La idea de que el exterior desaparece abre, a partir de una metáfora cautivadora,
una perspectiva inquietante. La
advertencia no es nueva, se podría incluso afirmar que el pensamiento occidental
no ha hecho mucho más en los últimos ciento treinta años que intentar alumbrar
un pensamiento del afuera, es decir, una forma de no dejar a las ideas
asfixiarse en el aire saturado de una cultura ensimismada, incapaz de vislumbrar
alternativas al modelo de razón instrumental desde el que se ha gobernado la
gestión de la herencia ilustrada.
En nuestro tiempo, como explica
Méndez Rubio, la sobreproducción de información, de gadgets, de teorías, de objetos, de
imágenes o de temores degenera en “pensamiento único”, es decir, impotencia a la
hora urdir alternativas a una política y a unas formas sociales cuyo resultado,
además de la pobreza y la injusticia, es la explosión publicitaria de las formas
de la privacidad en detrimento del espacio público. Dice el autor: “La hipóstasis de la domesticidad y
la privacidad, con todo su estallido irrefrenable de nuevos mobiliarios,
decorados, pasajes y estancias, convierte el espacio privado en el epicentro de
la experiencia social, al precio, claro está, de funcionar como espacio
compensatorio del debilitamiento de los espacios comunes, de la desrealización
de lo social que conlleva la experiencia de la multitud como fantasmagoría.”
(42) Méndez Rubio no evita acudir a los territorios donde se materializa esa
pérdida: la calle, antiguo epicentro de la vida comunitaria, se vacía,
convertida en mero escenario propagandístico o no-lugar destinado al tránsito
anónimo.
Este proceso es asociado a un
“fascismo de baja intensidad”, un fascismo que “carece de solución final porque
no la necesita” (115) Es importante asumir con sus aristas esta
terminología porque lo que se
cuestiona es la visión aquietadora que vincula el
final de los viejos regímenes autoritarios con la mundialización de la
democracia. Lo que falla en este discurso es la presunción emancipatoria, en la
cual la masa es cotidianamente aleccionada, ya no desde las delirantes soflamas
del Reichstag sino desde la sugestión
dulce de unos medios que nos quieren, y nos quieren porque, en tanto que
consumidores, somos su obediente clientela. El mayor logro del régimen es normalizar su dominio, presentarse como
incuestionable, convirtiéndonos en ciudadanos indiferentes a los que los
gobiernos pueden dirigirse insistiendo en que “no podemos actuar de otra manera,
no hay alternativa”.
Allá donde se extiende el principio
de que no hay elección quedan desactivados los impulsos a la desobediencia. El
autor cree, no obstante, que sí es posible articular discursos antagónicos, lo
que arrastra la disposición a la acción insumisa. Esa acción debe ser organizada
y transitiva, debe transportar propuestas, pero debe asumir también el riesgo de
una cierta dispersión. Para ser más exacto, lejos de viejas escatologías de la
tradición revolucionaria, la resistencia debe aprender a instalarse en su propia
incertidumbre, ya que su inspiración son prácticas políticas, sociales y
culturales no colonizadas por el Estado y los medios de masas. En este enfoque, que bebe de las aguas
del anarquismo, se puntualiza que la denuncia de la dictadura de los mercados, a
la que insistentemente nos referimos todos durante la recesión, no es entendible
sin advertir la complicidad de unos estados que se han desenmascarado en estos
años como agentes de vigilancia y garantes de la brecha socio-económica y la
hegemonía cultural.
En
las páginas de La desaparición del
exterior no nos encontraremos sólo con un escrito urgente, comprometido y admirablemente
documentado, estamos ante un texto de lectura necesaria, puesto que
–parafraseando a Ortega y Gasset- queremos que nuestra condición no
consista justamente en no saber lo que nos pasa. Bajo la mirada escrupulosa de
Antonio Méndez Rubio atenderemos a una polifonía que nunca llega a confundir,
pues todo toma forma dentro de una cartografía incierta pero razonable y
seductora. En ella encontramos la
reflexión sobre los restos del Holocausto o la vigencia de las visiones de
Gramsci o Adorno, pero también sabremos lo que nunca se nos ocurrió pensar del
gato Garfield, las películas de
la Disney o
los astutos spots de
Ikea.