Observemos
con atención. Tres jóvenes
cerditos asumen la emancipación familiar construyéndose
cada uno una casa. El primero, violinista dado a la holganza, levanta su
vivienda con montones de paja y cuelga en las paredes posters de cerditas sexys
vestidas de hawaianas. El segundo, flautista y tan poco amante del trabajo como
el anterior, llena las paredes de
su casa de débiles tablones de madera que alegra con imágenes de lo que parece
ser él mismo celebrando éxitos deportivos. Al concluir acuden a casa del tercero
mientras cantan y bailan al son de sus instrumentos, propios de gitanos y gentes dedicadas al
nomadismo y la vida disipada. Le encuentran en plena faena, pues ha decidido
construir su casa con ladrillos, lo que resulta mucho más laborioso. Se burlan
de él porque su ascetismo le impide salir a gandulear y divertirse. Él les
espeta enojado que sus débiles residencias no resistirán la amenaza del lobo,
cosa de la que sí será capaz el ladrillo, a lo que estos contestan con una
risotada y la célebre canción “¿Quién teme al lobo feroz?”
Es
éste el momento justo en que aparece el aludido, un lobo especialmente
hambriento, cruel y artero. La
huida despavorida de los dos cerditos les lleva a encerrarse en sus casas
respectivas, que revelan su
fragilidad cuando el lobo consigue derribarlas a soplidos. A duras penas escapan para pedir
protección al hermano mayor. En sus muros también hallamos imágenes presidiendo
las paredes, son justamente las de aquello que los hedonistas e irresponsables
hermanos han olvidado: la familia, es decir, la madre, una cerda tumbada que
amamanta a una larga retahíla de cachorros, y el padre –una imagen bastante más
siniestra-, cuyo cuerpo ha cumplido su misión en la vida convirtiéndose en jamón
y salchichas. El lobo tratará de
entrar haciéndose pasar por un mercader. Al no conseguirlo volverá a hacer uso
de sus fuerza pulmonar, pero esta vez sus soplidos no podrán con la consistencia
del ladrillo. Ante sus vanos intentos, el cerdito mayor se burlará tocando el
piano, también construido de ladrillo. Sin resuello, el artero depredador creerá
haber ganado al descubrir la chimenea, pero saldrá con el rabo entre las piernas
al caer en la trampa de agua hirviendo con aguarrás que le ha tendido el
cerdito. Todo sucede mientras
Violinista y Flautista se ocultan presas del pánico bajo la cama.
Estamos
ante un apólogo, una fábula cuyo nada oculto propósito es el aleccionamiento, y
no sólo el infantil. En plena Gran Depresión, la sensación generalizada en
América de que un proyecto de vida podía ser descuajado por imprevistas pero
frecuentes tormentas económicas convertía la prudencia en cuestión de
supervivencia, mientras que los presuntuosos e irresponsables aparecían como
destinados a ser tragados por el torbellino del crack, cuya cruel severidad con las
familias norteamericanas parecía arrastrar connotaciones de castigo bíblico. No
conviene tampoco soslayar el peso que sobre el alma norteamericana tienen los
tornados, cuyo vigor destructivo, que convierte a las empresas de seguros en
pieza clave del sistema financiero nacional, puede muy bien resumirse en los
ataques del lobo: “Soplaré, soplaré, soplaré, y tu casa
derribaré.”
Los
contornos que definen el mapa moral de este viejo relato que Walt Disney
actualiza ofrecen perfiles muy definidos.
Por un lado el esfuerzo nos salva y permite edificar una biografía
aceptable para la comunidad; por el otro, la molicie o, lo que es lo mismo, la
falta de coraje para abandonar la eterna adolescencia, convierte a los sujetos
en nómadas sin hacienda ni patrimonio estables, hobos o homeless expuestos a la ruina ante la
primera ventisca y destinados a pedir asilo y parasitar las haciendas de los
familiares que sí supieron ser previsores.
Pero
la interpretación que en sus dibujos animados ofrece Disney requiere cargas de
mayor profundidad. En aquel tiempo
los EEUU vivían las consecuencias de una crisis financiera que, entre otras
cosas, se asociaba a un boom inmobiliario, el primero del que
tenemos noticia en Occidente. No es entonces inocente el alegato a favor del
ladrillo. La fábula ofrece también una interesante comparación entre los objetos
de identificación de cada personaje. Mientras Previsor toca el piano,
habitualmente heredado y destinado a la vida sedentaria, los otros dos se
entregan a instrumentos ligeros y más apropiados para una vida individualista y
sin anclajes. Esta lógica se extiende a las imágenes de las paredes: mientras
Flautista y Violinista homenajean su vanidad y su irresponsable hedonismo,
Previsor proclama su vínculo con la familia, es decir, construye su emancipación
desde la determinación de proteger
el legado espiritual de sus mayores, por más que la imagen de Daddy hecho salchichas dé a pensar a los
maliciosos que el único cerdo bueno es el que dócilmente acepta que su destino
es un matadero industrial y reglado, no como aquellos que, por no avenirse,
terminarán peor, es decir, entre las fauces de algún depredador.
Este
personaje marca la línea entre el bien posible y el mal irredimible: al
contrario que los cerditos haraganes, el lobo es un malvado vocacional, está
destinado como todo delincuente a encontrar el momento de debilidad del orden
social para entregarse a una orgía de destrucción. Es imprevisible, una fuerza
oscura y salvaje que no dudará en servirse de la astucia para confundirnos. Por
eso aparece con piel de cordero y como mercader –otra vez las resonancias
bíblicas en ambos casos- para que los cerditos le dejen entrar en sus casas. No
son representaciones inocentes: el mercader aparece con el atavío que la visión
tópica atribuye a los judíos, vende baratijas “para pagarme los estudios”, casi
como un mendigo, y todo sucede mientras la música convencional del relato es
brevemente sustituida por el aire oriental de un violín. El lobo aparece como un
judío –el pueblo errante-, y es conocida la fobia antisemita del fundador de la
compañía de producción de cultura de masas más influyente de la historia, quien
incluso llegó a relacionarse personalmente con los héroes del fascismo europeo.
Eso fue antes de la Guerra; después, por supuesto, los intereses
patrióticos fueron ya los únicos en el corazón de Walt.
Las niñas siguen queriendo ser
princesas
Más
de ochenta años después de Los tres
cerditos, cuyo visionado actual otorga al cortometraje perfiles duros y
políticamente incorrectos, diríamos
que en The Walt Disney Company no han cambiado demasiadas
cosas. Pero no es del todo cierto, acaso se mantenga lo esencial del ideario fundacional, pero
si hablamos del grupo mediático más poderoso del mundo es porque ha sabido ir
adaptando su modelo a una sociedad en continua transformación. En otras
palabras: el esquema moral que refleja aquel corto de 1933 corresponde a un
estadio fordista del capitalismo
norteamericano, aún necesitado de legitimar sus prácticas en una constelación
valorativa tradicionalista y fuertemente impregnada de puritanismo. Se trata de
una sociedad permanentemente amenazada por la miseria, la guerra y la
descomposición, y necesitada por tanto de establecer vínculos entre individuos y
grupos muy heterogéneos y alejados entre sí, lo que requiere signos visibles,
sencillos y con gran poder de identificación.
Se
dice, sin embargo, que Disney sigue transmitiendo en plena posmodernidad valores
reaccionarios. Sesudos y certeros análisis de algunos de los más influyentes
largometrajes de las últimas décadas detectan toda suerte de huellas de
ideología patriarcal, militarista o racista en El Rey León, Mulan, Aladdin, Pocahontas o La bella y la bestia, pero puede ser más
útil observar la producción de infantería que, a través de la televisión -de pago o en abierto- ofrece
actualmente la factoría. Por ejemplo, uno de sus últimos seriales, seguidos
sobre todo por niñas de muy corta edad, La Princesa Sofía, ofrece la ventaja de
sostener algunos de los motivos más recurrentes de la tradición de la marca y, a
la vez, incorporar las pautas de la corrección política, la supuesta
emancipación de la mujer y la
democratización light que asociamos a
las sociedades tardoindustriales.
Sofía
es hija de una bella mujer que vive en una aldea –nada sabemos del padre- a la
que el viudo Rey Roland III elige como esposa. Detectamos un irónico guiño a la mítica
Cenicienta –personaje crucial en la historia de la Disney- en la gestación del morganático
matrimonio real: la madre de Sofía fabrica el zapato que habrá de encajar en el
pie del monarca. El problema que vertebra la narración es la presión que recibe
la joven plebeya por adaptarse a los rigurosos formalismos de la Corte. Se trata
de una revisión amable del mito de La
fierecilla domada o My fair lady.
Las sombras de su nueva vida caerán sobre Sofía por la proximidad de su
hermanastra Amber, princesa de cuna y formación, que martiriza a Sofía por la
supervivencia en su conducta de modales propios de la chusma y que entorpecen su
adaptación. Pero el problema de trasfondo, aparte de la envidia que suponemos a
la primera heredera de Roland ante la llegada de la advenediza, deriva de que
Sofía no desea ser princesa a cualquier precio. Su condición para adoptar los
nuevos modales es preservar su identidad natural, sus viejos amigos, sus filias
anteriores al matrimonio real. El verdadero conflicto no es si Sofía sabrá estar
a la altura y ser aceptada en un sistema aristocrático que intuimos dominado por
el aburrimiento, esclerotizado por la falta de aires nuevos. El gran problema es
cuánta autenticidad habrá de ceder Sofía por convertirse en princesa, si
finalmente habrá de desprenderse de su identidad por realizar el sueño de reinar
y desatar la admiración de sus plebeyos.
La
Princesa Sofía, producto
particularmente irritante y víctima de una insoportable iconografía del estilo
que la Disney implanta en sus producciones infantiles, plantea la fantasía femenina por excelencia desde el tamiz
de la corrección política, es decir, reinar, ser hermosa, llevar maravillosos
vestidos, montar imponentes caballos y tener criados y vasallos, pero desde una
pretensión democratizadora,
consistente en permitir las distinciones sociales sólo al precio de que la
oligarquía acepte acercarse de vez en cuando a los sentimientos y costumbres de
los plebeyos. En otras palabras, en Sofía se busca la imposible síntesis entre
el deseo de ser auténtico y natural y el de formar parte de la casta de los
opresores. Sólo es un cuento para niños, o mejor dicho, para niñas, pero no es
inocente.
El
consumo como ideología
“Divertirse
significa estar de acuerdo”, Adorno y Horkheimer nos ponen sobre la pista del problema
suscitado por la hegemonía de la cultura de masas. La diversión, taylorizada por las corporaciones a
través de los media y entendida como el aislamiento del sujeto respecto de la
capacidad de cuestionar, termina significando apología de la sociedad:
“Divertirse significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el
dolor, incluso allí donde se muestra. La impotencia está en su base. Es en
verdad huida, pero no, como se afirma, huida de la mala realidad, sino del
último pensamiento de resistencia que en realidad haya podido dejar aún. La
liberación que promete la diversión es la liberación del pensamiento en cuanto
negación”. (Adorno y Horkheimer, 189)
Es
crucial asumir las implicaciones de esta advertencia, pero con eso no queda todo
resuelto. Lejos de escapar al consumo, al cual nos invitan con su colosal
despliegue propagandístico las productoras de mainstream (1), lo que propongo es un seguimiento
analítico y riguroso de tales productos. Es más, en la línea propuesta por un
pedagogo crítico como Henry Giroux, considero que la escuela no sólo no debe
eludir tales productos, sino que ha de tomar la iniciativa de enseñar a los más
jóvenes a enfrentarse a ellos con una mirada aguda y activa, evitando la
pasividad y el conformismo a los que el discurso del entertainment sobre la inocencia –tan
característico de la Disney- parece abocar a los miles de millones de personas
que en todo el mundo consumen sus productos. En este sentido es muy útil remitirse a
la consigna que en los sesenta lanzó Umberto Eco, la cual alteró seriamente la
percepción que desde el ámbito académico existía respecto a la cultura masiva.
Dejemos de preguntarnos, pide Eco, si es bueno o malo que exista la cultura de
masas, situémonos en el punto adecuado y replanteemos el conflicto: “Desde el
momento en que la presente situación de una sociedad industrial convierte en
ineliminable aquel tipo de relación comunicativa conocida como conjunto de los medios de masa, ¿qué acción
cultural es posible para hacer que estos medios de masa puedan ser vehículo de
valores culturales?” (Eco,
66)
Desde
su fundación la compañía Disney ha tenido el propósito de representar el “sueño
americano”. Lo advertimos –es un
simple ejemplo entre otros muchos- en Los
tres cerditos: ascetismo del trabajo, puritanismo moral, valores
tradicionales de la familia nuclear, rechazo de las conductas dispersas o no
integradas, maniqueísmo, patriotismo blanco y protestante, patriarcalismo.
Conviene, como hemos hecho, elucidar los componentes más duros de este mapa
ideológico, los cuales tienden a
quedar ocultos o a desviarse de forma simbólica en la narración.
A
medida que avanza el siglo y la Disney, perfectamente instalada en las
posiciones hegemónicas del negocio mediático, se ve en la obligación de ir
limando las aristas de su discurso clásico, se va perfilando el discurso que
proclama la libertad como libertad de elección en el mercado. En otras palabras,
lo que la Disney ofrece en las últimas décadas es la identificación de la
libertad con el consumo. Insistentemente la compañía –como ya sucedía en vida del
fundador- ha expresado su alergia a cualquier forma de ideología, como si eso de
la inocencia pudiera reclamarse desde la ingravidez, como si el entretenimiento
y la fantasía no sustentaran un inmenso negocio global y un eficaz ejercicio de inyección de
valores.
Para
divisar la trascendencia del giro que la Disney experimenta y que lleva al orden
actual, es decir, para entender qué elementos del sueño americano han ido
reconfigurándose desde Los tres cerditos
hasta La Princesa Sofía, es útil
fijarse en el modelo de espectáculo que domina los parques temáticos de la
compañía: crean escenarios ideales y expurgados de drama y conflicto, un paisaje
moral idílico del que los elementos negativos o ambiguos han quedado
minuciosamente eliminados o desprovistos de su poder para generar controversia.
Pero
los parques temáticos, como las películas, son sólo una pequeña parte –aunque la
más reconocible- de un sistema sumamente complejo y ubicuo que, desde la llegada
de Michael Eisner a la presidencia de la Compañía, ha ido aprendiendo la técnica de los productos derivados.
Este fenómeno es más fácil de entender en los EEUU, donde Disney es poco menos
que una religión y el ratón Mickey un ídolo de multitudes bajo cuya influencia
han crecido ya varias generaciones. Centros de vacaciones, cruceros,
desfiles, teatro, fuegos artificiales,
infinidad de objetos de merchandising y eventos de todo tipo que pueden
crear la impresión alucinatoria de que la empresa ha conseguido realizar la
utopía por excelencia del imaginario tardoindustrial: hacer desaparecer la
frontera entre realidad y fantasía o, lo que es lo mismo, entre la vida y el entertainment. La explosión de este concepto de la
diversificación productiva es hábilmente expresada por Frédéric
Martel: “Michael Eisner logró dirigir durante mucho tiempo
Disney como en un cuento de hadas en el que las calabazas se transforman en stock options” (66)
(2).
El
ciclo es nuevo, ya no nos movemos en la lógica de las ideologías duras. Son
otros agentes, por ejemplo la escuela, los que habrán de cargar con la
fastidiosa tarea de advertir de las amenazas de la vida, pues la magia de Disney
brinda personajes dulces y escenas utópicas. Disney es inocente, es decir, su
enorme poder se sirve del entretenimiento para configurar un imaginario sin
contradicciones ni política, tal y como el que encontramos en nuestro primer
paseo por la Main Street de
Disneylandia. Lo que ha conseguido el
inocente Reino Mágico es aislar su espacio del devenir social, económico y
político que lo ha ido configurando, presentándolo a los niños y a sus padres
como atemporal, apolítico y sin conflictos.
La
hipocresía de este planteamiento salta ante nuestros ojos cuando advertimos que
nunca como ahora - en los EE.UU. y en otras naciones occidentales como la
nuestra- la juventud y la infancia han sido tan rotundamente estigmatizados a
través de leyes represivas y operaciones de desmantelamiento de las redes
institucionales que protegían la seguridad y el bienestar infantil y fomentaban su iniciativa ciudadana y
su libertad de expresión. A disipar esta sospecha no ayudan nada los vínculos
entre las corporaciones que venden los productos de Disney y las prácticas de
trabajo esclavo y explotación infantil de sus factorías en las zonas pobres del
mundo.
La
candidez de quien cree en la inocencia del entertainment sonroja ante la evidencia
de que las megacompañías obtienen monstruosos beneficios produciendo cultura de
masas, pero sobre todo advertimos la evidencia de que desde los media se definen
la verdad, la historia, la identidad colectiva y el lugar que corresponde al
ciudadano. No se trata solo de divertir, ni siquiera solo de ganar dinero, se
trata de perpetuar un modelo que educa a los jóvenes para identificarse como
consumidores, lo que crea una espiral viciosa que se autorreproduce sin
encontrar obstáculos. Como afirma Henry Giroux: “la mayor parte de lo que se
produce para televisión y en los grandes estudios de Hollywood apunta al mínimo
denominador común, define la libertad como elección del consumidor y
desnaturaliza el acontecer social mediante su reducción a puro espectáculo”
(Giroux, 15).
El
juego es perverso y nos permite entender por qué La princesa Sofía proclama en la
publicidad de su merchandising
valores de autenticidad como la amistad sincera, la ecología o la integridad
moral. Estamos lejos de la contundencia de las atemorizadoras fábulas clásicas.
Los nuevos héroes viven aventuras románticas y celebran la liberación de la
odiosa disciplina escolar. En sus fantasías televisivas y en sus parques
temáticos los niños reciben la pastilla de la amnesia respecto de la confusión y
la violencia que reina en los suburbios de la vida real. Ello vale igualmente
para sus padres, abocados a la seducción de un espacio encantado, dominado por
el infantilismo, la irresponsabilidad y el olvido de la historia. Esa historia
es ahora proporcionada en dosis inofensivas y edulcoradas por la mixtificación
del pasado que se ofrece en los parques temáticos (3). Dice Giroux: “En el reino
mágico hay una preferencia por el consumo, la justicia es rara vez el resultado
de luchas sociales y la historia es encuadrada de forma nostálgica en la imagen
patriarcal y benevolente del mismo Walt Disney” (4) (Giroux, 161).
Es
incuestionable el poder de la Disney como educadora, y esto significa que sus
principales destinatarios son los niños. Trasladémonos pues al recinto
escolar.
En
busca del paraíso infantil de las corporaciones: Disney coloniza la
escuela
Hace
más de ochenta años, se preguntaba Gramsci desde su celda algo no muy común
entre los marxistas ortodoxos: “¿Por qué y cómo se difunden las nuevas
concepciones del mundo, convirtiéndose en populares?” (Gramsci,
59)
Pese
a que ya existían cadenas de pago desde los ochenta como Disney Channel la compañía empieza a colonizar la televisión en el
verano de 1995, cuando –bajo la dirección de Eisner- compra la cadena ABC y
termina de configurar el mayor gigante de la comunicación y el espectáculo jamás
conocido. Es sabido que en aquellos años,
merced a los esfuerzos de desregulación de los sucesivos gobiernos desde la
etapa Reagan, se propició una fuerte tendencia a la concentración mediática en
los EEUU. (No por casualidad es el tiempo en que empieza a popularizarse el vocablo
“sinergia”). Añadimos pues al cine
y el video un medio tan influyente por su omnipresencia cotidiana como la
televisión, convertida en estrella de una ciclópea red de difusión que alberga
también la Revista Disney, los parques temáticos y las Tiendas
Disney. El riesgo se extiendo cuando, una vez civilizado el consumo televisivo
infantil, la empresa entiende que el siguiente territorio debe ser aquél que los
niños abandonan cuando regresan a casa para ver la tele, es decir, la escuela.
En España, por ejemplo, la estrategia de
posicionarse en el medio televisivo como vector educativo, se advierte en
aseveraciones como las que leemos en algún diario al hilo del estreno de Cantajuegos: Plaza Encanto:
“El
grupo de música infantil CantaJuegos lleva su particular forma de educar,
siempre a través del movimiento y la estimulación sensorial, al canal de
televisión Disney Channel con el programa "CantaJuegos: Plaza encanto" para
demostrar así cómo la música es capaz de conectar tres generaciones distintas” .
Teniendo en cuenta la bochornosa publicidad gratis que realiza el redactor, no
sorprende lo que declaran los cantantes y danzantes que protagonizan el show
infantil: “El objetivo de esta serie multidisciplinar es transmitir los valores
para formar una sociedad mejor” (Diario Deia, 12-12- 2012)
(5).
Parece
reforzarse aquella metáfora de la televisión como “aula sin muros” a la que se
refirió Mcluhan, aunque, como enseguida veremos, el aula con muros tampoco
parece ajena a las ambiciones de la Disney, que ya ha descubierto cómo invadirla
a través del software, los
audiovisuales e incluso la publicidad.
Naomi Klein ya advirtió en el célebre No logo del proyecto de Eisner de
colonizar el territorio educativo, incluyendo la universidad, donde -concretamente en Norteamérica- no es
extraño que las instalaciones y los recursos sean brindados a empresas para
usarlos en su provecho, nada mejor que una facultad de ciencias o de sociología
para obtener datos sobre aceptación de un colorante alimentario o testar la
seguridad de cierta marca de preservativos recién lanzados al mercado. Al inicio
de los noventa, muchas escuelas norteamericanas –informa Klein- aceptaron la
inclusión en sus clases de
emisiones de programas televisivos con su correspondiente publicidad a cambio de
potentes equipos audiovisuales o electrónicos. Los resultados aterran a
cualquiera que tenga una idea de cómo se trabaja en un colegio o instituto:
“Cuando
los alumnos no están mirando Channel One o navegando con ZapMe!, un buscador de internet que se
ofreció gratuitamente a los colegios estadounidenses en 1998, pueden dirigir su
atención a los textos escolares, que también difunden los mensajes de Just do it o CK Be. La empresa Cover Concepts vende anuncios impresos en
cubiertas para libros en 30 mil escuelas estadounidenses y los profesores las
utilizan en forros de plástico. Y cuando llega la hora del almuerzo, en muchas
escuelas el menú incluye más anuncios. En 1997, Twenty Century Fox logró que el
menú de las cafeterías de cuarenta escuelas primarias de EEUU incluyera platos
bautizados con el nombre de los personajes de su película Anastasia. Los alumnos podían comer Costillas Rasputín o Pollos Bartok o también Dulce de Mantequilla de Cacahuetes
Dimitri. Disney y Kellog´s han lanzado promociones alimentarias similares
por medio de School Marketing, que dice ser una agencia de almuerzos escolares”.
(Klein, 122)
Eisner
y los departamentos de la Compañía que han ido implementando este proyecto
podrían, ante nuestras sospechas, explicar que no han hecho sino darle curso a
una vieja ilusión del fundador: romper el prejuicio de la incompatibilidad entre
educación y entretenimiento, en otras palabras, arrebatar a las escuelas la
exclusiva de la formación. Dice Giroux: “La intuición clave de Walt Disney
consistió en darse cuenta de que el universo educacional podía ser reelaborado y
transformado mediante la conquista de nuevos espacios para el ocio, las
tecnologías electrónicas, y los mercados globales. Para Disney, la pedagogía no
estaba restringida a la escolarización, y la escuela no definía estrictamente el
contexto único posible para el aprendizaje, el desarrollo de la afectividad de
los niños, y la reconstrucción de su identidad”. (28)
Y
es aquí donde volvemos a toparnos con la evidencia de que las maniobras de la
Disney respecto al territorio de la infancia son cualquier cosa menos inocentes.
Tan fieles como cualquier otra gran corporación norteamericana al ideario
ultraliberal de Milton Friedman (6), los ejecutivos del Reino Mágico han sido
parte activa de los lobbies que
exigen más privatizaciones y nuevos programas de vinculación de los servicios
públicos con el parque empresarial.
De momento las intromisiones en la escuela pública no son sistemáticas y
generalizadas, pero tienen el valor de síntoma de un plan que va mucho más allá
de los recintos escolares y que desea lo que Giroux llama un “espacio
corporativo totalizado”, un mundo donde el espacio de lo público no será otra
cosa que el del consumo, donde la memoria histórica o el compromiso cívico se
desdibujen a favor de esa pedagogía blanda de la “edudiversión” que no hay quien
se crea seriamente pero que, entre otras cosas, permite desarrollar estupendos
negocios. Salgamos de la candidez: este tipo de procedimientos que,
supuestamente, mejoran la educación a través de nuevos gadgets tecnológicos y estrategias de
aprendizaje funny, forman parte de la
misma lógica que determina el empobrecimiento y el deterioro de las escuelas
públicas.
Es
posible que, de momento, la propia
Compañía no crea demasiado en la posibilidad de crear escuelas a su medida en
toda la nación, entre otras cosas porque resulta difícil imaginar los suburbios
repletos de niños pobres de piel oscura llenándose de escuelas Disney como las
que probablemente soñaba el viejo Walt. En todo caso se les pueden vender
programas para sumar y restar con el Pato Donald. Lo de las escuelas Disney
queda confinado al ámbito privilegiado de Celebration (7), ciudad creada por la
Compañía en Florida y que constituye la miniatura del paraíso en el que la Walt
Disney pretendía convertir América. A fin de cuentas es difícil superar el
aburrimiento que suponen esas escuelas donde los niños bostezan confinados en
aulas gélidas y sin alma y dirigidos por profesores amargados que están
obsesionados por hacerles leer novelas insoportables de Tolstoi. El mundo que
Disney ofrece a través de sus producciones culturales siempre será más deseable.
Además los niños saben que en el dulce espacio de consumo de la Disney store siempre serán individuos
activos y deseados, exactamente igual que sentados en el sofá desde el que ven
los programas de Disney Channel y se
les bombardea con una publicidad especialmente tóxica. Sus deseos serán
modelados a la medida de las mercancías que la Disney vende por todas
partes.
Hemos
aprendido a esperar consecuencias desastrosas del poder corporativo sin freno
político y civil que empieza a imponerse en la Norteamérica de Reagan a
principios de los ochenta. No es
intrínsecamente malo que Disney haga negocios, ni siquiera a costa de la
formación de los niños. Lo que sí debe preocuparnos es que a medida que el poder
de las corporaciones va colonizando los espacios públicos y privados de unas
comunidades cada vez más desocializadas y complejas la calidad de la democracia
resulta erosionada. Disney no tiene
la culpa de todo, pero forma una parte nada despreciable de la misma lógica que
está convirtiendo aquello que Milton Friedman y otros neoliberales llamaban
alegremente “libertad de elegir” en la mayor y más destructiva impostura de
nuestro tiempo. Más destructiva,
por cierto, en la medida en que afecta a quienes ahora tratan de formarse una
identidad y un mapa moral.
Resistir
desde la escuela
No
pretendo que el enemigo a derrotar sean las películas de Disney, de la misma
manera que, quienes toman a McDonald´s como ejemplo de prácticas cuestionables
muy instaladas en la sociedad, no creen que desacreditar a dicha marca –misión
imposible, por cierto- resuelva grandes problemas sociales (8). Se trata más
bien de dar a entender que algunas corporaciones de alcance global con nombre
glorioso se presentan como inofensivas cuando, en realidad, constituyen ejemplos
palmarios de algunos de los hábitos más insalubres de las comunidades
contemporáneas, sea en relación a
la nutrición o a la formación cultural. Sería no obstante muy sencillo en el
caso Disney limitarse a detectar los trazos de ideología reaccionaria de sus
grandes producciones, las clásicas o las de la época Eisner. Esto lo han hecho
ya sesudos analistas, algunos dentro de los cauces del marxismo supuestamente
ortodoxo (9). En cierto modo lo hemos hecho también aquí en relación a un
cortometraje de los primeros tiempos o una serie televisiva de la actualidad.
Este modelo crítico es útil siempre porque integra un aspecto trascendente y que tiende a ser olvidado
en los análisis obsesionados con la pura textualidad del objeto: el de la
relación entre el producto y el contexto estructural económico e institucional
en el que se hace posible
La
crítica corre sin embargo el riesgo de caer en lo anodino si no percibimos que
el juego ideológico de Disney se mueve actualmente dentro de márgenes de
ambigüedad que están muy lejos de la rotundidad casi bíblica de Los tres cerditos y el lobo. Algunos detalles al respecto son
esclarecedores. Por ejemplo, al margen de la sensibilidad que demuestra la Disney
–como por cierto McDonald´s- en la consideración de las peculiaridades indias o
chinas o la curiosidad de que en Disneyworld se lanzara el Día Gay, que por cierto generó ataques
furibundos de algunas agrupaciones de fanáticos religiosos, no podemos eludir la
evidencia de que algunos relatos Disney contienen mensajes que podemos
identificar como progresistas en relación al racismo, la exclusión, la pobreza o
la sexualidad. En uno de los anuncios más inspirados de Disney Channel,
presidido por el slogan “Yo soy una princesa”, ideado para vender los
innumerables vestidos y complementos ultrafemeninos que aparecen en las
películas y series de la compañía, se insiste en valores como la lealtad y la
amistad sincera, se reivindica la superioridad de la fortaleza de ánimo sobre la
belleza en las mujeres y se nos advierte de que el derecho de las niñas negras o
asiáticas a ser princesas es tan legítimas como el de las rubias y anglosajonas.
En
suma, la influencia de Disney en la formación de las personas va mucho más allá
de los límites normales de la simple propaganda reaccionaria. Como con tanta
clarividencia interpreta Giroux: “no podemos subestimar el poder político y la
fuerza cultural de corporaciones como la Disney a la hora de inmiscuirse en la
vida pública democrática y convertir hasta el último aspecto de la vida
cotidiana en un anuncio o en un apéndice del mercado, hemos de poner
continuamente de manifiesto la amenaza que tales corporaciones representan para
la democracia en todo el mundo”.
La
crítica de Giroux alerta del empobrecimiento cultural y moral al que podemos
estar abocándonos en un contexto de lenguajes globalizados como el actual. Los
artefactos culturales son sometidos a los filtros del estereotipo simplista de
una cultura global, un proceso dirigido por una burocracia mercantil
poderosísima que arrastra una colosal homogeneización cultural. Atravesado el proceso de construcción de
la subjetividad de los niños por el potente influjo de una esfera mercantil de
la que cada vez menos productos accesibles escapan, el riesgo es que tras la
emergencia del eficaz consumidor se vaya retirando el ciudadano crítico, dotado
de auténtica libertad de pensamiento y acción, y capaz por ello de implicarse en
la defensa de las instituciones
y la cultura pública. Esta
convicción arrastra una estrategia política y cultural, pero, de manera muy
especial, pedagógica, es decir, de intervención pedagógica.
Lo
que nos planteamos en compañía de Henry Giroux es superar el prejuicio, muy
extendido entre los docentes, de que la cultura de masas debe simplemente ser
eludida en las aulas, como si los muros de la escuela pudieran todavía erigirse
en guardianes de una supuesta pureza cultural, no contaminada por la influencia
de la down culture. Con independencia
de que negarse a aceptar en las escuelas públicas cualquier intromisión como las
que se han vivido en los EEUU resulta legítimo y aún higiénico, es inútil pretender sin más que los
productos de Disney queden fuera del temario. La solución no es encastillarse en
el Centro, no sólo porque la cultura de masas ya está dentro lo queramos o no,
sobre todo porque si dejamos el espacio de vida extramuros de los escolares
expuesto a la colonización absoluta de las corporaciones, entonces conseguiremos
hacer resplandecer la repugnante visión de la escuela como espacio de reclusión
del que los chicos se liberan cuando consumen. En este sentido es esencial que
niños y adolescentes aprendan a identificar valores asociados con la identidad
sexual, la nación y el patriotismo, los roles familiares o la pluralidad racial
que se les suministran a través de la cultura masas que consumen cotidianamente.
Se trata, en definitiva, de que sepan convivir críticamente con tales productos,
hasta el punto de no quedar a la intemperie frente a ellos, como los puros
consumidores de imágenes en que se pretende convertirlos. No se trata por tanto de luchar contra
el consumo –ni mucho menos de estimularlo- tanto como de dotar de armas al joven
para enfrentarse conflictivamente a los productos con los que se les
bombardea.
En
palabras de Henry Giroux: “En lugar de ser considerada como una empresa
comercial que distribuye inocentemente diversión a los jóvenes, el imperio
Disney debe ser visto como una empresa pedagógica y política comprometida
activamente con el panorama cultural de la identidad nacional y con la
“escolarización” de las mentes de los niños. Por supuesto no se pretende sugerir
que haya algo siniestro detrás de las actividades de Disney. Sólo se apunta a la
necesidad de analizar el papel de la fantasía, del deseo y de la inocencia en el
afianzamiento de particulares intereses ideológicos, la legitimación de
relaciones sociales específicas y en la reivindicación del significado de la
memoria pública.” (122)
NOTAS
(1)
Me sirvo de este concepto en el sentido en que lo explota Frédéric Martel, quien
habla de mainstream culture como “cultura dominante”, aceptando la
polisemia en el uso, ya que, con menos connotación crítica, se puede entender
como “cultura para todos”.
(2)
De la trascendencia de Michael Eisner –presidente de la compañía desde 1984
hasta 2005- nos informan Frédéric Martel o Henry Giroux. Eisner asumió desde su
llegada que el capitalismo estaba virando e hizo entender al conjunto de la
compañía, desde los más veteranos de la cúpula directiva hasta los empleados de
infantería, que no se podía crecer simplemente con la base de cinco dibujos
afortunados y reconocibles y unas brillantes técnicas cinematográficas de
animación
(3)
Jean Baudrillard habló de Disneylandia como una miniatura del american way of life. “Semejante mundo
se pretende infantil para hacer creer que los adultos están más allá, en el
mundo real, y para esconder que el
verdadero infantilismo está en todas partes y es el infantilismo de los adultos
que vienen a jugar a ser niños para convertir en ilusión su infantilismo real”.
(Baudrillard,31)
(4)
Esa imagen bonachona del fundador ha sido fomentada durante décadas, a costa de
una considerable indulgencia respecto a ciertas veleidades ideológicas y hábitos
mercantiles particularmente oscuros. El tío Walt que interpreta Tom Hanks en Saving Mr Banks, film de la Disney a
mayor gloria del fundador, abochorna por su carácter entrañable. Una curiosidad
nada baladí: el personaje fumaba tres cajetillas diarias, en la película no se
le ve encender un solo cigarrillo.
(5)
El contenido del artículo de la Agencia Efe que Deia publica en su sección televisiva
incluye genialidades como la de que gracias al Cantajuegos los niños “abandonan
las aulas de las guarderías para llenar los teatros”. No les doy detalles sobre
los precios de esas entradas, pero se sugiere que la enseñanza propia de la
escuela –o la guardería- es poco menos que carcelaria y que gracias al
Cantajuegos los niños van a aprender divirtiéndose.
(6)
La influencia de Milton Friedman sobre la revolución conservadora operada al
inicio de los ochenta, de cuyas nefastas consecuencias peleamos por librarnos en
la actualidad, es incluso superior a la del célebre Hayek. En su mejor texto –La doctrina del shock- Naomi Klein pone
en su sitio al Nobel de Economía y a la Escuela de Chicago, responsabilizándolos
de muchos de los desastres que el capitalismo descontrolado y oligárquico de las
últimas décadas ha provocado.
(7)
La ciudad de Celebration fue fundada en Florida muy cerca de Disney World. Es literalmente una
localidad creada por una corporación. Celebration constituye la realización de
la utopía con la que tanto soñó el fundador de la compañía: crear comunidades
inspiradas por el ideario del Reino Mágico. En Celebration los habitantes viven
ecológicamente en bonitas casas donde no rondan el crimen, la inmigración ni la
exclusión social, como habitualmente sucede en las ciudades reales.
(8)
De entre los textos más leídos en relación al tema me parece muy relevante La macdonalización de la sociedad, de
George Ritzer. Más que desacreditar a esta corporación o en general el fast food, se trata de advertir cómo la
lógica impuesta en sus comedores por este tipo de empresas -eficacia, urgencia, taylorización de
productos y relaciones y rebaja de la calidad- es un epítome de un gran modelo
de sociedad que se ha ido imponiendo en la vida de la gente sin tiempo para
plantearse qué es lo que la hegemonía de tales prácticas ha ido arrinconando y
destruyendo.
(9)
Para leer al Pato Donald fue un texto
influyente en el marxismo hispanoamericano de los años setenta.
BIBLIOGRAFÍA
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masas y colonialismo. México DF, Siglo XXI, 1979.
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