aprobada el día 1 de febrero de este año tras sufrir numerosos cambios y ser suavizada. Los musulmanes británicos han venido denunciado desde hace dos décadas la situación legal en la que se encuentran al percibirla como una discriminación. La respuesta británica a la inmigración produjo, a medida que la presencia de las minorías se hacía más patente, diversos episodios de racismo ante los que la administración respondió inspirándose en la experiencia americana del racismo contemporáneo contra su población negra. La base para la discriminación de las minorías en el Reino Unido, sea esta positiva o negativa, era la etnicidad; la identidad del sujeto de derecho a estos efectos dependía, por tanto, de su origen étnico y el criterio para establecerlo partía asimismo del dualismo racial estadounidense: blanco o negro. Los musulmanes pakistaníes podían reclamar sus derechos y denunciar discriminaciones en tanto que “negros” pero no como musulmanes. Es decir, un aspirante a un puesto de trabajo discriminado por ser asiático o africano podría interponer una denuncia por discriminación siempre y cuando ésta se debiera a su origen, pero no lo podría hacer si el fundamento del rechazo fuera religioso.

El escándalo de las viñetas de Mahoma irrumpe en la escena británica cuando los musulmanes, aprovechando el debate generado por esta ley, presionaban para ser reconocidos como grupo étnico en tanto que musulmanes, tal y como lo están los judíos y los sijs. La exigencia de una protección contra los ataques a su comunidad, aunque pueda y deba interpretarse en muchos casos como una pretensión de recortar la libertad de expresión de los medios, debe enmarcarse principalmente en las exigencias por definir una identidad no en abstractos términos culturales, sino en el marco normativo vigente en el Reino Unido.

Ni que decir tiene que en todos los países europeos podremos aislar numerosos imames que aprovechan el sermón de los viernes para lanzar proclamas incendiarias. Y que hay muchos musulmanes residentes en Europa o ciudadanos europeos que han interiorizado por completo el discurso esencialista del islamismo radical y los voceros del choque de civilizaciones. La respuesta a la presunta blasfemia que constituye la representación gráfica del profeta del islam, como probaban las pancartas de Londres, también es reflejo de estos discursos.

Lo que en modo alguno es admisible es pretender interpretar estos desafíos volviendo a la “gran dicotomía”. No podemos proyectar la categoría de umma, que en el caso de los intelectuales españoles es una transmutación de los caracteres más demonizados del nacionalismo, sobre individuos que construyen su identidad a diario en base a innumerables factores entre los que la religión juega, obvia decirlo, un papel sobresaliente. Tampoco podemos definir el mundo islámico en función de las vilezas y humillaciones que sufre a manos del “mundo occidental”, despojando a sus miembros de un papel activo en la factura de su propia historia y convirtiéndolos en meros títeres que bailan al son de imperios y dictaduras, sin otra expresión de su rebeldía que el odio y el martirio al que les impulsan.

La percepción de un fenómeno transnacional como el escándalo de las caricaturas o los episodios que le han precedido, solo puede entenderse en este mundo globalizado en función de sus interpretaciones locales. Al margen del dolor causado más que por el objeto de la ofensa por la voluntad de ofender, solo las coordenadas locales nos permiten apreciar con claridad los diferentes problemas que nos sitúan ante la falta de libertades políticas en la totalidad de los países musulmanes, pero también ante los problemas para dar forma a identidades cambiantes y conflictivas en las comunidades de inmigrantes de los países democráticos, sea un egipcio convertido al islam por la ignorancia de la prensa, los universitarios americanos que encuentran en internet un medio de oponer la fe a la ciencia, o los musulmanes que viven apasionados debates en Francia o Inglaterra. Frente a esto sólo cabe dotarse de categorías que permitan representar el complejo mundo del que forman parte individuos que profesan la religión islámica, huyendo siempre de la definición esencialista de la identidad y de la hermeneútica culturalista. Reconociendo en las diferentes posturas que estos individuos pueden adoptar una identidad cambiante, que evoluciona y se construye en función de la posición que ostentan en la sociedad y de las relaciones que mantienen con los demás.